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fecha: 27-10-2020


23456

Sueños Regios

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Es de noche. Temperatura, veinte bajo cero. Fuera no se escucha el menor ruido. La nevada, cayendo en finos copos delicadísimos que mullen la atmósfera, contribuye a sostener el silencio absoluto, ahogado, que pesa sobre los jardines blancos con blancura fantástica. La nieve ha perfilado primorosamente la traza de las calles de árboles, de los macizos, de los boquetes, de los estanques cuajados por el hielo, y cuya superficie lisa rayaron los patines en la última sesión de patinaje que tanto divirtió a la Corte, porque el príncipe de Circasia se dio unas costaladas regulares.

Las estatuas parecen temblar y lucen aderezos de carámbanos. Las coníferas son témpanos bordados y esculpidos. En el alcázar, las cornisas, las balconadas, las torrecillas, la monumental ornamentación de la fachada, el reloj sostenido por Genios que representan los destinos de la casa imperial, venciendo al Tiempo, van desapareciendo bajo la suave acolchadura blanca.

Los centinelas, en su garita, tiritando, sintiendo que el aliento se les cristaliza primero y se les liquida después dentro del alto cuello de sus capotes militares, hieren el suelo con el pie, se acuerdan del cuerpo de guardia donde arde la estufa y se puede echar un trago de lo fermentado, y de tiempo en tiempo lanzan, al través de la nieve, su «¡Alerta!» gutural.

El decorativo reloj da las doce, pausadamente, como si la hora contada por él fuese más solemne que las otras. Al reloj de fuera contestan los de dentro desde las consolas; tienen vocecillas aflautadas y bien moduladas de palaciegos.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Racimos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde que eran vides las que rojeaban en las laderas del Aviero, precipitándose como cascadas de púrpura y oro viejo hacia el hondo cauce del río, no se había visto cosecha más bendita que la del año..., bueno, el año no importa. Además de la abundancia, la uva estaba recocha y tenía su flor de miel, su pegajosidad de terciopelo. Cada grano era un repleto odrecillo, ni duro ni blando, reventando de zumo. Y los colores, en el tinto como en el blanco, intensos y muy iguales. No se conocieron racimos que así tentasen a vendimiarlos.

La vendimia se señaló para el 24 de septiembre. Y, como según dicen en el país, cuando Dios da no es migajero, mandó un sol de gloria y unos días de gusto mejores que los de verano, para aquella faena de otoño. Tampoco sería fácil recordar vendimiadura más alegre.

Ello no quita para que el trabajo sea caristoso. Subir a hombros los culeiros o cestones por las cuestas casi verticales de la ladera, hasta soltarlos en la bodega del antiguo pazo, que domina todo el paisaje, vamos, ¡que se suda! Las vendimiadoras echan la gota gorda de su pellejo, con el calor y el tráfago; pero los carretones se derriten al ascender con las cargas, magullados los hombros por el peso, anhelosa la respiración por la fatiga, y sin poder ni pasarse el revés de la mano por la frente, para recoger las lágrimas que de ella se desprenden y caen sobre el fornido y velludo pecho.


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Palinodia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.


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Obra de Misericordia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El pueblecillo parecía difumado en sombría bruma y en el aire flotaba dolor. La escasa gente que se atrevía a salir a la calle iba a tiro hecho: a buscar remedios, que escaseaban en la botica, o a pedir en el huerto del conventillo de San Pascual rama de eucalipto, para quemarla en braseros y cocinas y aprovechar así el más barato y humilde de los desinfectantes. A la puerta de don Saturio, el médico, había siempre un grupo que se comunicaba sus cuitas en voz lastimosa y apagada.

—No está... Salió esta mañana cedo, para Lebreira, que muérese el cura...

—Y cuando torne, somos más de cincoenta a lo llamar...

—Yo tengo el padre en las últimas. No sé qué le dar, ni qué le hacer.

—Las dos fillas mías echan la sangre a golpadas.

—Este negro mal les da a los mozos, a los sanos, y nos deja por acá a los que ya más valiera que nos llevara... ¡Nuestra Señora del Corpiño nos valga, Asús!

El trote cansado de un rocín interrumpió la plática. El médico, enfundado en recio gabán, calado un sombrerón ya desteñido por las lluvias, regresaba de Lebreira, y en su rostro, que la mal afeitada barba rodeaba hoscamente, se leían la inquietud y el disgusto. A las preguntas de las comadres contestó con un gesto de adustez.

—¿El señor cura? Con Dios, ya desde antes de yo llegar...

Un coro de súplicas se alzó:

—Señor, por el alma de quien más quiera, venga a mi casa.

—Venga antes a la mía, señor, que el marido y el hijo están acabando y no sé cómo valerles...

—A la mía, que mayor desdicha no la haberá...

Rabioso, se apeó el médico, gritó a su criado la orden de recoger el caballejo a la cuadra, y después de vacilar unos segundos —hubiese preferido descansar y una taza de café muy caliente— siguió a la que acababa de alegar la gravedad del marido y del hijo.


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Madrugueiro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Llamaban así en Baizás al cohetero, por su viveza de genio característica, por aquel adelantarse a todo, que unas veces degeneraba en precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio, y otras, le había traído suerte, adelanto. En la pila le habían puesto Manuel, y era toda su familia una hijastra, Micaela, lunática, histérica, leve como una paja trigal, de anchos y negrísimos ojos escudriñadores, y que tenía fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, porque se suponía que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría decir quién era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué mujer de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...

Además, descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en una bolsita de tela roja, a la testuz de las vacas y ternerillos, previniéndolos contra el aojamiento y la envidia, y sabía de las encantaciones del famoso libro de San Cipriano, encontrado entre otros muy ratonados en una alacena vieja, en casa del cohetero. El oficio de éste se rozaba con la química elemental, que tenía sus ribetes de alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.

El único escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de Micaeliña, era su padrastro... «A fe de Manoel, que un día agarro un palo de tojo y le saco del cuerpo las meiguerías».

Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir, o moriría rica.., ¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se encontraría, bajo la corteza de la tierra, en los huecos de las paredes so las vigas carcomidas de algún antiguo edificio, un tesoro: y, con las fórmulas de encantamiento que estudiaba un día tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.


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Los Buenos Tiempos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que entrábamos en el despacho del conde de Lobeira atraía mis miradas —antes que las armas auténticas, las lozas hispanomoriscas y los retazos de cuero estampado que recubrían la pared— un retrato de mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente un siglo de fecha. «Es mi bisabuela doña Magdalena Varela de Tobar, duodécima condesa de Lobeira», había dicho el conde, respondiendo a mi curiosa interrogación, en el tono del que no quiere explicarse más o no saber otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo a mi fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.

Este representaba a una señora como de treinta y cinco años, de rostro prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La modestia de vestir en tan encumbrada señora parecíame ejemplar; aquel corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto a la garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en extremo que un día, preguntándole al conde en qué época habían sido enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me contestase sobriamente, señalando el retrato consabido:

—En tiempo de doña Magdalena.


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Los Adorantes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre, desde que nací, he visto adosados a las jambas de la portada principal de la vieja iglesia a los dos adorantes: ella, la santa, envuelta en la plegadura rítmica de su faldamenta de ricahembra; él, el santo, sencillamente extendidas las manos largas y puras, que salen de las mangas de una tunicela, bajo amplio manto multíplice.

La sonrisa, misteriosamente expresiva, no se borra de sus labios de piedra; sus ojos sin pupila no pestañean ni experimentan necesidad de cerrarse para el reposo del sueño en transitoria ceguera, en muerte transitoria.

Los adorantes viven sin interrupción su extraña vida; de día se recogen en majestuosa tranquilidad; de noche, cuando la oscuridad protege su idilio o la luna convierte el pórtico en labor de plata recién fundida, actívase el vivir irreal de las estatuas.

A la primera ligera, fluida caricia de la luna, los adorantes parece que continúan serenos en contemplación; pero observadlos bien: algo estremece los paños de su ropaje; algo vibra en sus manos extendidas para la plegaria; algo muy sutil intenta despegar y agitar sus bucles de granito para que se electricen como las cabelleras vivientes.

Observadles despacio, sí; derramad en vuestra alma oprimida por la carne la esencia del alma de esas místicas figuras, y notaréis que un gran halo sentimental irradia de ellas, de su forma, de sus cabezas sin aureola.

Salid de casa a las horas de soledad, a las horas de silencio y de helada nocturna, o cuando el verano hace azul y tibia la sombra, y considerad fijamente, sentados en el pretil del atrio, a los adorantes, que se miran, que no cesan de mirarse, que se mirarán mientras no sean arrancados de su lugar por los profanadores.

Detrás de la mística pareja, la puerta sombría, cerrada, atrancada, con ese aspecto severo y ceñudo de las puertas enormes, que evocan la inflexibilidad del destino, lo hermético del porvenir, parece una amenaza.


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La Visión de los Reyes Magos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(Los Reyes Magos regresan a su patria por distinto camino del que vinieron, a fin de burlar al sanguinario Herodes. Es de noche: la estrella no los guía ya; pero la luna, brillando con intensa y argentada luz, alumbra espléndidamente la planicie del desierto. La sombra de los dromedarios se agiganta sobre el suelo blanco y liso, y a lo lejos resuena el cavernoso rugir de un león.)

BALTASAR.— (Acariciándose la nevada y luenga barba y moviendo la anciana cabeza a estilo del que vaticina.) No sé lo que me sucede desde que me puse de rodillas en el establo de Belén y saludé al hijo de la Doncella, que me agita un espíritu profético, y siento descorrerse el velo que cubre los tiempos futuros. Este tributo de oro que ofrecía al Niño para reconocerle Rey, ¡cuántas y cuántas generaciones se lo han de rendir! Tributos percibirá, no como nosotros, días, meses y años, sino siglos, decenas de siglos, generación tras generación, y los percibirá de todo el Universo, de toda raza y lengua, de nuevas tierras que se descubrirán para aclamar su nombre. El oro que le he presentado era poco: apenas llenaba el cofre de cedro en que lo traje; y ahora se me figura que se ha convertido en un mar de oro, y veo que al Niño se le erigen templos de oro, altares de oro labrado y cincelado, tronos de oro, en torno de los cuales oscilan blancos flabelos de plumas con mangos de oro, y que ciñe su cabeza una triple corona de oro macizo, también, incrustada de diamantes y gemas preciosas. Olas de oro, fluyendo de los veneros de la tierra corren a los pies del Niño; y lo más extraño es que el Niño los contempla con entristecida cara, y al fin esconde el rostro en el seno de su Madre. ¿Habré obrado mal, ¡oh sabios!, en presentarle oro? ¿No le agradará a la criatura celeste el símbolo de la autoridad real? Temo que mis dones no hayan sido aceptos y mi obsequio pareciese sacrílego.


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La Novela de Raimundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte interés, una novela tremenda? —nos dijo casi ofendido el apacible Raimundo Ariza, a quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por las tardes a jugar a tanto módico en el Casino.

No pudimos menos de mirar a Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo, Raimundo no era feo, tenía estatura proporcionada, correctas facciones, ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez, pero su bonita figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado por la Naturaleza para ser a los cuarenta buen padre de familia y alcalde de su pueblo.

—Dudamos de tu novela romántica— exclamó al cabo uno de nosotros.

—Pues es de las de patente… —replicó Raimundo—. Hay dos clases de novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las primeras las buscan por la mano sus héroes. Las otras… se vienen a las manos. De éstas fue la mía. A ciertas personas suele decirse que «les sucede todo»; y es porque andan a caza de sucesos… A fe que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían a echarles memoriales.

En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la monotonía de aquel vivir. Hará cosa de tres años, en primavera, nos alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos o cíngaros. Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en cierto campillo árido, cercano a uno de los barrios en construcción, y formamos costumbre de ir por las tardes a curiosear las fisonomías y los hábitos de tan extraña gente.


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La Nochebuena del Carpintero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


José volvió a su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.

Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba!


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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