Textos más populares esta semana publicados el 31 de agosto de 2022 | pág. 2

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fecha: 31-08-2022


12

Justicia Humana

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Victoriano Martínez.


Ya no se veía más que un pedacito de sol,—como un trapo rojo colgado en las crestas agudas de la serranía de occidente,—cuando don Panta, echando la caldera sobre el rescoldo y el mate al lado, apoyando en el pico de aquella la bombilla de éste, ordenó al decir:

—Vamos p'adentro, qu'el día está desensillando.

Cruzaron el patio, entre ortigas, malvabiscos, vértebras y canillas de carnero; y tras un puntapié dado al perro que dormitaba junto a la puerta y que salió gritando y rengueando, patrón y huéspedes entraron en el comedor de la estancia.

Los tres invitados rodearon la mesa y permanecieron de pie, el sombrero en la mano, los brazos caídos inmóviles.

En eso entró la patrona, una china adiposa y petiza que andaba con un pesado balanceo de pata vieja. La saludaron; los gauchos pidieron permiso para quitarse los ponchos y las armas; se sentaron; la peona trajo el hervido; cenaron. Durante la comida, la patrona se mostró disgustada, y no era para menos ¡no había podido entablar una conversación! Primero habló de la mujer del pulpero López, que era una gallega sucia, y los invitados respondieron a coro:

—Sí, señora.

Luego dijo que las hijas de don Camilo se echaban harina en la cara, no teniendo para comprar polvos y reventaban pitangas para darse colorete; y los gauchos tragando a prisa un bocado, atestiguaron diciendo:

—Sí, señora.

Después manifestó la mala opinión que tenía de la esposa del vecino Lucas; su indignación por la haraganería de las hermanas Gutiérrez; la repugnancia que le causaba la mujer de Fagúndez y el asco que sentía por la barragana del comisario. Y los invitados mascando, mascando, respondían siempre:

—Sí, señora.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Hay que Ser Justo

Javier de Viana


Cuento


A Coelho Netto.


Al montar a caballo, en la enramada, don Mateo díjole al capataz Lucero:

—Anda marcando esos cueros lanares, que tal vez el pulpero García los mande levantar esta tarde... Fíjate bien en la pesada qu'el galleguito es como luz p'hacer mentir a la romana... Yo vi'a dir hasta el fondo el campo pa bombiar cómo anda la invernada chica.

Sin esperar respuesta, don Mateo arrancó al trote y a poco desapareció en el vallecito inmediato.

Iba caviloso. El objeto de su salida al campo no era visitar la invernada, sino aislarse, buscando la solución del asunto que le traía preocupado desde meses atrás: tratábase del noviazgo de su hija Mariana con el capataz Lucero.

Ambos se querían. Lucero, era un excelente muchacho, muy trabajador, muy honrado, que había crecido en su casa y a quien profesaba un afecto paternal. Él no veía inconveniente ninguno en esa unión, a la cual su esposa oponía una resistencia inquebrantable.

¿Por qué?... Podía invocar como única razón, la pobreza del mozo; pero ante ella, don Mateo le había recordado que, treinta años atrás, la hija del rico hacendado Luciano Pérez, había concedido su mano al gauchito Mateo Sosa, peón de su padre, y sin más caudal que un par de caballos, un regular apero y un bien ganado renombre de laborioso y honesto. Se casaron y fueron enteramente felices. Luego, el argumento era inaplicable, y doña Eduviges no lo aplicaba, como no aplicaba ninguno. No quería ese casamiento; simple y llanamente, no lo quería, empacándose ahí su obstinada negativa.

—¡Eso no es justo, canejo!—vociferaba el buen paisano, que tenía el sentimiento innato de la equidad. Toda su moral reposaba en ella. Cualquiera acción, hasta el asesinato, hasta la venganza atroz, se disculpan si "son justas". El ofendido tiene siempre derecho a castigar, a matar. Es justo, aunque lo prohiba la ley, que pena, pero no desagravia.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¿Compriende?

Javier de Viana


Cuento


A Leoncio Monge.


—Hermano ¿cómo es el estilo de aquella décima que cantó el Overito en la reunión de Tabeira?

—No mi acuerdo.

— ¿No es así?

Y Pepe López, apoyado en el mango del hacha, silbó un estilo.

—¿Es ese?

—Puede. No mi acuerdo.

Y cubierto de sudor el rostro color de arcilla, bien afirmado sobre las recias piernas desnudas, Evaristo tornó a levantar el hacha que, con ritmo lento y majestuoso, caía sonoramente sobre el tronco grueso y duro de una arnera.

Pepe López se escupió las manos y continuó embistiendo a su árbol.

Durante un cuarto de hora sólo se oyó el ruido sordo de las herramientos mordiendo la leña viva. El sol caía a plomo sobre la gramilla y las zarzas y los árboles abatidos en el reducido potril. En el contorno, los guayabos, los coronillas, los virarós apretados, estrechadas sus armazones que habían resistido a los zarpazos de los vientos, se inmovilizaban, serenos y nobles, con la tristeza augusta del héroe que va a morir una muerte obscura. Las pavas del monte, escondidas en lo más hondo y obscuro, lanzaban su queja en un canto semejante a un ruego. Muy arriba, en plena luz solar, sobre penachos de los yatays, las águilas permanecían quietas, silenciosas, solemnes, como los últimos representantes de la raza madre en el martillo.

—Hermano ¿m'empresta su tostao pa dentrar en la penca'e Farías?

—No puedo, lo necesito.

—¿Pa matreriar?

—¡Quién sabe!—replicó Evaristo siempre taciturno.

Pepe López meneó la cabeza y siguió hachando.

—¡Me caigo... y no me levanto! —gritó.—¡Siempre ha de haber un ñudo pa un apurao y un bagual pa un maturrango!... ¡Cuasi me desloma este guayabo que se volió pal lao de enlazar como gringo recién llegao!...

Rió, cantó una vidalita, y luego, con el mismo tono irónico y jaranista, preguntó:


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Prosiando

Javier de Viana


Cuento


A Bernardo Maupeu.


Como cueva de peludo era el potrero. Serpeante senda, tan angosta que las zarzas castigaban ambos flancos del caballo, y tan bajamente techada por el entrecruzamiento de las ramazones que debía el jinete mantenerse todo el tiempo echado sobre las crines; larguísima y obscura senda, en parte cortada por canalizos, en sitios obstruida por troncos atravesados, conducía al playo liso, limpio y verde, donde los matreros reposaban en absoluta seguridad.

Afuera, en el campo libre debía estar sobrando luz todavía, porque aún no habían vuelto las palomas de su excursión a los rastrojos, ni cantado la calandria la oración de silencio; pero allí, en el potril diminuto, enmurallado por árboles de veinte metros de altura y con más ramas que hijos tiene un matrimonio pobre, amulatábase el cielo y podía darse por ido el día.

Al pie de un vivaró que se alzaba a manera de torrejón sobre la chusma montaraz, el viejo don Tiburcio y el imberbe Saturno cimarroneaban y proseaban a la espera de los compañeros que salieron al mediodía en busca de carne.

Las circunstancias, el sitio, la hora, todo era propicio a la meditación, a pasar revista al pretérito, desgajando, descascarando, poniendo al descubierto el "cerno" del palo, lo que resiste, lo que perdura, lo que deslinda y orienta.

Decía el viejo:

—Asina es j'el destino 'e los hombre... Pero yo siempre he creído qu'el destino no es un bicho ciego que sacude palo p'acá y p'allá, sin carcular ni eligir, voltiando lo mesmo al inocente y al indino... No; qué querés: no creo. El destino no marca asina no más, al puro ñudo, sino que cuando tira una lechiguana pa un lao y desparrama la yel pal otro, razón no le ha de faltar p'hacerlo.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Venganza de Paula Antonia

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Felipe Luchinetti.


El altillo era una enorme pieza de diez varas de frente por cinco de ancho; y parecía más grande aún con la desnudez de sus muros blanqueados a la cal y con el mísero moblaje, consistente en una vieja otomana pintada de granate, una mesa de luz, un arcón y cuatro sillas. Las dos ventanas que daban al campo permanecían cerradas noche y día; pero, en cambio, estaba siempre abierta la que se abría sobre el patio, a través de cuyos pequeños vidrios Paula Antonia contemplaba, desde el alba hasta el obscurecer, los anquilosados paraísos, el ombú secular, los negros parrales, que hacían curvarse las vigas apolilladas del viejo zarzo, las higueras despeluzadas como cabeza de mulata, y el desconchado brocal del pozo, cuya roldana, herrumbrienta y gastada por el uso, quejábase agriamente durante toda la vigilia.

De la mañana a la noche, mientras hubiese luz, Paula Antonia tenía fijos sus grandes ojos tristes en aquel rincón familiar. En primavera seguía la hinchazón de las yemas, el crecimiento de las ramas, la expansión de las flores; en otoño calculaba el momento en que se desprendería cada hoja muerta; para seguirla en los giros lentos que la conducían hasta el suelo, poniéndola a merced de la escoba; todos los pájaros, lo mismo los espineros, que tenían su morada constante en la cúspide de un paraíso, que los mixtos cantores y los chingolos acróbatas, todos los pájaros eran conocidos suyos; había una urraca, colicorta y con pergeño de chica bohemia, que solía ir en las auroras rojas y frías del invierno a posarse en la reja, golpear el vidrio con las alas y lanzar un canto buenamente burlón, al mismo tiempo que meneaba su penacho gríseo, desflecado, semejante al chambergo de un gaucho vagabundo.


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La Voz Extraña

Javier de Viana


Cuento


A Ricardo Rojas.


En los espesos espinillaros que cubrían, basta ocultar la tierra, las dilatadas llanuras del Pay-ubre, comenzó a escucharse un rumor grave, continuo, cada vez más sensible y nunca hasta entonces oído en la comarca.

Era una extraña voz que venía desde el lejano sur, inquietando a la escasa población montaraz, que no le hallaba semejanza con las voces de los seres ni de las cosas por ella conocidas. A veces parecía un trueno, remotamente estallado; en ocasiones diríase el retumbar de miles de cascos de equinos lanzados en frenética huida; de pronto tenía las rabias del pampero que se hinca en el hierro espinoso de los ñandubays o que zamarrea, sin logran abatirlos, los airosos caradays de la llanura; por momentos recordaba el habla ronca del Corrientes en sus crecidas máximas; a instantes se endulzaba, remendando un coro de calandrias en armoniosa salutación a la aurora; y en determinados momentos era como un áspero rugir de pumas que hacía estremecer los juncos de la vera del río y achatarse las gamas en la oscura humedad de los pajonales.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Leña Seca

Javier de Viana


Cuentos, colección


La tapera del cuervo

A Julio Abellá y Escobar.

I

En la linde del camino, ancho y plano, sobre robusto pedestal de cal y canto, una lápida cuadrangular, de granito tallado, indica el límite uruguayo-brasileño. Diez metros más al norte, sobre diminuta meseta que forma como un balcón de la sierra mirando a la hondonada donde se retuerce el regato, afirma un caserón, bajo de techos, recio de muros y rico en hierros que guarnecen las exiguas ventanas. Es una venda riograndense.

El comercio, propiamente, lo forma una sala reducida y obscura, en cuya añeja anaquelería fraternizan los artículos más heterogéneos, dando pobre idea de la importancia del negocio; pero luego, en salas y galpones adjuntos, las pilas de charque y cueros, los grandes zarzos soportando miles de quesos de todas formas y tamaños, y la profusión de bultos cuidadosamente embalados, denuncian la casa fuerte, rica a la manera de los hormigueros. Las cinco carretas que se asolean junto al guardapatio, contribuyen a robustecer esa opinión.

Yo había llegado esa tarde y debía permanecer allí varios días para la realización de un negocio ganadero. Y había tragado en la jornada una docena de esas leguas brasileñas que se estiran como perro al sol, y estaba harto de trote por caminos en cuyos frecuentes atoladeros era menester tirar as botas para vadearlos. La fatiga y el sueño me rendían; y haciendo poco honor a la feijoada y al arroz hervido de la cena, gané con gusto el cuartejo donde me habían preparado alojamiento, teniendo por cama un catre de guascas, por cobijas mi poncho, por dosel un zarzo lleno de quesos y por compañía, las ratas y ratones que formaban, al parecer, enjambre. Habituado a hospitalidades semejantes, me acosté filosóficamente y el catre crujió con el peso de la fatiga acumulada en diez horas de trote por caminos brasileños.


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¡Dame Tiempo, Hermano!

Javier de Viana


Cuento


A Francisco de Viana.


Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos.

En el concepto gaucho, esto quiere decir que se revolcaban juntos, se rascaban mutuamente y relinchaban a tiempo.

Es posible que mucha gente entienda tanto esto después como antes de la explicación; y entonces será mejor que no siga leyendo, porque tampoco podrá explicarse el conflicto psicológico que se plantea en estás páginas.

¡Bueno! Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos. Peones en la misma estancia, obreros en la misma labor, durante años habían recibido la platita del patrón y los rezongos de la patrona. Juntos se habían achicharrado en los estíos y se habían helado en los inviernos lluviosos y habían dormido juntos, muchísimas veces a campo raso, rondando novillos en las lomas, o hachando coronillas en el bosque; y otras muchísimas habían dormido en el fondo del galpón, sobre cueros de vacunos o sobre fardos de lana, cuerpo contra cuerpo, poncho sobre poncho. En fin, eran como chanchos.

Juan Antonio era huérfano; huérfano como uno de esos talas que nacen entre las piedras sin que nadie los plante.

Indalecio era huérfano, asemejándose su origen al de esos ombúes brotados en las cuchillas como por milagro, sin que ninguna mano humana hubiese cavado un hoyo y depositado una simiente.

Ambos eran guachos; pero con una diferencia: el ombú es siempre solitario, hijo único de un viento vagabundo de un tordo bohemio. Los talas, en cambio, proceden de ovarios prolíferos y generalmente crecen en caterva.

Así, mientras Indalecio era solo como el lucero, Juan Antonio tenía tres hermanos y una hermana. Los hermanos andaban desparramados por ahí, pero Benita se había criado de peona en la estancia.


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E'un Chancho!

Javier de Viana


Cuento


A Luciano Maupeu.


Grande, gordo, barbudo, cabalgando en una yegüita petiza, flaca y peluda, Lucio Díaz llegó en un blanco atardecer de invierno a la estancia de don Filisberto Loreiro Pintos, situada en "Capao de Leao", entre las asperosidades del sur riograndense.

Cerca del galpón, bajo enorme higuero silvestre, sentado en grosera silla con asiento de cuero peludo, el dueño de casa, un viejito endeble, inmensamente barbudo, parecía dormitar. Y cuando el gaucho, deteniendo su cabalgadura, se quitó el chambergo y saludó, él observóle en silencio un buen rato, para mascullar después, sin quitar de los labios el largo y grueso cigarrillo de "río novo", liado en chala, un:

—Abaixa-te.

Lucio desmontó, y, solicitado y obtenido permiso para hacer noche, púsose a desensillar, en tanto el viejo lo observaba atentamente. Cuando, volvió de atar a soga su yegüita, don Filisberto afirmó:

—Tu es o Salao.

—Por mal nombre, sí, señor—respondió Díaz; y el viejo, siempre estudiándolo, interrogó de dónde venía.

—Del Estado Oriental.

—¿Acabau-se a guerra?...

—Entuavía no, señor; pero... ya nu hay caballos!...


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