Textos más populares este mes publicados el 31 de octubre de 2021 | pág. 2

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fecha: 31-10-2021


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En las Puertas del Cielo

Norberto Torcal


Cuento


San Pedro estaba realmente intratable.

No soy yo quien con poco respeto á sus venerables canas y falta de reverencia á sus méritos indiscutibles se atreve á calificarle de ese modo; el mismo Señor era quien aquella mañana se lo había dicho en vista de su taciturnidad y mal humor, cosa poco frecuente en él, porque dígase lo que se quiera, la verdad es que San Pedro no tiene mal genio ni es fosco con nadie.

Y conste que su mal humor de aquel día no nacía de exceso de trabajo ó de cansancio en el vestíbulo de la gloria, sino de todo lo contrario. Más de ocho días hacía ya que por allí no se acercaba ninguna persona decente. Todo se volvía chiquillos y más chiquillos, de esos á quienes no hay más que abrirles la puerta y dejarles que entren en el cielo sin cambiar con ellos ni un saludo, ni una palabra.

Apestado estaba ya el celestial portero de ver caras molletudas y cabelleras rubias, ojos azules y alitas blancas, cosa que le alegraba, sí, pero que al fin y al cabo no le dejaba satisfecho ni mucho menos.

Aquello era un fastidio; el pobre San Pedro no tiene otros ralos divertidos que los que se pasa cuando ajusta cuentas con almas de empuje, y aquellas almas no parecían por parle alguna. Además, la gloria misma iba á convertirse en lugar poco agradable, y de continuar por aquel camino las cosas, día iba á llegar en que las gentes de acá abajo, renunciarían al cielo sólo por no verse envueltos de chiquillos, que serán todo lo alegres y hermosos que se quiera, pero que á la corta ó á la larga acaban siempre por aburrir y hacerse insoportables cuando se les trata de cerca y por mucho tiempo.

Jamás había visto San Pedro cosa igual desde que ejercía su importante oficio. ¿Será que Dios no envía ahora á la tierra tantas gracias como antes? se preguntaba á sí mismo continuamente, tratando de explicarse de algún modo fenómeno tan raro.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Una Profesa

José Antonio Román


Cuento


Han corridos ya muchos años.—Una noche leí en El Comercio estos renglones: «Ayer en la mañana, ante numerosa, concurrencia, la bella señorita A... R.. tomó el hábito en el convento de la Encarnación»; luego seguía la descripción de la ceremonia con esa pesada minuciosidad que usan los cronistas al reseñar algún acontecimiento.

¡Me quedé anonadado! ¡Ella de monja! Volví á leer con melancólica amargura el suelto de crónica. Mi hermosa y buena amiga siempre tolerante con mis ideas librepensadoras, ya no existía para mí. El infranqueable muro de la religión nos separaba. ¿Y su nuevo nombre, Sor María de la Soledad, qué doloroso misterio encerraba?

Y lentamente, reconcentrada mi atención, fuí analizando los menores detalles de su vida de joven soltera. Hay multitud de repliegues en el corazón femenino que eluden al más sutil escalpelo del psicólogo. Pero ciertos rasgos generales que desempeñan en la vida íntima el mismo papel que las gruesas y bien negras líneas en los croquis, orientan al observador para que, conocido algo, adivine lo demás.

Ella tuvo en mí un discreto confidente. Sus pequeños disgustos, sus locas alegrías y basta esas contrariedades que surgen en los más tranquilos hogares, todo me fué contado. Poco á poco fuí penetrando en su almita deliciosamente embrollada, conociendo esas nimias inquietudes que al día siguiente de un baile ajan la tersa piel y abrillantan las pupilas, esas transfiguraciones radiosas al desabotonarse los magníficos guantes delante del peinador, una vez vuelta del paseo, esas locuacidades aturdidoras en las que parece briscarse ansiosamente el olvido de alguna idea que obsesiona, seguidas de mutismos feroces, cavilosos, y esas laxitudes ensoñadoras que invitan á la posesión.


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¡San Pedro me Valga!

Antonio de Trueba


Cuento


I

Perico reventaba de gozo cuando tomó la licencia militar, y con ella colocada en un reluciente canuto de hojalata, que pendía de una ancha cinta de seda color de fuego, tomó el camino de su tierra.

Pero el gozo se le cayó en el pozo cuándo en el camino se puso á pensar, primero, que por mucho que estirase el dinero que llevaba, no le alcanzaría para el viaje, y segundo, que después de andar siete años de viga derecha tendría que doblar el espinazo sobre la tierra de pan llevar así que llegase á su pueblo. Sin embargo, después de lanzar un «¡San Pedro me valga, qué trabajillos voy á pasar en la vida de paisano después de pasar tantos en la de soldado!», se tranquilizó y recobró su alegría pensando en Juanilla, que era una chica de su pueblo que le miraba con buenos ojos cuando fué á coger el chopo, y esperaba su vuelta hacía; siete años, resistiendo la violencia del bruto de su padre, que quería casarla con otro porque el otro era más rico que Perico.

Así en el pueblo como en el regimiento era Perico conocido con el apodo de San Pedro me valga, porque esta frase era la muletilla obligada de su conversación, como una blasfemia ó una necedad es la de las tres cuartas partes de los españoles del sexo feo, sin excluir, por supuesto, á los que blasonan de señoritos ó señorones bien educados. Y no se crea por esto que Perico fuese un hombre como Dios manda en punto á creencias y prácticas religiosas, porque desgraciadamente en este punto no tenía el diablo por dónde desecharle.


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El General Manduca

Antonio de Trueba


Cuento


I

Esto sucedió á fines del siglo pasado, en un Estado de Europa cuyo nombre calla la historia, porque esta señora cantó las glorías de la dinastía reinante, y así que cayó aquella dinastía, se dedicó á cantar las glorias de su sucesora, resultando de esto tal embrollo, que nada podemos sacar en limpio los que no queremos mancharnos.

Por aquellos tiempos estaban de moda los filósofos, y si no, que se lo pregunten á Voltaire, á Rousseau, á Diderot, á Catalina II de Rusia y á Federico II de Prusia, que florecieron en aquellos tiempos y pasaban por la flor y nata de la filosofía. Así á nadie extrañará que en el Estado Anónimo (llamarémosle así para que nos entendamos) hubiese un General que pasaba por filósofo.

También calla la historia el nombre de este General, porque la muy tunanta, de tanto como sabía, parecía que no sabía nada; pero yo lo llamaré el General Manduca, nombre compuesto de las locuciones mandar y estar como un duque, de que sale mandar á lo duque, y por último, Manduca, cuyos componentes son atributos esenciales de un General que llega, como llegó este, á Presidente del Consejo de Ministros.

II

El General Manduca tenía ideas muy singulares acerca de la organización y disciplina del ejército de su digno mando.

El General Manduca no quería ver ni pintados soldados voluntarios: todos habían de ser forzosos, y así era que en aquel reino el reemplazo del ejército se verificaba en su totalidad por medio de quintas, con la particularidad de que no se admitía sustituto alguno, y de que como el General en jefe supiese que algún quinto se alegraba de que le hubiese tocado coger el chopo, hacía que diariamente le rompiese el cabo una vara en las costillas á fin de que ansiase volver á su pueblo á destripar terrones.


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Memorias de un Gorrión

Norberto Torcal


Cuento


Yo nací no sé cuando; por consiguiente, ignoro la edad que tengo, aunque juzgando por las cosas que he visto y me han pasado, me figuro que debo llevar ya algunos años en el mundo. Mas si no puedo precisar la fecha exacta ni siquiera aproximada de mi nacimiento, en cambio, me es sumamente fácil el recordar el sitio en que por vez primera abrí mis ojos á la luz del sol.

Fué en las ruinas de un antiguo convento. Allí en una tapia oscura, revestida de verde hiedra, en el profundo hueco de dos carcomidos sillares, colocaron mis padres el nido de sus amores y vieron crecer su prole, nada escasa por cierto, pues éramos seis los gorrioncillos que aquellos abrigaban con el calor de sus alas, y á cuya subsistencia atendían con amoroso anhelo.

Gracias á que la campiña en donde las venerables ruinas se alzaban era harto fértil, y poco tenían que fatigarse nuestros progenitores para encontrar el alimento que en su pico nos traían y nosotros devorábamos con singular apetito alargando nuestros cuellos y sacando fuera del nido nuestras menudas cabecitas.

En los ratos dé ocio, cuando nuestros buches estaban bien repletos, acurrucaditos en el fondo de la redonda cuna recibiendo las suaves caricias del sol, nuestro padre, que era todo un señor gorrión, orondo y de mucho talento, solía entretenernos refiriéndonos largamente la historia y vicisitudes de aquel lugar, en donde por gracia y voluntad de Dios nos había tocado nacer.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

En el Nilo

José Antonio Román


Cuento


La bella Cleopatra, reina del Egipto, rodeada de esclavas, da la última mano á su regio tocado. Desde el balcón de su palacio de recreo, gallarda y viril, vese la flota romana. Marco Antonio llega en ella

En la terraza del intercolumnio de jaspe y balaustrada de mármol, reclinada en muelle triclinio y envuelta en real manto, está la hermosa Cleopatra, el mórbido brazo hundido en el almohadón, mientras una de sus manos ensortija, distraída, su ondulante cabellera. Sus pies, blandamente aprisionados en babuchas cuajadas de piedras preciosas, rasgan con las suelas claveteadas de oro, la sliciomática alfombra de Smirna. Una flotante y sedosa túnica con orlas argentadas y franjas exóticas, modela los encantadores escorzos de su carne de diosa.

A su alcance y pendiente del corolítico ábaco de una columna salomónica se balancea á impulsos de la brisa primaveral un grandioso abanico de plumas bizarras; Cleopatra lo abre, contemplando aburrida el bello paisaje. Su gacela, mimosa y ágil, penetra en la estancia, derriba dos ó tres negrillos y de un salto sube al triclinio apelonándose á sus pies; ella acaricia el suave y mullido pelaje del animal, y palmotea su coposa cabeza.

A su alrededor reina sepulcral silencio. El enjambre de esclavas, sentadas sobre pieles, las cabezas inclinadas, esperan silenciosas las órdenes de su señora. Tres griegas hermosísimas, semi-desnudas, destrenzadas las cabelleras, renuevan el aire con anchurosos abanicos mientras la guardia nubia, fornida y hercúlea, pasea por los anchos corredores A Cefis, la tebana, su esclava favorita, le hace un signo, y al punto multitud de braserillos tintinean al chocar contra el piso de pórfido, y volutas azuladas en caprichosas espirales ascienden lentamente perfumando la estancia.


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El Beso de Elvira

José Antonio Román


Cuento


Hacía una hermosa noche de luna en aquella elegante terraza guarnecida de torneados balaustres de pórfido y esculpidas jardineras de mármol que ostentaban exóticas flores de embriagador perfume. Por entre la columnata percibíase parte del jardín, y las magnolias, al agitarse movidas por la brisa, nos enviaban cariñosamente sus deshojados pétalos un tanto descoloridos. En lontananza sereno, difundiendo sugestiva paz, el cielo se extendía palpitante de luz.

Allí nos encontrábamos reunidos en franca charla alrededor de una frágil mesita, Elvira, nuestra espiritual anfitrión, el pintor Corot y yo tomando té

Una dulce sensación de bienestar inundaba nuestras almas, sellando los labios y haciendo que nuestras pupilas se clavasen extasiadas en lejanos paisajes envueltos en una tenue bruma de plata, que les daba cierto tinte de ensueño. De las tazas de té ascendían blancas nubecillas de humo que semivelaban las correctas y delicadas facciones de Elvira, la cual, pensativa, reclinaba su hermosa cabeza sobre el respaldo del sofá.

De repente, deslumbrándonos con su triunfadora mirada, alzando en alto su taza, la apuró de un sorbo, y al colocarla en el platillo, exclamó:

«Premio con el más exquisito de mis besos al que conmueva hondamente mis nervios imaginando la más abracadabrante fantasía.» Y al concluir estalló en una ruídosa carcajada que hizo estremecerse en su dorada jaula al mirlo que, soñoliento, se columpiaba sobre nuestras cabezas.

Entonces Corot mirándola intencionadamente contestó: Elvira, mío va á ser ese beso; porque le aseguro á usted que mi narración es muy terrorífica. ¿Sonríe usted? Pues bien, hela aquí:


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Los Hipocampos

José Antonio Román


Cuento


Para Ernesto G. BOZA.


Entre las blancas caricias de las espumas, surcando velozmente el mar de un verde tenue, oleoso, nadan en grupo deslumbrador los sedosos y níveos hipocampos, las crines sueltas y los ojos brillantes. En el cielo, de un suave color de zafirina, entre movedizas nieblas de oro, luce radiosa una clara luna primaveral, que deja en las inquietas aguas su fulgurante estela.

Piafan gozosos los corceles marinos al sentirse azotados por las turbulentas ondas; sus lustrosos flancos se adornan con irisadas é hirvientes grecas, que les dan un extraño y fantástico aspecto en medio de la tranquila, solemnidad de la alta noche.

¿Adónde va el bullidor rebaño levantando con su furioso galope diamantina polvareda? ¿A qué grandiosa conquista; á qué inaudita pesquería vuela presurosa la blanca legión casqueada de oro y sujetando en la diestra el pesado é invencible arco, mientras la siniestra blande fieramente la maciza lanza?

Van muy lejos; más allá de esa isla solitaria y misteriosa que cierra como broche cabalístico el mágico horizonte, á la triunfal captura de seductoras nereidas. Y fué el legendario dios Océano, quien sacudiendo su antigua cabellera, blanqueada por los siglos, y haciendo fulgurar sus grandes ojos de incomparable esmeralda, les envió á tan peregrina expedición

Al punto, ardiendo en fogosa impaciencia, apenas cubriendo las robustas espaldas por grises pieles de focas, lanzaron su grito de guerra y partieron animosos bajo el comando de un viejo tritón, cuya estruendosa trompa acallaba el resonante mugido de las olas.


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La Sra. Marionnette

José Antonio Román


Cuento


Fué aquel un crepúsculo luminoso, desfalleciente, que llenaba el espíritu de honda melancolía. El cielo plácido, puramente azulado, rasgueado por el incierto vuelo de alguna retardada ave, se extendía sobro nuestras cabezas. A lo lejos, por una abierta ventana, veíamos pasar los carruajes, bulliciosos, naciendo retemblar las piedras.

Bebíamos cerveza con lentitudes de sibarita. Y en los polvorosos aleros de los edificios los dorados reflejos de un sol poniente.

Adoptando una muelle posición levantó su pálido rostro en el que un temprano é incurable hastío había dejado dolorosas huellas, y con su voz dulcemente triste, un tanto cansala, empezó mi amigo así:

—Es al concluir la gran calle que, tortuosa, conduce á la Exposición, donde ella vive. Casi todas las tardes, negligentemente apoyada en su balcón contemplando el desfile de los paseantes solía verla yo. Y horas enteras, trajeada de rojo, se estaba allí con su actitud de ídolo inciensado, con su extraña sonrisa de Astarté-Astaroth, mientras á sus pies, ensordecedores con su áspero traqueteo ritmado por el chillador silbato del conductor, los sucios y pesados tranvías se deslizaban arrastrados penosamente por Hacas bestias. En aquella gente que se apiñaba en las banquetas, sudorosa, tostada lentamente por el sol, clavaba ella sus miradas de hembra ansiosa.


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