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fecha: 31-10-2021


23456

Un Poeta Lírico

José María Eça de Queirós


Cuento


Aquí está, sencillamente, sin frases y adornos, la triste historia del poeta Korriscosso. De todos los poetas líricos de que tengo noticia, este es, ciertamente, el más infeliz. Le conocí en Londres, en el hotel de Charing-Cross, en un amanecer helado de diciembre. Había yo llegado del Continente, desfallecido por dos horas de Canal de la Mancha... ¡Ah, qué mar! Y eso que era solo una brisa fresca del Noroeste; mas allí, en la cubierta, por debajo de una capa de hule, con la cual un marino me había cubierto como se cubre un cuerpo muerto, fustigado por la nieve y por las olas, oprimido por aquella tiniebla tumultuosa que el barco iba rompiendo a estruendos y encontrones, parecíame un tifón de los mares de la China...

Apenas entré en el hotel, helado y aún mal despierto, corrí a la vasta chimenea del hall y allí quedé saturándome de aquella paz caliente en que estaba la sala adormecida, con los ojos beatíficamente puestos en la buena brasa escarlata. Y estando así fue cuando vi aquella figura flaca y larga, ya de frac y corbata blanca, que del otro lado de la chimenea, en pie, con la taciturna tristeza de una cigüeña pensativa, miraba también los carbones ardientes, con una servilleta debajo del brazo. Mas el portero había cogido mi equipaje y fue a inscribirme en el bureau. La tenedora de libros, tiesa y rubia, con un perfil anticuado de medalla usada, dejó su crochet al lado de su taza de té, acarició con un gesto dulce sus dos bandos rubios, escribió correctamente mi nombre, con el dedo meñique erecto, haciendo rebrillar un diamante, y ya me encaminaba hacia la amplia escalera, cuando la figura magra y fatal se dobló en un ángulo, murmurándome en un inglés silabeado:

—Ya está servido el desayuno de las siete...

Yo no quería el desayuno de las siete, y me fui a dormir.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

No Hay Patria Fea

Antonio de Trueba


Cuento


I

Hacía más de veinte años que yo ansiaba continuamente volver al valle nativo, ansia á que contribuía no poco la circustancia de no haber vuelto á ver á mis padres, á mis hermanos, á mis compañeros de la infancia, desde que me alejé de ellos casi niño.

Comprendo que el amor al hogar paterno y al valle nativo ha sido siempre en mí una pasión que en lo intensa y, si se quiere, en lo insensata, me ha diferenciado de la generalidad de los hombres, porque me parece que entre cada millón de ellos apenas es posible encontrar uno que sienta esa pasión con la intensidad con que yo la siento. Esta pasión en mí era hija de mi naturaleza, y no de las circunstancias y vicisitudes de mi vida, porque ni en el hogar paterno había dejado delicias materiales de tal magnitud y encanto que fuera imposible olvidarlas, ni lejos de aquel hogar había encontrado miserias y trabajos tan grandes que fuera imposible acostumbrarse á ellos. Más aún: la hermosura real de mi tierra nativa y la fealdad de aquella por que la había trocado no contrastaban de tal modo que justificasen mi ansia por tornar á la primera.

Ahora que he visto satisfecho, hasta cierto punto, mi deseo de vivir donde nací; ahora que mi cabeza se deja dominar menos por mi corazón, y conozco que cuando se escribe para el público es necesario buscar modo de que cabeza y corazón se auxilien mutuamente; ahora comprendo que el corazón embellece muchas cosas que son feas, y afea muchas cosas que son bellas.


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Minómanos y Besugómanos

Antonio de Trueba


Cuento


I

Uno de los últimos días del mes de Diciembre de 1872, en cuya época estaba en toda su intensidad la minomanía en Vizcaya, salieron de Bilbao, apretados como sardinas en tonel, en un desvencijado tílburi, D. Celestino y otros dos minómanos, y se encaminaron hacia las Encartaciones, donde están los montes de hierro de la Cantabria marítima, que admiraron al naturalista Plinio hace cerca de dos mil anos, y en cuyas agrestes y elevadísimas montañas estaba próxima á rugir una caldera de agua hirviendo que arrastrase en pos de sí 2.000 quintales de vena, que en otros tiempos no arrastraban doscientas yuntas de bueyes.

Conforme caminaban, molían á los aldeanos que encontraban al paso preguntándoles si había ó dejaba de haber veneras ó señales de ellas aquí ó allá ó en el otro lado, y los aldeanos, después de contestarles cualquier cosa para salir del paso, apretaban el suyo sonriendo maliciosamente de ellos.

Algunas veces veían en la falda de la montaña peñascos negruzcos, que les hacían dar un grito de alegría creyendo que eran ferruginosos, y saltando del tílburi D. Celestino, que pretendía ser el más inteligente en mineralogía, trepaba allá, y bajaba en seguida desconsolado con la noticia de que el peñasco era arenisco y su color obscuro provenía de la intemperie.

Pero no desmayaban sus risueñas esperanzas con estos desengaños, porque sus esperanzas estaban en una aldea que les habían asegurado era un nuevo Galdames no descubierto aunn por ningún Ochandátegui.


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Los Dos Pepes

Norberto Torcal


Cuento


El sonido vibrante y argentino de la campana, anunciando el fin del trabajo de aquel día, último de la semana, produjo en el taller de serrería mecánica un movimiento general de expansión y alegría, del que sólo podría dar alguna idea la algarabía y bullicio que á la salida de la escuela arman los chiquillos, después de las tres horas de encerrona reglamentaria.

Al eco de aquella voz metálica que en su lengua y á su manera decía á los obreros: Basta, id con Dios y descansad unas horas, todos soltaron las herramientas del trabajo, requirieron el grasiento sombrerillo ó la democrática gorra, y después de pasar por el despacho del principal para percibir la paga de la semana, fueron saliendo á la calle en grupos de dos en dos ó de tres en tres, hablando recio y accionando mucho, alegres, satisfechos y sonrientes, haciendo sonar, al andar, con dulce y sabroso retintín en el fondo de sus bolsillos, los cinco duritos recién cobrados, fruto de los sudores de aquellos seis días.

Detrás de todos, solitario, lento el paso y el aire pensativo, Pepe Fernández, que de propósito parecía haberse quedado el último por esquivar la conversación y alegría de sus compañeros, abandonó el taller, y cerca de la puerta de salida, encontróse de manos á boca con el jefe del establecimiento, el cual le dijo afectuosamente tendiéndole la mano:

—Que los tengas muy felices ya de víspera, Pepe.

—Gracias, maestro, contestó éste, apretando con fuerza la mano aquella vigorosa y peluda que el maestro le presentaba con franqueza. Y sin más palabras ni cumplidos, añadió en seguida: Hasta mañana.

—Qué, ¿te vas sin cobrar?...

—Toma, y es verdad... ¿pues no se me había metido en la cabeza que hoy era viernes?


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La Negra Honrilla

Norberto Torcal


Cuento


A Mr. Ernest Mérimée.


Poco á poco, con rumor de marea en descenso, el coloso de piedra y de ladrillo comenzó á vomitar por sus cien puertas como por otras tantas válvulas ó bocas abiertas á aquella compacta abigarrada muchedumbre que, ebria de sol, de sangre y de vino, hacía retemblar momentos antes las graderías de piedra del tendido con rugidos de fiera y convulsiones de epiléptico.

Ya el interior de la plaza iba quedando silencioso y vacío; los rayos del sol elevándose lentamente, iluminaban la parte más alta de las galerías de la plaza; por entre los arabescos arcos veíanse los huecos inmensos que el público dejaba al retirarse, y abajo en la movediza arena del ruedo, un largo rastro de sangre fresca y roja como recién brotada de la herida, señalaba aún el camino seguido por las mulillas en el arrastre del último toro.

Con los codos apoyados en la barrera y la cara entre las manos, Manolo Rílez, un buen novillero de rostro simpático, franca y noble mirada, chaqueta corta de alpaca y pantalón cedido, estallante en la cintura y amplio en la pierna, contemplaba distraídamente el desfile interminable de la gente.

Así pasó breve rato, y cuando la gritería y confusión de los primeros momentos comenzó á decrecer y apagarse, volvióse á Chavillo, que silencioso y reflexivo permanecía sentado á su vera, y con tono de guasa le dijo:

—Pero hombre, se te van á secar los sesos de tanto cavilar... ¿Piensas pasarte aquí la noche haciendo filosofías y almanaques?

Chavillo por toda respuesta se puso en pie y echó á andar seguido de Manolo. Juntos atravesaron el patio de caballos, donde no había más que dos viejos picadores, que con gran calor y entusiasmo comentaban los lances de la corrida de aquella tarde, y salieron fuera.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Esposa del Sr. de Chantel

José Antonio Román


Cuento


El Sr. Arturo de Chantel despachaba su voluminosa correspondencia, cuando un criado descorriendo el pesado portier, deteniéndose en el umbral, dijo con acento ceremonioso: «Acaban de traer este cablegrama para el señor.» En seguida avanzó hasta la mesa escritorio, colocó encima el papel cuidadosamente doblado y se fué sin nacer ruido.

De Chantel que en esos instantes concluía de escribir una carta y se preparaba á sellarla con su lujoso mono rama de oro que colgaba la cadena del reloj, apenas si levantó rápidamente la cabeza al oir las palabras del doméstico. Después continuó en su tarea, silencioso, abstraído

Hacia el mediodía se sintió fatigado; un calor sofocante, embrutecedor, se cernía en el ambiente de la estancia; el sol en el cenit llameaba como una colosal hoguera. De Chantel abandonó el asiento, abrió una ventana y aspiró largo tiempo el aire fresco y perfumado que venía del cercano jardín. Cuando iba á reanudar su labor reparó en el cablegrama y movido por súbita curiosidad lo abrió presuroso.

Entonces, con grandísima sorpresa, sus ojos recorrieron los siguientes renglones: «Arturo, hoy día parto de Génova y dentro de poco estaré en esa; espérame. Tu Amalia» Creyó haberse equivocado y volvió á leer. Efectivamente su esposa Amalia regresaba de Europa. Y abrumado por la noticia, mirando con aire estúpido la pared, se estuvo largos momentos sin pensar en nada y removiendo entre sus chatos dedos aquel maldito despacho


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José Matías

José María Eça de Queirós


Cuento


¡Linda tarde, amigo mío!... Estoy esperando el entierro de José Matías —del José Matías de Albuquerque, sobrino del vizconde de Garmilde... Usted lo conoció seguramente: un muchacho airoso, rubio como una espiga, con un bigote crespo de paladín sobre una boca indecisa de contemplativo, diestro caballero, de una elegancia sobria y fina. ¡Y espíritu curioso, muy aficionado a las ideas generales, tan penetrante, que comprendió mi Defensa de la Filosofía Hegeliana! Esta imagen de José Matías data de 1865; porque la última vez que le encontré, en una tarde agreste de enero, metido en un portal de la calle de San Benito, tiritaba dentro de una levita color de miel, roída en los codos, y olía abominablemente a aguardiente.

¡Pero usted, en una ocasión en que José Matías detúvose en Coimbra, volviendo de Oporto, cenó con él en el Pazo del Conde! Hasta recuerdo que Craveiro, que preparaba las Ironías y Dolores de Satán para irritar más la disputa entre la Escuela Purista y la Escuela Satánica, recitó aquel soneto suyo, de tan fúnebre idealismo: En la jaula de mi pecho, el corazón... Y recuerdo todavía a José Matías, con una gran corbata de seda negra hinchada entre el cuello de lino blanco, sin despegar los ojos de las velas de los candeleros, sonriendo pálidamente a aquel corazón que rugía en su jaula... Era una noche de abril, de luna llena. Después paseamos en bando, con guitarras, por el Puente y por el Choupal. Januario cantó ardientemente las endechas románticas de nuestro tiempo:


Ayer de tarde, al sol puesto,
contemplabas silenciosa
la corriente caudalosa
que retozaba a tus pies...


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Historia de una Cruz

Antonio de Trueba


Cuento


I

Una tarde de Agosto, justamente un mes después que los sambernabeses se merendaron la cabra negra, estaba agonizando un anciano de San Bernabé, y el señor Cura le prodigaba sus consuelos.

Allá sobre las cumbres de Ordunte se ponía obscuro el cielo, brillaba el relámpago, y rugía sordamente el trueno.

Era la una de la tardo, y los labradores dormían la siesta en sus casas, esperando á que en la torre de la iglesia sonaran las dos para volver á sus heredades.

La tempestad se iba acercando, como que se cernía ya sobre los campos de Nava, Jijano y el Benón; pero nadie se curaba de ella en San Bernabé, acostumbrado como estaba el vecindario á que el señor Cura diese buena cuenta de ella con sus conjuros

Sin embargo, un grito de terror y asombro resonó en todas las casas al estallar un rayo que derribó la encina mayor del campo, precisamente aquella á cuya sombra había sido merendada la cabra negra, y al sentir el ruido de una nube de piedra como nueces, que rompía las tejas y los cristales de las casas y destrozaba el ramaje de los árboles.

En el momento en que la terrible tempestad se alejaba de San Bernabé, el señor Cura salió de casa del moribundo, entró en la iglesia y tocó á muerto ¡El anciano á quien auxiliaba, acababa de expirar!

Los vecinos salían de sus casas, y dirigiendo la vista á la vega desde las cercanías de la iglesia, prorrumpían en lágrimas y gritos de desolación; era porque el terrible pedrisco había asolado completamente los campos de San Bernabé. Todo, maizales, viñedos, patatas, colmenares, todo, todo había sido destruído.

Muy pronto los lloros y lamentaciones se trocaron en gritos de indignación y amargas reconvenciones, dirigidas al señor Cura porque no había conjurado la tempestad.


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Fray Genebro

José María Eça de Queirós


Cuento


I

En aquel tiempo aún vivía en su soledad de las montañas de la Umbría el divino Francisco de Asís, y ya por toda Italia se loaba la santidad de fray Genebro, su amigo y su discípulo.

Fray Genebro, en verdad, completaba la perfección en todas las virtudes evangélicas. Por la abundancia y perpetuidad de la Oración, arrancaba de su alma las raíces más menudas del pecado y tornábala limpia y cándida como uno de esos celestes jardines en que el suelo anda regado por el Señor, y en donde solo pueden brotar azucenas. Su penitencia durante veinte años de claustro fue tan dura y alta, que ya no temía al Tentador; y ahora, solo con sacudir la manga del hábito, rechazaba las tentaciones, las más pavorosas o las más deliciosas, como si fuesen apenas moscas importunas. Benéfica y universal a la manera de un orvallo de verano, su caridad no se derramaba únicamente sobre las miserias del pobre; más sobre las melancolías del rico. En su humildísima humildad no se consideraba ni el igual de un gusano. Los bravíos barones cuyas negras torres asombraban a Italia, acogíanle reverentemente y curvaban la cabeza ante este franciscano descalzo y mal remendado que les diseñaba la mansedumbre. En Roma, en San Juan de Letrán, el Papa Honorio besó las heridas de cadenas que le habían quedado en los pulsos del año en que en la Mourama por amor de los esclavos, padeciera esclavitud. Y como en esas edades los ángeles aún viajaban por la tierra con las alas escondidas, arrimados a un bordón, muchas veces, trillando un viejo camino pagano o atravesando una selva, encontrábase un mozo de inefable hermosura que le sonreía y murmuraba:

—¡Buenos días, hermano Genebro!


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Ensueño de Absintio

José Antonio Román


Cuento


En la larga mesa, colmada de botellas vacías, destellaba la luz de las arañas de gas, y lujosamente ataviadas, mundanas incitantes, con ruidosa algazara, sostenían con sus gallardas diestras talladas copas llenas de licor, mientras nosotros, estudiantes en parranda, con cínico atrevimiento, ultrajábamos la tersura de sus desnudos senos al compás de canciones báquicas y destempladas. La orgía estaba en su período álgido. Todos hacíamos locuras, todos menos uno, Ricardo, excéntrico y atrabiliario, á quien llamábamos el taciturno.

Fué durante aquella noche un mudo espectador de nuestras locas alegrías, y bebió muy poco. Y cuando el vocerío subía de punto, mezclando bizarramente voces, gritos ó interjecciones, él replegado sobre sí mismo, dejaba vagar su melancólica mirada por encima de la mesa, deteniéndola, ora en los residuos del jerez, donde tumultuosamente refulgían espesos haces de luz dorada é inquieta, ora en la deslumbrante blancura del mantel, donde se perfilaba limpiamente el brazo de un comensal vestido de frac. A los postres, estalló incontenible la risa en todas las bocas, junto con las frases de cálida galantería. La hermosa Berta, una rubia parisiense, cuyo abanico, de caprichosos paisajes, se agitaba con vivacidad cerca de su rostro de miniatura, sublevando los rizos de su frente, se inclinó con seductora indolencia sobre el hombro de Ricardo, y le murmuró al oído tiernas palabras de amor. Entonces, éste, con brusquedad, sin volver la cabeza y sin despegar los labios, contestó secamente: «¡No quiero nada; déjame en paz! »


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