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Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 99 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doña Melitona

Javier de Viana


Cuento


A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.


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Dominio público
17 págs. / 31 minutos / 52 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Espectros (novelas breves)

Leónidas Andréiev


Cuentos, Colección


Los espectros

I

Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev, el subjefe de la oficina de Administración local, había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta, que produjo una suma bastante importante, y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada.

Aunque no tenía aún derecho al retiro, se le concedió, en atención a sus veinticinco años de servicios irreprochables y a su enfermedad. Gracias a esto, tenía con que pagar su estancia en la clínica hasta su muerte: no había la menor esperanza de curarle.

Al comienzo de la enfermedad de Pomerantzev su mujer, de quien se había separado hacía quince años, pretendió tener derecho a su pensión; para conseguirla, hasta hizo que un abogado litigara en su nombre; pero perdió la causa, y el dinero quedó a la disposición del enfermo.

La clínica se hallaba fuera de la ciudad. Al lado del camino, su aspecto exterior era el de una simple casa de campo, construida a la entrada de un bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundo un bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundo piso era mucho más pequeño que el primero. El tejado era muy alto, y tenía la forma de un hacha invertida. Los días de fiesta, para alegrar a los enfermos, se izaba en él una bandera nacional.


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Dominio público
131 págs. / 3 horas, 49 minutos / 166 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Honor

Leónidas Andréiev


Teatro, Drama, Parodia


Se oyen los sones de una música lejana. Una noche estrellada de primavera. Un viejo jardín salvaje, limitado por un ancho foso. Una escalinata ennegrecida y casi en ruinas. Sobre las copas de los árboles se alza la masa sombría del castillo. Todas las ventanas están iluminadas. Sobre el muro almenado acaban de encender barriles de alquitrán, que lanzan fulgores siniestros.

La condesa está sentada sola en un banco de piedra. Lleva un traje blanco, y una pequeña corona adorna sus cabellos. Aparece en la escalinata semirruinosa del castillo del viejo conde. Le precede su fiel servidor, el viejo Astolfo, de aspecto muy semejante al de su amo. Astolfo, encorvado, con una linterna en la mano, le alumbra el camino al conde.

El conde. (Sin ver a su hija, con voz llena de cólera.)—¡Que levanten de nuevo todos los puentes! ¡Que apaguen todas las luces! ¡Que la servidumbre se retire! ¡Que se acompañe a los barones a sus aposentos! Es hora ya de que todo el mundo descanse. Harto hemos esperado al novio, y aunque nos lo ha recomendado el propio emperador, no somos lo bastante ricos para hacer arder toda la noche aceite y alquitrán. ¡Que se apaguen todos los fuegos!

Astolfo.—¿Y cuáles son las órdenes del conde en lo que se refiere a las mesas servidas?

El conde.—¡Que les echen toda la comida a los perros! Pero no: somos demasiado pobres para eso; estamos más hambrientos aún que los perros. No, Astolfo; dales, más bien, a mis barones de comer, pues están no menos hambrientos que yo, y guarda los restos en la cueva. Nos los comeremos después, procurando que duren todo lo posible. Sí, Astolfo, todo lo posible. En nuestra situación hay que ser muy económicos.

Astolfo.—¡A vuestras órdenes, conde!


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Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 86 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cristianos

Leónidas Andréiev


Cuento


La nieve caía tras los cristales; pero en el gran edificio del tribunal hacía calor. Había mucha gente, y los que frecuentaban el tribunal en cumplimiento de su deber—como, por ejemplo, los reporteros judiciales—se hallaban allí muy a gusto. Encontrábanse con sus desconocidos; como en el teatro, asistían diariamente a la representación de dramas—llamados por los reporteros «dramas judiciales»—. Era agradable ver al público, oír el ruido de las voces en los corredores, mezclarse con aquella multitud agitada.

El buffet estaba muy animado. Lo alumbraba ya la luz eléctrica, y sobre el mostrador veíanse cosas muy apetitosas. El público se agolpaba junto al mostrador, y charlaba, comiendo y bebiendo. Los rostros melancólicos que se veían a veces no turbaban la alegría general: al contrario, son precisos con harta frecuencia para hacer más pintorescos el cuadro, sobre todo en lugares donde se representan dramas. Todos contaban que en una de las salas del tribunal acababa de suicidarse un acusado; se oía ruido de cadenas y de fusiles. Un dulce calor reinaba en todo el edificio, y se estaba allí divinamente.

En una de las salas, la animación era grandísima: un proceso pintoresco atraía mucha gente. Los jueces, los jurados, los abogados estaban ya en sus puestos. Un reportero, mientras llegaban sus demás colegas, disponía ante él las cuartillas y examinaba muy contento la sala. El presidente del tribunal, un hombre grueso, de rostro vulgar y bigotes blancos, pasaba revista presuroso y con voz monótona, a los testigos.

—¡Efimov! ¿Cuál es el patronímico de usted?

—Efim Petrovich.

—¿Quiere usted prestar juramento?

—Sí.

—Colóquese entonces a la izquierda... ¡Karasev! ¿El patronímico de usted?

—Andrey Egorich.

—¿Quiere usted prestar juramento?

—Sí.

—A la izquierda. ¡Blumental!


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Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 56 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Ben-Tovit

Leónidas Andréiev


Cuento


El día terrible en que se realizó la mayor injusticia del mundo, en que se crucificó en el Gólgota, entre dos bandidos, a Cristo, ese mismo día, el comerciante de Jerusalén Ben-Tovit tenía, desde por la mañana, un dolor horrible de muelas.

Le había comenzado la víspera, al anochecer. Ben-Tovit experimentó en el lado derecho de la mandíbula, en la muela contigua a la del juicio, una sensación singular, como si se le hubiera elevado un poco sobre las otras; cuando la rozaba con la lengua, sentía un ligero dolor. Pero después de comer, la molestia pasó, Ben-Tovit la olvidó y acabó de tranquilizarse con el cambio de su viejo asno por otro joven y vigoroso, negocio que le puso de buen humor.

Durmió con un sueño profundo; pero, al amanecer, algo vino a turbar su sueño. Se diría que alguien llamaba a Ben-Tovit para algún grave asunto. No pudiendo ya resistir aquella inquietud, se despertó y se dio cuenta al punto de que tenía dolor de muelas. Entonces era un dolor franco y claro, muy violento, un dolor agudo e insoportable. Y no se podía ya comprender si lo que le dolía era la muela de la tarde anterior o las demás contiguas a ella. Toda la boca y toda la cabeza le dolían, como si estuviese mascando millares de clavos ardiendo. Se enjuagó la boca con un poco de agua del cántaro; durante unos momentos el dolor se aplacó, y Ben-Tovit experimentó una ligera tirantez en las muelas. Dicha sensación, comparada con el dolor de hacía un instante, era incluso agradable. Ben-Tovit se acostó otra vez, se acordó de su nuevo asno y pensó que sería del todo feliz a no ser por el dolor de muelas. Trató de volver a dormirse. Pero cinco minutos después el dolor comenzó de nuevo, más cruel que antes. Ben-Tovit se sentó en la cama y empezó a balancear el cuerpo acompasadamente. Su rostro adquirió una expresión de sufrimiento, y en su gran nariz, que había palidecido, apareció una gota de sudor frío.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 60 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Hombre Original

Leónidas Andréiev


Cuento


Un corto silencio reinó entre los comensales, y en medio del murmullo de las conversaciones, alrededor de las mesas lejanas y del ruido ahogado de los pasos de los criados, que traían y llevaban los platos, alguien declaró con voz dulce y tranquila:

—¡A mi me encantan las negras!

Antón Ivanich, el subjefe de la oficina, por poco si deja caer la copa de vodka que se llevaba a los labios; un criado dirigió al que había pronunciado tales palabras una mirada de asombro; todos volvieron la cabeza para ver quién había dicho aquella cosa extraña. Y todo el mundo vio la carita con bigotito rojo, los ojillos opacos y la cabecita cuidadosamente peinada de Semen Vasilievich Kotelnikov.

Durante cinco años habían trabajado con él en la oficina; todos los días le daban la mano al llegar y al marcharse; todos los días le hablaban; todos los meses, después de cobrar, comían con él, como aquel día, en un restorán, y, no obstante, se les antojaba que aquel día lo veían por primera vez. Lo vieron y se llenaron de extrañeza. Observaron que no era feo del todo, a pesar de su absurdo bigote y sus pecas, semejantes a las salpicaduras de barro lanzadas por un automóvil. Observaron también que no vestía mal y que llevaba un cuello muy limpio.

El subjefe, después de fijar largamente su mirada de asombro en Kotelnikov, dijo:

—Pero Semen...

—¡Semen Vasilievich!—pronunció con cierta dignidad, Kotelnikov.

—Pero Semen Vasilievich, ¿le gustan a usted las negras?

—Sí, me gustan mucho.

El subjefe miró con ojos de pasmo a todos los empleados sentados a la mesa, y soltó la carcajada:

—¡Ja, ja, ja! ¡Le gustan las negras! ¡Ja, ja, ja!

Y todos se echaron a reír, incluso el grueso y enfermizo Polsikov, que no se reía nunca. El mismo Kotelnikov se rió, un poco confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: el de que aquello le causase disgustos.


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9 págs. / 16 minutos / 98 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

¡No Hay Perdón!

Leónidas Andréiev


Cuento


Una estudianta. Muy joven, casi una niña. La nariz fina, linda, no formada aún completamente, como la de los niños, un poco arremangada; los labios también son infantiles, y parece que exhalan olor a bombones de chocolate. Los cabellos son tan abundantes y sedosos, cubren su cabeza de una manera tan graciosa, que al mirarlos se piensa sin querer en mil cosas amables: en el cielo azul sin nubes, en las canciones primaverales de los pajarillos, en el florecer de las lilas. Se piensa también, al admirar esta bella cabeza de muchacha, en los manzanos florecientes, bajo los que se busca sombra en un medio día de verano, y que dejan caer sobre el sombrero, sobre los hombros y sobre los brazos pétalos delicados color de nieve y rosa.


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21 págs. / 37 minutos / 61 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Bellas Sabinas

Leónidas Andréiev


Teatro, Comedia, Sátira


Las bellas sabinas

Nota del traductor.—Esta comedia es una sátira escrita contra el partido político ruso de los «cadetes» (constitucionalistas-demócratas), cuya acción se caracteriza por la indecisión, la falta de audacia y la prudencia exagerada, rayana en lo ridículo. En vez de luchar abiertamente por la libertad del pueblo, apelaban al buen sentido del gobierno, invocaban razones jurídicas y humanitarias, se conducían, en fin, como los «sabinos», tan magistralmente pintados por Andreiev en esta piececita.

Cuadro primero

Un lugar salvaje, completamente inculto. Comienza a despuntar el día. Romanos armados salen de detrás de la montaña, arrastrando a las sabinas robadas, bellas mujeres, medio desnudas, que se resisten, gritan, muerden las manos de sus raptores. Sólo hay una que permanece del todo tranquila, y se diría que duerme en los brazos del romano que la lleva. Lanzando exclamaciones de dolor, los romanos dejan en tierra a las sabinas y se apresuran a apartarse, ahogados de fatiga. Las mujeres poco a poco se calman, miran desde lejos con desconfianza a los romanos y cambian en voz baja impresiones.


Conversación de los romanos


—¡Por la cabeza de Hércules! Estoy cubierto de sudor y parezco una rata de río. Creo que la mía lo menos pesa doscientos kilos.

—Has hecho mal en coger a una mujer tan gorda. Yo he cogido una pequeñita, delgada, y...

—Sí; pero, con todo, veo que tiene buenas garras. Llevas en el rostro señales abundantes.

—¡Tiene garras de gata!

—Todas parecen gatas. He tomado parte en cien batallas; he recibido sablazos, bastonazos, pedradas, hasta murallazos, y nunca he pasado un rato tan malo. Sospecho que ha desfigurado mi bella nariz romana.


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29 págs. / 51 minutos / 119 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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