Alrededor de la fábrica —una fábrica elegante, de marcos, molduras y
rosetones dorados, en mate y brillo— apostóse el nutrido grupo de
huelguistas. A media voz trocaban furiosas exclamaciones y sus caras,
pálidas de frío y de ira, expresaban la amenaza, la rabiosa resolución.
Que se preparasen los vendidos, los traidores que iban a volver al
trabajo, no sin darse antes de baja en la sociedad El Amanecer.
Algunos de estos vendidos, deseosos de ganar para la olla, habíanse
aproximado con propósito de entrar en la fábrica, y ante la actitud nada
tranquilizadora del corro vigilante, retrocedieron hacia las calles
céntricas. Conversaban también entre sí: «Aquello no era justo, ¡concho!
El que quiera comerse los codos de hambre, o tenga rentas para
sostenerse, allá él; pero cuando en casa están los pequeños y la madre
aguardando para mercar el pedazo de tocino y las patatas a cuenta del
trabajo de su hombre... hay que arrimar el hombro a la labor». Hasta
hubo quien refunfuñó: «Con este aquél de las sociedades no mandamos,
¡concho!, ni en nosotros mismos...» Melancólicos se dispersaron a la
entrada de la calle Mayor para llevar la mala noticia a sus consortes.
Los huelguistas no se habían movido. Nadie los podía echar de su
observatorio; ejercitaban un derecho; estaban a la mira de sus
intereses. Y uno de ellos, mozo como de veinte años, tuvo un esguince de
extrañeza al ver venir, de lejos, a una chiquilla rubia —de unos
catorce, o que, en su desmedramiento de prole de obrero, los
representaba a lo sumo—, y que, ocultando algo bajo el raído mantón, se
dirigía a la fábrica de un modo furtivo, evitándolos.
—¡Ei!, tú, Manueliña, ¿qué llevas ahí?
Sin responder, echóse a llorar la chica, anhelosa de terror. Y, al fin, hollipó:
—¡Me dejen pasar! ¡No hago mal! ¡Me dejen!
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