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Cañuela y Petaca

Baldomero Lillo


Cuento


Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cambiadores

Baldomero Lillo


Cuento


—Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?

—Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.

—¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!

—Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.

Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.

—Ha de saber usted —comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor— que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.

Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Juan Fariña

Baldomero Lillo


Cuento


Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de…

Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.

En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas habitaciones.

Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.

Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Irredención

Baldomero Lillo


Cuento


Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recogiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones y se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia y hermosura, más que por su simbólico traje, había sido durante algunas horas la reina de la noche.

Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre y satisfecha. El baile había resultado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de más valía: la nobleza de la sangre, del dinero y del talento, desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia.

Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración y de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal profusión por todo el palacio, que parecía una nevada color de rosa caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces, derramándose sobre los tapices y haciendo desaparecer bajo sus carmenadas plumillas la soberbia cristalería de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvían las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros y orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso y los asistentes al baile no se cansaban de elogiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea genial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacía en evocar los detalles de la magnífica fiesta.

Sí, aquel pensamiento originalísimo había sido de ella, únicamente de ella, y no podía menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los durazneros en floración que existiesen en sus fincas.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Fenómeno Inexplicable

Leopoldo Lugones


Cuento


Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía. vino en mi auxilio.

—Conozco allá —me dijo— un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación…

Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Caballos de Abdera

Leopoldo Lugones


Cuento


Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos.

Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Hallazgo

Baldomero Lillo


Cuento


Cuando Miguel Ramos, carpintero del taller de reparaciones, abrió la puerta del cuarto y salió al corredor del vasto galpón, su ancha y rubicunda faz se iluminó con una sonrisa de júbilo. La tarde se presentaba espléndida para la pesca. Una ligera neblina cubría todo el amplio espacio que abarcaban sus ojos. Por el sur, a la orilla del mar, en una elevación del terreno, las construcciones de la mina destacaban a la distancia sus negras siluetas, y por el norte, siguiendo la línea de la costa, se distinguía vagamente a través de la bruma la faja gris del litoral.

Más bien bajo que alto, de recia musculatura, el carpintero era un hombre de cuarenta años, de bronceado rostro y cabellos y barba de un negro brillante. Obrero sobrio y diligente, distinguíanlo con su afecto los jefes y camaradas. Pero lo que daba a su personalidad un marcado relieve era su inalterable buen humor. Siempre dispuesto a bromear, ninguna contrariedad lograba impresionarle y el chiste más ingenuo lo hacia desternillarse de risa.

En los días de descanso sus entrenamientos favoritos fueron siempre la caza y la pesca, por las cuales era apasionadísimo. Hijo de pescadores, no se había separado jamás de las vecindades del mar, que ejercía sobre él una atracción invencible. Los domingos, en esas mañanas neblinosas del otoño y del invierno, cogía su escopeta de dos cañones y seguido de su perro Buscalá íbase a tirar a los zorzales y a las tencas en los matorrales y bosquecillos que, en todo el largo de la costa, oponían su verde y débil barrera a la marcha invasora e incesante de las dunas.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Ahogado

Baldomero Lillo


Cuento


Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado y se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un remo y lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. En seguida se encaminó a la popa, apoyó en ella su espalda y empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda y el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la ligereza de una pluma. Tres veces repitió la operación.

A la tercera recogió el remo y saltó a bordo del esquife que una ola había puesto a flote, empezó a cinglar con lentitud, fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva, como si soñase despierto.

Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surgía en su espíritu, luminosa, clara y precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra y algunos presentábanle una faz nueva hasta entonces no sospechada. Poco a poco la luz se hacía en su espíritu y reconocía con amargura que su candorosidad y buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Cruz de Salomón

Baldomero Lillo


Cuento


Aquella noche, la tercera de la trilla, en un rincón de la extensa ramada construida al lado de la “era”, un grupo de huasos charlaba alegremente alrededor de una mesa llena de vasos y botellas, y alumbrada débilmente por la escasa luz del candil. Aquel grupo pertenecía a los jinetes llamados corredores a la “estaca” y entre todos descollaba la arrogante figura del Cuyanito que, llegado sólo el día anterior, era el héroe de la fiesta. Jinete de primera línea, soberbiamente montado, habíase atraído desde el primer instante todas las miradas por la gallardía de su apostura y su gracejo en el decir. Excitado por el vino, relataba algunas peripecias de su accidentada vida. Él, y lo decía con orgullo, a pesar de su sobrenombre era un chileno a quien cierto asuntillo había obligado a trasponer la cordillera con alguna prisa.

Tres años había permanecido fuera de la patria cuyo nombre había dejado bien puesto en las palpas del otro lado. De ello podía dar fe la piel de su cuerpo acribillada a cicatrices. Al llegar a este punto de la conversación, de su tostado y moreno semblante, de sus pardos y expresivos ojos, brotaron llamaradas de osadía.

Envalentonado con los aplausos y las frecuentes libaciones, poco a poco fue haciéndose más comunicativo, relatando hechos e intimidades que seguramente en otras circunstancias hubiérase guardado de referir.

El corro en derredor de la mesa había engrosado considerablemente cuando, de pronto, alguien insinuó al narrador:

—¡Cuéntenos el asuntito aquel que lo hizo emigrar a la otra banda!

El interpelado pronunció débilmente algunas excusas, pero la misma voz con acento insinuante repitió:

—¡Vaya, déjese de escrúpulos de monja! ¡Aquí estamos entre hombres que saben cómo se contesta a un agravio! ¡Son cosas de la vida…! Por supuesto que habrá por medio alguna chiquilla.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Víspera de Difuntos

Baldomero Lillo


Cuento


Por la calleja triste y solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo se arremolina y penetra en las habitaciones por los cristales rotos y a través de los tableros de las puertas desvencijadas.

El crepúsculo envuelve con su parda penumbra tejados y muros y un ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una y otra racha: es la voz inconfundible del mar.

En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el rostro apoyado en las palmas de las manos, la propietaria parece abstraída en hondas meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras ropas, con la cabeza cubierta por el manto, habla con voz que resuena en el silencio con la tristeza cadenciosa de una plegaria o una confesión.

Entre ambas hay algunas coronas y cruces de papel pintado.

La voz monótona murmura:

—…Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros empañados ya por la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, y me dijo con un acento que no olvidaré nunca: “¡Prométeme que no la desampararás! ¡Júrame, por la salvación de tu alma, que serás para ella como una madre, y que velarás por su inocencia y por su suerte como lo haría yo misma!”

La abracé llorando, y le prometí y juré lo que quiso.

(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido agudo y la voz plañidera continúa:)

—Cumplía apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos, tan dulces, como los de la virgencita que tengo en el altar. Hacendosa, diligente, adivinaba mis deseos. Nunca podía reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente, pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y contra todo lo que provenía de ella, se anidó en mi corazón.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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