Los carteles se deshilachan patéticamente en los
muros, las prensas gimen, los gongs sollozan, los circos se paran, las
ferias de exhibición cierran sus salas en señal de duelo y todos los
monstruos del Viejo y Nuevo Mundo lanzan al unísono un alarido de
lamento. Tal vez los clowns pasmados y anodinos, los aprendices
de publicitarios, los gacetilleros insolventes, los reporteros de
imposturas y bulos, los exhibidores de feria arruinados, los directores
de fenómenos de cualquier naturaleza, hayan sentido pasar, la noche
anterior, surcando los cielos del Atlántico, un misterioso bufón alado
soplando en una trompeta monstruosa la llamada finisecular: «¡El gran
Barnum ha muerto!».
Y el periodismo, y los teatros, y la publicidad comercial, y
también ya la propaganda política, artística y literaria, se hacen eco
en un estremecimiento común: «¡El gran Barnum ha muerto!».
Diez años antes de la era fatídica del siglo XX,
aquel que dio un impulso tan singular a la ciencia de la publicidad
acaba de extinguirse en su propiedad de Bridgeport (Connecticut, EEUU).
Tuvo la atribulada trayectoria típica de todos los americanos que
«desembarcan» en cualquier rama de la actividad humana. Phineas Taylor
Barnum fue saltimbanqui, director de una manufactura, financiero en
bancarrota, alcalde, candidato al Congreso, hombre de letras y
propietario de un circo. En América se pasa de los trabajos físicos a
las actividades intelectuales con una facilidad sorprendente. Mark Twain
ha sido sucesivamente piloto en el Misisipi, secretario del gobernador
de Nevada, minero, obrero cajista, redactor de periódico, reportero en
las Islas Sándwich y ahora es uno de los mayores escritores de Estados
Unidos y dueño de un maravilloso hotel en Hartford (Connecticut, EEUU).
Siempre ha respetado a Barnum; incluso le ha hecho publicidad (con una
sorprendente sangre fría) en uno de sus relatos: El robo del elefante
blanco.
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