Llamaban así en Baizás al cohetero, por su viveza de genio
característica, por aquel adelantarse a todo, que unas veces degeneraba
en precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio, y otras, le había
traído suerte, adelanto. En la pila le habían puesto Manuel, y era toda
su familia una hijastra, Micaela, lunática, histérica, leve como una
paja trigal, de anchos y negrísimos ojos escudriñadores, y que tenía
fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, porque se suponía
que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría decir quién
era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué mujer
de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un
mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...
Además, descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en
una bolsita de tela roja, a la testuz de las vacas y ternerillos,
previniéndolos contra el aojamiento y la envidia, y sabía de las
encantaciones del famoso libro de San Cipriano, encontrado entre otros
muy ratonados en una alacena vieja, en casa del cohetero. El oficio de
éste se rozaba con la química elemental, que tenía sus ribetes de
alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.
El único escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de
Micaeliña, era su padrastro... «A fe de Manoel, que un día agarro un
palo de tojo y le saco del cuerpo las meiguerías».
Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir,
o moriría rica.., ¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se
encontraría, bajo la corteza de la tierra, en los huecos de las paredes
so las vigas carcomidas de algún antiguo edificio, un tesoro: y, con las
fórmulas de encantamiento que estudiaba un día tras otro, lo
descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.
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