La casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se
componía de tres pisos, tenía dos puertas y muchas ventanas,
algunas con reja. Una torre con una cruz indicaba dónde se hallaba
la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no muy bien
cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí
formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una
fuente con una estatua mutilada.
Una puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia;
otra pequeña, bastante vieja y que no se abría casi nunca, al
campo. Este presentaba en aquella estación, a mediados de la
primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas, sus encendidas
amapolas y sus Poéticas margaritas.
¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven
tocaba la guitarra con bastante gracia y de vez en cuando entonaba
una dulce canción. Al compás de la música bailaban dos alegres
parejas, mientras un caballero las contemplaba sonriendo, como
recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera entregado a
esas gratas expansiones.
Un anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella
numerosa familia, se paseaba melancólicamente en compañía de un
hombre de menos edad, y algunos otros se encontraban sentados en
bancos de piedra o sillas rústicas, hablando animadamente.
Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un
rosal, se veía a una joven de incomparable hermosura, vestida de
blanco. Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía una estatua de
mármol.
Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con
perfectas facciones, manos delicadas, pies de niña.
¿Estaba contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que
no tenía a quién referir la causa de su dolor?
Más de un cuarto de hora permaneció en el mismo sitio y en la
misma postura, hasta que la sacó de su ensimismamiento un bello
joven que se aproximó cautelosamente a ella.
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