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Los Relojitos

Daniel Riquelme


Cuento


No hay por qué negarlo.

La expedición a Lima era el sueño de nuestro Ejército, un sueño tropical poblado de visiones encantadoras.

Considerábase a la inquieta y galante ciudad de los Reyes como el término natural y glorioso de la ya larga campaña; así al menos se creía entonces.

Ella tenía que ser la justa recompensa, el desquite debido a tantos sacrificios y fatigas.

Con tal diamante debía cerrarse la espléndida corona de cien victorias.

Esto por el lado del patriotismo.

Por cuenta privada, era Lima para la imaginación de cada uno algo como un pedazo de aquel cálido paraíso prometido por Mahoma a sus devotos.

Veíanla rosada y ardiente al través de las llamaradas de un incendio que ardía en todas las cabezas.

De su seno parecían venir, soplando sobre todos los corazones, vientos cargados de babilónicas promesas: las bocanadas tropicales que maduran la caña y el café, abrasadoras y libidinosas como besos de mulata cortesana.

—¡Lima!

—¡Lima!

Y qué sueño más patriótico a la par que caballeresco, si la Patria y el Amor son la empresa que en su alma lleva escrita todo guerrero de buena ley, que clavar la hermosa bandera de Chile en las torres y palacios de la metrópoli enemiga y probar un poco la renombrada sal de sus hijas, las andaluzas enteras y verdaderas del Pacífico.

Otro combate, el último y después... ¡Lima!

El viejo cuento de las princesas encantadas.

Mucho más prometía por Aspasia la juventud de Atenas.

Fue, pues, que por todo eso y otro tanto que no digo, que el campamento de Lurín, tras apresurada carta testamentaria a los lejanos deudos, tuvo un aire vivo de dieciocho, desde que circuló la orden de alistarse para marchar sobre la ciudad prometida.

Se hubiera creído que todos acababan de obtener de su amada una ansiada cita.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Rotos y los Santos

Daniel Riquelme


Cuento


Un diario de provincia ha dado cuenta de cierto grave suceso ocurrido en el pueblo de X (más vale callar los nombres), en una de las noches de la semana que acaba de pasar con tan larga cola de calamidades.

Varios ladrones penetraron a la iglesia; se sustrajeron lo más valioso del sagrado ajuar y, no contentos con tal profanación, cometieron todavía otra mayor, arrastrando las imágenes de Dan José y de la Virgen hasta la plaza pública, poco menos que desnudas, donde en tal guisa, ala siguiente mañana, mostrolas el sol y pudo verlas el escandalizado vecindario: a ella, con cigarrillo en la boca, y a él con un naipe de las manos.

Una devota que oyó el caso, respetable señora que sostiene que no hay en Chile otros rotos descreídos que los soldados de la última campaña, en la cual, a su juicio, todos dejaron allá su sólida fe y devoción antiguas.

—¡Alguno de esos que han andado por el Perú! —dijo al punto la señora, son esa propensión a lo temerario que suele ser el pecado constitucional de muchas devotas.

No era dable contradecirla allí mismo, pero lo hago ahora —lejos de sus religiosas iras— en la convicción de que tales ladrones y bellacos, si bien pueden haber estado en el Perú y ser hasta peruanos de nacimiento, no son ni han sido soldados de nuestro ejército.

No niego que las necesidades de la guerra, crueles necesidades que a las veces se elevan a la altura de ese menester supremo de la conservación, que no reconocer pan duro, vino malo, ni mujer fea, que es como decir no tiene ni ley ni Dios, han puesto a nuestros rotos en el duro trance de echar mano de las cosas sagradas en más de un caso ciertamente; pero la historia severa e imparcial, que guarda en sus anales las acciones de los hombres, así generales como reclutas, puede testimoniar que aquéllos, aun en los más tristes extremos, supieron hermanar la necesidad con la devoción, que se supone perdida.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Thomson

Daniel Riquelme


Cuento


Si todos decimos sencillamente Thomson, como se dice Prat y Condell, es porque hay en esa brillante trinidad de la moderna marina nacional un parentesco de heroísmo que les coloca en un mismo altar.

Igual es con ellos el acero de las espadas y el oro de los corazones.

Caído el uno en el fragor del combate, hubiéranlo reemplazado sucesivamente los otros, sin que el enemigo, la fama ni la patria advirtieran más diferencia que los ímpetus que alienta la venganza.

Thomson era el mayor en años, galones y servicios. Prat parecía serlo por la serenidad del valor reconcentrado en sí mismo.

El valor de Thomson y de Condell era radiante como la gloria y enamorados de ella ambos se burlaban temerariamente de la muerte, que se llevó a los tres en edad temprana.

Thomson fue bautizado con la pólvora, ya que no con la sangre del combate, en que la Covadonga arrió su bandera delante de la Esmeralda y desde aquella fecha, medio borrada ahora por la mano del tiempo y las uñas de la diplomacia, parecía a todos que su ilustre jefe, don Juan Williams Rebolledo, el héroe de aquel combate, le había adoptado cual hijo predilecto en la carrera del mar. La gloria del veterano atraía al joven, que le había tomado como el modelo más hermoso del hombre y del guerrero.

El viejo, por su parte, olfateaba en el porvenir al león, que iba a nacer de aquel mozo, y acaso se veía a sí mismo en la talla gigantesca y en el alma generosa y sin miedo de esa juventud plantada a su sombra de encina real.

Por eso, a nadie extraño de gaviota, Thomson llegó en la falúa de gala al costado de la goleta; subió solo con su espada, y desde el centro de la cubierta, desnudando allí su acero, pronunció sin jactancia las palabras sacramentales:

—¡En nombre del Gobierno de Chile tomo posesión de esta nave!


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Alma Enferma

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

Toda la tarde estuvo Eudoro, la cabeza entre las manos, los ojos perdidos en no sé cuál lejanía de ensueño, muy lejos de sí mismo, en una escapada melancólica al país de los recuerdos.

Estaba triste, muy triste. Por la primera vez amaba de veras, y su amor era la causa de su pena. Ese amor no podía vivir. Lo mataba la inopia. Y el pensamiento del joven, adolorido, se fue á los buenos tiempos de la infancia.

El recuerdo es amargo y embriagador como el ajenjo. La memoria de las cosas pasadas, de los amores muertos, de las viejas alegrías, es de una voluptuosidad dolorosa. Eudoro pensó en su padre, en el gallardo militar muerto de cara al enemigo, en pro de su bandera. Tuvo envidia de aquella desaparición luminosa. El hijo del héroe sintió la nostalgia de la gloria. Sentía vagas aspiraciones hacia esa dulce quimera. Retoño de una aristócrata, que despreció siempre las clases bajas, y de un soldado, que despreció siempre la vida, Eudoro sentía cómo se alzaban en su corazón desdenes atávicos, cumbres de orgullo, doradas nieblas de vanidad. Estas nieblas, ahora rompidas por la miseria, no eran sino trágicos girones; estas cumbres, fulminadas por el dolor, ardían; estos orgullos, enfrenados, se encabritaban como potros cerriles.

Nacido en cuna de oro, criado en la opulencia, gozando una primera juventud color de rosa, Eudoro, como la Porcia de Musset, vivió:


Ignorant le besoin, et jamais, sur la terre,
Sinon pour l'adoucir, n'ayant vu de misère.
 


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Baquedano y la Mula de Montero

Daniel Riquelme


Cuento


Se han escrito tales cosas, últimamente, sobre la batalla de Tacna, el general Baquedano y el entonces coronel Velásquez, que, a la verdad, más eran para contadas por los ciegos de Lima que no por los de Santiago.

Cierto que Baquedano no fue un genio militar; pero debe decirse al propio tiempo que de este rango no los hubo ni en las guerras de la Independencia, y que en toda la América latina, desde Bulnes exclusive, no se ha conocido en ella muchos generales que resulten superiores al general chileno.

Porque el hecho incuestionable es que Baquedano, como militar, sabía tanto cuanto sabían los militares de su tiempo, y si otros habían visto y leído más y acaso alguno hubiera podido hacerlo mejor, nadie podrá negar, si alguna elocuencia tienen los hechos consumados, que él solo en esa misma América, podía decir, parodiando al héroe griego:

—¡Mis hijas son Tacna, Chorrillos y Miraflores!

También entre las filas de los que en edad le seguían, brillaban talentos distinguidos, que habían estudiado en Europa, o sin salir del país, tenían acopiada una instrucción profesional muy superior a al que aquí corría; pero ni a ellos mismos habríaseles ocurrido ambicionar la jefatura del Ejército.

Antes por el contrario, todos estaban satisfechos de que los mandara Baquedano, a quien respetaban profundamente, subyugados chicos y grandes por el prestigio de su vida inmaculada como ciudadano, y como soldado sin miedo y sin reproche.

Por lo demás, nuestros antiguos militares, algunos de los cuales más tarde y con gloria hasta el generalato, ganaban las batallas sin muchos libros.

Años atrás murió de vejez, ya que no al peso de sus galones que no eran más que cuatro, un conocido veterano de la patria vieja, y de él se contaba que, siendo instructor de su cuerpo, decía a los soldados:


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor de Luzbel

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Cuando Zantigua franqueó la entrada en el gabinete, daba cima á un poema galante Luzbel, adorable poeta cuyas estrofas vuelan como irisadas mariposas; poeta gentil que cincela serventesios á modo de joyas; poeta cuyos cantos, llenos de juventud, rebosantes de vida, empapados de sentimiento, vibran como cuerdas de arpa, enternecen como caricias de mujer, fulguran como perlas de rubí, como zafiros luminosos.

Zantigua avanzó hasta el poeta. Luzbel, sumergido en éxtasis beatífico en la contemplación de su obra, llena todavía el alma con la música de sus versos, no advirtió la presencia de su amigo. Este puso la diestra en el hombro del poeta. Luzbel se volvió un poco sobresaltado.

—¡Oh, tú! Siéntate.

Pero Zantigua no obedeció; antes bien, plantándose enfrente de su amigo, mirándolo al rostro con fijeza, una sonrisa maliciosa en los labios y en los ojos, le dijo:

—¡Poeta, vengo á reírme de tí!

—Conmigo, dirás.

—No, mi querido poeta, vengo á reírme de tí.

Esta resolución del leal compañero de juventud fue tan peregrina al bardo; era tan burlesca la mirada de Zantigua, que Luzbel de súbito se sintió presa de un acceso de hilaridad; acceso que contagió al otro, de suerte que por espacio de unos momentos ambos se desternillaron de risa. Se reían con una risa estúpida de muchachos ó de locos; risa que era en el escritor, asombro, burla en Zantigua.

Cuando hubo concluído aquella tempestad de buen humor, cuando aquel simoun violento de alegría pasó, y los rostros se serenaron, el recién llegado interrogó maliciosamente á su amigo:

—¿Desde cuándo no ves á Carmen?

La pregunta, fulminada sin preámbulos, no extrañaba al poeta; de seguro nada inaudito tenía para él.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Coronel Soto

Daniel Riquelme


Cuento


Digo coronel Soto, por la costumbre que tengo de verlo en este rango militar, saltado tantas veces, cual cerca vieja, por mezquinos rencores políticos. ¡Pero históricamente, en aquellos tiempos, tiempos heroicos de la patria joven, hoy cuasi olvidados! Don José María 2.º Soto no era más que teniente coronel, comandante de la alegre y renombrado regimiento Coquimbo, hijo de la muy noble provincia de su nombre.

Segundo jefe del mismo cuerpo era el sargento mayor don Marcial Pinto Agüero, y tercero, el de igual clase, don Luis Larraín Alcalde, de modo que no podía estar en mejores manos esa formidable herramienta del Coquimbo, forjada en la patria del cobre chileno, el mejor del mundo.

Ya Baquedano, por esos días, había hecho pasar en su linterna mágica los cuadros de Tacna y Arica. Estábamos, pues, en la antesala de Chorrillos y Miraflores, y nuestro ejército, esperando la señal de sus clarines y tambores, veraneaba alegremente en ese hermoso valle Lurín, cruzado de anchas acequias, cuyas aguas transparentes se deslizaban bajo el ramaje de los sauces e iban para Lima rezongando, acaso prometiendo que le habían de contar a las limeñas que en sus ondas se bañaban desnudos los rotos chilenos.

Y en todo lo demás de la pintoresca ensenada, tupidos cañaverales en los que el viento en las noches simulaba muy traviesamente el rumor mal apagado de una legión que se viene encima, cosa que no me explico por qué no sucedió en terreno tan propicio para sorpresa de la guerra tras ese telón de cañas, como para lances de amor bajo las lánguidas hebras de los sauces encubridores.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Filosofías Truncas

Rufino Blanco Fombona


Cuento


De esas raras equivocaciones tiene el destino. Aquella dama, nacida para musa ó para novia de poeta, no vivía en las estrofas de alguna gentil canción, vivía, gran señora, en un mundo del cual ella no amaba sino la pompa; y esa dulce desterrada de los poemas, consolaba su ostracismo reuniendo en su torno, músicos, novelistas, poetas, espíritus enamorados de la gloria, almas que deslumbra la verde visión de una hoja de laurel.

Esa noche parloteaban alegremente los invitados, en el saloncito carmesí. Eran hasta cinco personas: la señora, tres escritores y un viajero, recomendado de un amigo distante, y que venía de países muy remotos.

Se hablaba de todo. Se narraron sensaciones de libros y de viajes. Se picó en las ideas, como colibríes en cálices de flores.

La dama presidía. Su gentileza dejaba caer sonrisas, rosas de sus labios; y repartía miradas, besos de luz. Y eran, miradas y sonrisas, lauro lisonjero de aquella como justa.

Los escritores, á las veces, no se entendían. Bañados en el resplandor de una estrella, se tropezaban al buscar, los ojos en el cielo, la misma luz bienhechora.

Se habló de vanidad.

El novelista no negaba la suya.

—Mi vanidad es sonora como un órgano, decía.

El crítico, alma escéptica, se comparaba con Leonardo de Vinci, con Miguel Angel, con los más hermosos genios latinos y concluía porque nada que él hiciese valdría la pena.

El escéptico no se daba cuenta de su yerro. En su confesión de humilde había un rayo cegador de vanidad. El no se comparaba con los mediocres, ni siquiera con los buenos; se comparaba con los mejores y negaba la luz de su ingenio porque no ardía como un sol.

El crítico exclamaba:


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Juanito

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

La casa, una antigua construcción española, de muros eminentes, pesadas puertas, ventanas guarnecidas por balaustres de fierro, tenía aspecto monacal; aires como de mansión á cuya sombra paseaban frentes meditabundas cubiertas de níveas tocas; pies descalzos, hechos á correr tras la cruz; almas blancas, cuna y albergue de las melancolías. Pero no; allí no habitaba la santidad sino la industria. Aquella no era casa de oración: de sus techos sólo surgía el himno del trabajo.

El caserón hacía esquina: por la una calle dos grandes puertas daban acceso á un detal de jabones; por la otra una verja, antes dorada, siempre de par en par y cuyos barrotes festoneaba una enredadera de cundeamor, permitía la entrada en la mansión del jabonero.

En el pueblo la casa no se nombraba de otra suerte sino «la jabonería». Su dueño y habitante era un industrial enriquecido que abastecía con su comercio de jabones los pueblos comarcanos.

Una noche, á cosa de las nueve, estaban en la sala de la jabonería dos personas: la una, viejecita de cabello nevado, rostro plácido, manos y piernas rígidas, sobre una silla giratoria y rodante, en un rincón de la pieza, dormitaba. Leía la otra persona á la luz de una lámpara, en el centro del salón. Era un hombre todavía joven, de complexión robusta, tez mate, ojos y barba negros, cabello ensortijado, aspecto burgués. Vestía blusa y pantalones de dril obscuro; los pies, metidos en pantuflos de grana, fulguraban con el oro de los bordados.

Todo en aquel hombre estaba diciendo cómo era él un rico de provincia. La propia sala llena de baratijas, adornos del peor gusto, mostraba ser el búcaro de aquella flor silvestre, flor de estambres dorados pero sin aroma.


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La Batalla de «los Futres»

Daniel Riquelme


Cuento


Nuestro Ejército no contaba con Miraflores, la famosa batalla a la cual don Isidoro Errázuriz dio el nombre de batalla de «los futres» en un brindis que pronunció en el Hotel Maury de Lima, en la tarde del 17 de enero de 1881, consagrando con tal apodo el heroico y pundonoroso comportamiento con que jefes y oficiales enaltecieron aquella memorable acción.

Cierto que en el Cuartel General se preparaba para todo evento y más cierto todavía que el coronel Lynch, sin apearse de su potro obscuro, desde las puertas mismas de Chorrillos se afanaba por prevenir toda sorpresa, ordenando a cada rato:

—«Ocupen esas cerrilladas» por las alturas que dominaban el valle y el caserío del pueblo.

Y cuidados semejantes desvelaban a los demás jefes.

Pero todo eso era más bien, a lo que creo, el cumplimiento de elementales preceptos del arte de la guerra, que temor verdadero de que el enemigo tornara a levantarse después de aquella tunda que resultaba ser —viendo el campo— más que de manos de arrieros yangüeses.

Por otro lado, visible era también que nuestras tropas, cubiertas de gloria, pero rendidas de fatiga, deseaban largo reposo.

Luego el instinto de la vida y su cortejo de pasiones —todo olvidado un momento ante el amor supremo de la Patria— volvía impetuosamente a los corazones con el ansia con que tornan a su nido las aves que dispersa una tormenta.

El espectáculo mismo de los horrores sembrados sobre el campo de la batalla, clamaba con igual fuerza por la paz en nombre de la humanidad.

No habría, pues, por qué no contar aquí que nuestros soldados saludaron con hurras al tren engalanado de banderas blancas que en la mañana de 14 entró a Chorrillos, conduciendo a los mensajeros de la paz.

Sólo se firmó una tregua, pero ella era su comienzo a juicio de todos.

La luz del día 15 vino a reír sobre la fe de esa tregua y las esperanzas de tal paz.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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