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El Contemplativo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Era un niño solitario, de tez pálida y ojos grandes, negros y luminosos como carbunclos. Vivía del otro lado del estero, acompañando a su abuela achacosa, frente al pobre caserío con que remataba el valle en el rincón de cerros de la costa. Como el helechito tierno que aparece entre guijarros y los plumerillos de oro con que el espino se florece, el muchacho era lindo y delicado, y lo parecía más por contraste con el triste pedregal de la comarca. Las manos y los pies marfilados, la cabeza ovalada y la garganta esbelta, que el camisón de percal entreabierto mostraba siempre, hacían pensar en un caballerito robado por una bruja si no fuera que la anciana mostraba en su ajado rostro el modelo primitivo del viril retoño.

Panchito tenía ya dieciocho años cuando mostró un humor melancólico y contemplativo.

—¡Vamos, Panchito! —le decían el cura y el maestro de escuela, que por esos tiempos eran siempre amigos y compadres para bien del vecindario—, sacude esa tristeza y corre por los cerros con tus compañeros.

Sonreía tristemente el muchacho, movía la cabeza con cierto aire de empecinamiento oculto y se marchaba callado, los ojos fijos, embelesado.

—¿En qué piensa? ¿Qué sueña? Porque no es tonto... —reflexionaban los pocos vecinos capaces de reflexionar. Nadie lo sabía, tal vez ni él mismo. Cuando terminaba el trabajo, Panchito se sentaba en una piedra, siempre en la misma cerca del rancho apuntalado de la abuela, escuchando, contemplando, olvidado de comer, de reposar, de dormir.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cura de Romeral

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Parroquia de cordillera chilena, por consiguiente pobre. Gran casa de un piso aparragada en la tierra y muy cerca del cerro. Rincón de huerto asoleado, poético, mezcla de la arboleda umbrosa del llano, con el monte criollo de maquis y quillayes. Una fila de enormes perales en el fondo, completamente nevados de albas flores, deja caer en vago espiral la plumilla caliente de las corolas que ya se marchitan. En el suelo, de la blanquísima alfombra que tiende toda esta florescencia moribunda, surgen centenares de retoños que el fruto caído y no levantado del suelo sembró y fecunda sin intervención de nadie. Arbolillos que levantan una sola varilla con hojas tiernas, van a suplir con los años los viejos perales apolillados y estériles, que lloran su savia por la agrietada corteza. ¡Así debía renovarse el bosque por sí solo! Otra fila de cerezos aún más floridos, alargan sus ramas sin hojas, solamente envueltas en abiertos copos que parecen de luna blanca. Al amanecer, antes de salir el sol, este follaje blanco destella con luz propia mirándolo contra el cielo de frío azul, y parece que cada flor es una estrella. En este pobre huerto hay diseminadas diversas plantas con que cada cura marcó su paso. Hubo uno aristocrático, un viejito delgado, de gran nombre, enviado a la cordillera por salud, que dejó algunos rosales finos. Le siguieron dos buenos curas campesinos y humildes que marcaron su pasada en algunas matas de pelargonia, dengues, artemisas, flor de la pluma.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro Tin-tin

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Así lo llamaban en todos los alrededores porque desde muy lejos ya se sentía el golpe del yunque en su fragua del barranco del río. Era un viejo de cara sumamente bondadosa, ojos suaves, y aspecto inofensivo y simpático. Herrero desde muchos años, prestaba sus servicios en la hacienda, componiendo un día la llanta de una carreta, supliendo otras el perno de un arado, haciendo el cerrojo de un portón o soldando los zunchos de una tina.

Desde el amanecer se sentía ya el vibrante golpe del yunque, llenando todo el barranco y sobresaliendo sobre los mil ruidos del despertar de las mañanas de campo. Era una nota aguda, alta, cristalina, que contribuía a alegrar el comienzo del trabajo, como un valiente toque de diana. Y cuando pasaban los peones con la herramienta al hombro para ir a ocupar el puesto que a cada cual le correspondía en la batalla del día, decían entre sí:

—Ya está el maestro Tin-tin en la fragua.

Cada día llegaba alguien hasta la puerta de su casa, abierta entre dos álamos viejos, y adornada con dos frondosas matas de cardenales rojos, en consulta de algún descalabro de ferretería. Y el maestro Tin-tin salía con las mangas arremangadas y su delantal de mezclilla azul, y siempre sonriente, siempre amable, lo resolvía todo a ojo de buen varón.

A medida que la tarde declinaba iba bajando el diapasón de los golpes del maestro, hasta que junto con hundirse la última extremidad del sol en el poniente, se sentía el último golpe, el del combo que caía abandonado sobre el yunque.

Entonces el viejo salía a la puerta a ver pasar a los que volvían del trabajo, y allí permanecía hasta que al otro lado del río tocaban el Ángelus y lo rezaba él con la cabeza descubierta y la vista baja para entrarse después a la casa donde ya hervía la olla de frejoles al fuego.


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4 págs. / 8 minutos / 43 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Más Bruto de los Héroes

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Estay había sido preso por «homecida», como decía él a los que indiscretamente se lo preguntaban, al través de las rejas de la cárcel. Y a confesión de parte...

Pero, en fin, malo no era el pobre Estay. Se habían metido faldas de por medio, y seguramente copas también. Alguien le insultó, salieron a la vuelta de la esquina, pusieron de testigo al policial y se acuchillaron durante media hora. ¿Qué culpa tenía Estay, que el muerto hubiera sido el otro? En cambio, había sacado una cuchillada en la cara, otra cerca del ojo, un puntazo en la frente y rasmillones por todas partes.

Con la cara llena de sangre fue llevado a la comisaría, donde se la estancó, antes que pudieran evitarlo, con tierra recogida en el suelo. Y así, con el rostro mitad fiero, mitad grotesco, se paró ante el juez, se encogió de hombros, no le sacaron palabra y fue a parar al presidio.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Olvido

Roberto Payró


Cuento


A Jorge F. Lynch.

I

— ¡Sonríes! exclamé tristemente al ver que su rostro se iluminaba, contrastando con el mío, pálido y demudado. ¡No has sufrido nunca como yo, cuando te muestras tan indiferente á mi desgracia!

—¡Bah! dijo Armando. ¿Es eso, acaso, una desgracia? Esa mujer no te ha engañado, no te ha mentido ¿qué más quieres? El tiempo se encargará de curarte, puesto que vas ya en camino de convalecer, gracias á ella. En cuanto á que yo sonría.... no lo tomes á mal; no se trata de tus recientes penas: evoco un recuerdo, y él me hace sonreir.

—Perdona; sé que no eres egoista, que me amas; pero, en el estado de espíritu en que estoy, se desea ver el semblante de los demás tan compungido como el nuestro. ¡Una de tantas locuras! —Por otra parte, sufro mucho.... á veces temo volverme loco!...

—He experimentado esos síntomas, dijo él; he sufrido los mismos dolores, y sin embargo... ¡ya me ves! —tú dices que soy el más alegre de todos tus amigos, y lo decías hace dos años también, cuando, al retirarme, por la noche, en la soledad de mi aposento, me anegaba en lágrimas abrasadoras, y mordía las almohadas en paroxismos de rábia... Porque cada cual tiene su pequeña historia ¿Quién puede decir que no lleva una espina clavada en el corazón?

Se detuvo un instante. Se habia puesto sério, y sus ojos brillaban más que de ordinario —Despues continuó:

—Déjame que te cuente esa historia: por ella verás que he sufrido más que tú, si el que sufre puede admitir alguna vez que el sufrimiento de los demás sea mayor que el suyo. Escúchame atentamente.

Había vuelto á su anterior jovialidad: sonriente me relató esta historia de lágrimas, que yo escuché conmovido.

II

La locura gobernaba como reina absoluta de la tierra: era Carnaval. Los hombres habían arrojado sus caretas.

De esto hace dos años.


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20 págs. / 35 minutos / 63 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Huevos Importados

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


«Han llegado 1.800 huevos
de gallinas, procedentes de
los Estados Unidos y consignados
a los señores W. R. Grace y Cía.».
 

El gallinero amaneció revuelto. Uno de los más prestigiosos miembros de la alta sociedad femenina había sido echado en un nido de paja en el rincón del patio, sobre diez huevos de un aspecto sospechoso. La noble y virtuosa gallina, cuyo color negro la hacía aparecer aún más noble y virtuosa de lo que era, había luchado largo rato entre la repugnancia de cubrir bajo su pechuga tibia esos huevos con un timbre morado que decía «Fresh Eggs Company Limited New York», y su inmenso y desbordante deseo de maternidad jamás agotado y siempre entusiasta.

Sin embargo, mientras para ejemplo de la nueva generación cerraba sus ojos con íntimo recogimiento, las más terribles dudas le asaltaban. ¿Qué iría a salir de cada uno de esos huevos envueltos en una especie de esperma, con esas letras que bien podían significar insultos, herejías o burlas contra el mismo alto ministerio del empollamiento? ¿Qué clase de seres degenerados, viciosos o simplemente extranjeros, romperían la cáscara y asomarían a la luz del día?

—Consulta, hija, a los caballeros que tienen experiencia —le decía una amiga después de observarla largo rato con un ojo fijo y redondo.

—Allí los tienes tú —replicaba la virtuosa, señalando tres o cuatro parejas de gallos que se perseguían dándose picotazos y estocadas, —allí los tienes. Ellos son los causantes de que estén trayendo huevos de los países protestantes.

—¿Por qué?

—Porque no producen lo suficiente...

—Pero aquí vienen algunos senadores de consejo que pueden dártelos buenos.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Incendiario

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Don Serafín Espinosa tenía su tiendecita de trapos en la calle de San Diego, centro del pequeño comercio, que, ya que no puede tentar por el lujo de sus instalaciones ni por el surtido de la mercadería, atrae por la baratura inverosímil de sus artículos. Se llamaba la tienda «La bola de oro», y mostraba en el pequeño escaparate tiras bordadas, calcetines de algodón, hilo en ovillos y carretillas, broches, horquillas, jabón de olor, polvos, botines, tejido al crochet y loros de trapo. Los géneros se reducían al lienzo común para ropa interior de pobre, al tocuyo tosco y amarillento, al percal barato y de colores vivos, y a una que otra variedad de velo de monja para mantos de poco precio.

Don Serafín era el alma más candorosa de la tierra. Se arruinaba lentamente tras del mesón; pero sin perder su encantadora sonrisa, modales amabilísimos, su generosidad innata y su fina cortesía. Si alguna mujer le pedía la llapa, al meter la tijera en el lienzo, corría como media vara más el corte y daba después el vigoroso rasgón sin importársele un ardite. Si un chico lloraba de aburrido mientras la madre regateaba largamente un corte de ocho varas de percal, corría él a la vidriera y cogiendo un loro de trapo se lo obsequiaba para calmarle la pena. Si una sirviente volvía desolada a devolverle tres varas de tocuyo, porque era de otra clase el que le habían encargado, recibía el trozo y daba del otro, guardando el inservible pedazo para algún pobre. Y en fin, lo que menos tenía don Serafín eran cualidades para comerciante.

Muchas veces, al caer la tarde, su vecino de la esquina, un simpático italiano, natural de Parma, dueño del almacén de abarrote «La estrella parmesana», se le acercaba en mangas de camisa, despeinado, sudoroso, pero aún no cansado de la fatiga del día, y le charlaba una media hora.


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6 págs. / 10 minutos / 73 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Juan Neira

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Neira era el capataz del fundo de Los Sauces, extensa propiedad del sur, con grandes pertenencias de cerro y no escasa dotación de cuadras planas. Cincuenta años de activísima existencia de trabajo, no habían podido marcar en él otra huella que una leve inclinación de las espaldas y algunas canas en el abundante pelo negro de su cabeza. Ni bigotes, ni patillas usaba ño Neira, como es costumbre en la gente de campo, mostrando su rostro despejado, un gesto de decisión y de franqueza, que le hacía especialmente simpático. Soldado del Valdivia en la revolución del 51, y sargento del Buin en la guerra del 79, el capataz Neira tenía un golpe de sable en la nuca y tres balazos en el cuerpo. Alto, desmedidamente alto, ancho de espaldas, a pesar de su inclinación y de las curvas de sus piernas amoldadas al caballo, podía pasar Neira por un hermoso y escultural modelo de fuerza y de vigor.

Enérgica la voz, decidido el gesto, franca la expresión, ¡qué encantadora figura de huaso valiente y leal tenía Neira! Su posesión estaba no lejos de las casas viejas de Los Sauces, donde he pasado muy agradables días de verano con mi amigo, el hijo de los propietarios. La recuerdo como si la viera: un maitén enorme tendía parte de sus ramas sobre la casita blanca con techo de totora; en el corredor, eternamente la Andrea, su mujer, lavando en la artesa una ropa más blanca que la nieve; una montura llena de pellones y amarras colgada sobre un caballete de palo; y dos gansos chillones y provocativos en la puerta, amagando eternamente nuestras medias rojas que parecían indignarles.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Justa y Rufina

Fernán Caballero


Cuento


Capítulo I


Lo bello es lo que agrada a la virtud docta y culta.

De Maistre.


Ni los padres que forman a sus hijos según ellos mismos, ni los preceptores que pretenden desenvolver sólo las inclinaciones naturales, logran sus fines. De este conflicto eterno entre la naturaleza y la vida, se puede inferir que hay una mano poderosa y oculta que educa tanto a las naciones como a los individuos.

Schlosser.


La vida presente no es sino una transición, una prueba, pero no un término.

Desnoiresterres.


La hermosa y distinguida marquesa viuda de Villamencía, sentada en el cierro de cristales de su gabinete, fijaba su triste y lánguida mirada en su hija, que en medio de la habitación estaba jugando con otras criaturas de su edad. Esta niña, que tenía cinco años, era el tipo de una pequeña nilis, con su con su tersa y alba tez y sus rubios cabellos, que flotaban en gruesos rizos sobre sus espaldas desnudas; las miradas de sus ojos azules eran tan dulces, que se volvían tristes cuando se fijaban. No siempre es dulce la tristeza; pero la dulzura por lo regular es triste, puesto que siempre se siente oprimida por la fuerza, o lastimada por la soberbia, o herida por la dureza, o acongojada por la lástima.

Frente a esta niña había otra como de siete años, cuyo tipo era vulgar. Su rostro era basto y moreno; sus ojos negros y grandes hubiesen sido bellos, si la mirada audaz, curiosa, sostenida y molesta que les era propia, y que con desenfado clavaba su dueña en cada persona y en cada objeto, no los hubiese hecho sobremanera desagradables y repulsivos.


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37 págs. / 1 hora, 6 minutos / 91 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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