No le había visto en un año, y me lo encontré de manos a boca al
salir del café donde almuerzo cuando vengo a Madrid por pocos días desde
mi habitual residencia de El Pardo.
Apenas fijé en él los ojos, comprendí que algo grave le pasaba. Su
mirar tenía un brillo exaltado, y una especie de ansia febril animaba su
semblante, de ordinario grave y tranquilo.
—Tú estás enamorado, Braulio —le dije.
—Y tanto, que voy a casarme —respondió, con ese género de violencia
que desplegamos al anunciar a los demás resoluciones que acaso no nos
satisfacen a nosotros mismos.
Minutos después, sentados ambos ante la mesita, y empezando a
despachar las apetitosas doradas criadillas, regadas con el zumo fresco y
agrio del limón, entró en detalles: una muchacha encantadora, de la
mejor familia, de un carácter delicioso...
—¿Sin defectos?
—¡Bah!... Un poco inconsistente en las impresiones... No toma en serio nada...
—¿Arenisca? —pregunté.
—Es la definición exacta: arenisca —contestó él súbitamente, plegado
de preocupación el negro ceño—. Le dices hoy una cosa, parece hacerle
impresión, y al otro día comprendes que todo se ha borrado... ¡Por más
que quiero fijarla, no lo consigo! En fin, eso, ¿qué importa?
—Sí importa, Braulio...
Y viéndole silencioso, agregué:
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