Textos más vistos publicados el 30 de agosto de 2022 | pág. 3

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fecha: 30-08-2022


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La Hija del Patrón

Javier de Viana


Cuento


A Juan Carlos Moratorio.


Don Baldomero Mendieta, aunque educado en la ciudad, sentía por el campo un cariño y una atracción que le hacían permanecer casi todo el año en la estancia, llevando la vida ruda del paisanaje.

En su establecimiento, montado a la antigua, el confort brillaba por su ausencia: con refinamientos de ciudad, el campo no le parecía campo a don Baldomero. El amargo tomado en el fogón, en charla con los peones y el asado comido a dedo, desde el asador clavado en la tierra, hacían su delicia.

El viejo edificio de material abrigado por media docena de ombúes centenarios negreaba por los cuatro costados y no tenía ya ni una ventana con vidrios, ni una puerta que cerrara, ni una habitación que no se lloviese. En el patio, enorme como cuadra de cuartel, crecían a gusto los "yuyos" y no era difícil encontrar entre ellos culebras pardas y víboras rosadas que en los estíos combatían con las gallinas y los gatos.

Todo eso le importaba poco al patrón, harto familiarizado con las intemperies y tan poco amigo de lujos que solía decir:

—No me agrada andar con traje nuevo porque me impide recostar a gusto en cualquier parte.

Iba ya en los cuarenta y cada vez placíale más aquella existencia campechana, en medio de sus gauchos y sus chinas. Sus viajes a la capital tornábanse menos frecuentes y más breves.

—Cuando vuelvo a la estancia después de una semana de ciudad—contaba,—respiro con la satisfacción del caballo al que desensillan y largan al campo después de un galope de treinta leguas. Mis deseos serían no salir nunca de aquí, no volverme a poner más zapatos de charol, pantalón, cuello, corbata, guantes, toda esa fastidiosa indumentaria indispensable para cumplir las aún fastidiosas obligaciones sociales.

¡Propósitos humanos!...


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Maceta

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Por entonces no había hombre verdaderamente elegante en Madrid que no se ocupase de Justa un día siquiera por semana. No crean ustedes, sin embargo, que esta Justa fuese alguna constelación del mundo: era una hermosa joven de veintidós años; morena, con buenos ojos, mucha gracia y gran resolución en su manera de decir y de andar. Pero sólo era planchadora. Nadie como ella daba lustre á la tabla de una pechera ni á los puños de una camisa.

Vamos al caso.

Justa vivía en aquel año por este tiempo en la calle del Rubio, en un cuarto segundo de una de esas casuchas que todavía dan á Madrid carácter de villorrio de la Mancha. El balcón de esta casa ofrecía generalmente un aspecto risueño, pues estaba todo colgado de lienzos blanquísimos. El sol se recreaba en aquella blancura, y cuando Justa, con los brazos desnudos y el negro pelo mal cogido, salía para tender ó recoger la ropa, se recreaba más todavía.

Pero el día de la Vírgen del Carmen, el sol, al dar en aquel balcón muy de mañana, tuvo un placer más que de costumbre, porque vió allí puesto sobre una tabla de pino que corría cubriendo toda la barandilla, un tiestecito, encarnado como si fuese de coral, en cuya negra tierra se alzaba con fresquísima pomposidad una planta de albahaca en flor.

Todos conocen esta planta: sus florecillas de labios rizados y como con almenas; con sus hojas ovales, lisas, sencillas, enteras y sostenidas por pezones... En la verbena se venden tiestecillos de estas matas á cientos, y no hay rico ni pobre, ni vieja ni doncella, que no compre alguno para adornar las ventanas, las rinconeras ó el altar de la casa.

Estas matitas son tan pequeñas y tan redondas, que más que plantas parecen grandes flores verdes. La albahaca es, en efecto, la flor de la mujer pobre—flor que crece, se madura y perfuma con sol ardiente;—muy al contrario de la camelia—flor que pide aire tibio, media sombra, estufas y fanales.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Nochebuena de Periquín

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Dedicado á Isabelita Roma Ratazzi.

I

En aquella noche de velada universal, el placer se ocultaba, como el ascua entre la ceniza, detrás de las paredes: en el fondo de los palacios y de los chiribitiles; bien cerradas las puertas, mejor cerradas aún las ventanas. Ni sonar de panderos, ni redoblar de tambores, ni chirriar de chicharras.

¡Aquel siempre glorioso aniversario del Nacimiento del Hijo de Dios fué todo nieve, silencio y soledad en las calles!

¡Veinticuatro de Diciembre! En esta noche de redención tiene derecho á compartir nuestra cena y á calentarse al fuego de nuestro hogar el mendigo más miserable.

Sin esta costumbre de la piedad cristiana... ¿qué hubiera sido de Periquín?

¡Periquín! Seguid esas huellas que dos pequeños pies descalzos han dejado sobre la nieve, y le encontraréis.

Si, es Periquín: el lazarillo de Roque el ciego, un rapaz de ocho años; endeble, enfermizo, de rubio, abundante y enmarañado cabello. Parece un esqueleto que se revuelve entre harapos.

Pero no creáis que Periquín es uno de esos granujas que viven y crecen abandonados en las calles, con el sello de la abyección en la frente, desde su más tierna edad predestinados para el vicio y el crimen. Es pobre, es solo y está desamparado; pero en sus grandes ojos azules, hechos á llorar desde el nacer, llenos de miedo hacia los hombres y las cosas del mundo, transparentase la serenidad de un alma toda dolor y toda inocencia.

¿Por qué Periquín se encuentra en la calle y no en la buhardilla de Roque? O ¿por qué Roque no está, como de costumbre, al lado de Periquín?


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Oruga

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


El maestro de escuela de Carrizosa paseaba una tarde junto al río, cuando vió á una chiquilla pobrísimamente vestida con los pies metidos en el agua y tratando de alcanzar algo, sirviéndose de un junco.

La chiquilla era delgada y graciosa; su rostro, moreno y pálido; sus ojos, negros.

—¿Qué haces, muchacha?—la preguntó.

Ella volvió la cabeza y miró con cierto susto la cara larga, la nariz puntiaguda y las antiparras con armadura de plata de don Hilarión.

—¡Mírelo usted, señor!—contestó ella.

El miró. En el agua, tranquila y limpia, sólo vió una oruga que retorcía sus anillos membranosos y movía su escamosa cabeza con evidentes señales de disgusto. ¡No era aquél su elemento!

Don Hilarión, el primero y único naturalista de Carrizosa, opinó que aquella oruga correspondía indudablemente á la familia de mariposas de la col.

—Veamos. Tú quieres alcanzar con el junco esa oruga, ¿eh? ¿Y para qué?... ¿Para matarla?

Entonces la niña, que se había tranquilizado, porque la voz y el gesto de don Hilarión revelaban un bondadoso natural, dijo:

—Señor, miraba yo el agua de este remanso por a veía algún pececillo, cuando de pronto ha caído desde alguna rama (y alzó la cabeza) esa oruga; es muy lea, tan lea que me da miedo; pero hace tales contorsiones, debe sufrir tanto, que he cogido este junco y trato de alcanzarla y salvarla. Pero el junco es corto y no llego. ¡Si usted, que tiene los brazos tan largos, quisiera!...

El maestro se echó á reir paternalmente. Le hizo gracia la salida. Y he aquí á don Hilarión arremangándose el puño de la americana y extendiendo el brazo y el junco hasta llegar á la oruga.

—Vaya, señorita, ya está salvado el náufrago. Y en el extremo del junco, agarrándose con su docena de patas, agitándose con movimientos convulsivos, salió del agua la oruga.

La chiquilla batió palmas de júbilo.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Lo que es Imposible

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Menelik ha enviado de regalo un elefante al presidente de la República francesa.

Y puesto que Toby es hoy el favorito de París, y lo que á París le interesa conmueve al mundo, quiero que mi cuento de hoy sea, para mayor carácter, un cuento elefantino.


Allá en tiempos remotos y en una de las más feraces regiones de la India, hubo un príncipe famoso por cruel y por fiero.

Y eso que la India de aquel tiempo era madre natural de la servidumbre. El brahma, es decir, el hijo predilecto del Destino, tenía derecho á cuanto existía sobre la tierra; la vida de los demás hombres era don de su generosidad. Y el paria sabía que había nacido para los oficios más vergonzosos y repugnantes.

—¡El vientre de los animales feroces es lo que debes tener por cementerio!

Esto es lo que decía el brahma.

¡Pero aquel príncipe era más atormentador de los suyos que pudieran serlo las panteras negras de la tierra del Sur, y el oso del Himalaya, y el león de Katiavar, y el aligator de los pantanos y la serpiente cobra de los bosques del Ganges!

Y aquellos indios, hechos á vivir en el dolor y en la miseria y en el desprecio, decidieron rebelarse.

El viejo Maisur los congregó á los representantes de las tribus por medio de emisarios escondidizos, como las víboras, y una tarde se reunieron en uno de los templos que allá en la negrura húmeda de los bosques tienen aún sus divinidades.


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¡Mientras Haya Rosas!

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Pocos días después se la llevaban á la quinta del pueblo. Creían que de este modo no podríamos vemos. Pero no fué así. Dejé pasar una semana, y al octavo día tomé el caballo y á las dos horas estaba yo en los alrededores de la quinta.

Bonito edificio, recién levantado, blanco y lindo como un jarrón de porcelana. Sobre la cúpula del mirador se alza una veleta que figura un gallo. Jazmines, enredaderas y madreselvas son ligeros marcos de las ventanas y balcones. La entrada central tiene cuatro peldaños de granito. La verja es de hierro. Hay pocas flores. En cambio está rodeada de grandes árboles.

Empecé á dar vueltas con precaución en derredor de la verja. ¡Si se asomase! ¡Si pudiese hacer que supiese mi llegada! Esto decía yo cuando sentí que me tiraban de la cazadora. Me volví trémulo como un ladrón cogido en el robo. Un chiquillo me presentaba una cartita.

La carta decía:

«¡Al fin has venido! ¡Te esperaba! Todos los días subo muchas veces al mirador y me paso las horas muertas mirando hacia el camino de Madrid.

»Te esperaba, sí... Por aquella cinta blanca que se pierde entre dos llanuras verdes, he visto un punto negro que nadie sino yo, querido Juan, hubiese conocido que era un hombre á caballo.

»¡Has estado avanzando un siglo sin moverte, alma de mi alma! ¡Debías comprar otro caballo más ligero!

»¡Basta hoy no he comprendido bien lo que es la vela de un barco que aparece en el horizonte, y llena ella sola, con ser tan pequeña, toda la extensión del mar!

»Desiertos campos de una comarca odiosa, ¡qué animados, qué encantadores sois ahora!

»¿Será él?—me preguntaba.—Sí—contestaba mi corazón,—¡él es!


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¡Muchas Flores!

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La afición á las flores es cosa de hace pocos años en Madrid. Cuando yo era pollo eran raras y caras.

Había jardines públicos; los había en algunos palacios; pero... mucho verde, ningún aroma. Un trocito de campo encerrado entre tapias.

Los balcones, sin macetas; las mujeres, en ellos, sin una flor.

Allá por los barrios antiguos—en casa con escudo de armas en piedra y señal sobre el yeso de haber habido un retablo—sacaba el pecho algún balcón de hierros torcidos, sobre eses de hierros floreados; y en este balcón alborotaban la tristeza de la calle muchos húmedos tiestos. Y en espirales de hojas y colores subía formando marco mucha enredadera. Balcón de niña bonita, de pintor, de poeta, bajo el cual hubo hace siglos canciones y cuchilladas, del cual se hablaba en Madrid como extraño capricho; admiración del monocle de los ingleses; ¡escarcela de la primavera, oratorio del amor y fiesta de colores y de aromas, de la alegría y de la juventud!

Pero el Madrid central era diferente. Los balcones estaban adornados con las muestras de los dentistas y de los prestamistas, nada más; y para regocijo de la luz y del aire, los paños menores de la sociedad distinguida...

Las flores eran raras y caras, como he dicho. Pero como el lujo y la vanidad son tan madrileños, las flores debían popularizarse. Fue de moda viajar por países donde la flor tiene derecho de ciudadanía; fué de necesidad para ser persona tener un hotel, tener una villa; hubo exposiciones de flores y plantas; súpose que había en el extrajere quien pagaba miles de francos por un tulipán... Fueron muchas las estufas y sin número las jardineras. Y flores tenemos; y ahora las fachadas de las casas parecen faldas de baile con prendidos de bouquets, y no hay vestíbulo sin jarrones con plantas, ni hay salón que no reviente en rosas y claveles por las rinconeras.


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Sólo por Verla

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La cervecería donde yo suelo tomar un bok por las tardes, está enfrente de uno de nuestros grandes hoteles.

Ayer, cuando ya sentado y servido fijé los ojos en la fachada del hotel y en uno de sus balcones, me quedé asombrado.

¡Qué mujer! Era alta, esbelta, de anchos hombros, graciosísima en sus movimientos y no tendría veinte años. Su cabeza era pequeña, pero sus cabellos negros estaban peinados en forma de magnifico turbante. Sus ojos eran negros también y formaban con las cejas dos enormes manchas de sombra.

Su traje era claro, sencillo, elengantísimo, y podía ser parisiense, inglés, alemán ó ruso. Como ella.

Porque era difícil saber á primera vista el país de aquella extraordinaria belleza.

En el balcón, sobre una linda silla, había una maceta; un rosal chiquito con dos ó tres rosas, y el tiesto era de barro, pero con cerco de oro puesto sobre un plato del mismo metal; y más arriba, á la altura de la mano, colgada de una escarpita, había también una jaula de forma chinesca, en la cual revoloteaba un pájaro de colores.

Tiesto y jaula eran, pues, de la desconocida. Viajaban con ella; anunciaban sus aficiones, su sensibilidad, su amor á la Naturaleza, á la poesía. No era únicamente una mujer hermosa, la más hermosa de todas; era un corazón femenino. Yo le presté en un instante las delicadezas infinitas de la flor y las facultades ascensionales del pájaro.


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