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La Canción de Oro

Rubén Darío


Cuento


Aquel día un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo.

Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre orintal hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego las lunas venecianas, los palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto, que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bonnat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y más allá…

* * *

( Muere la tarde.

Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado, negro y rojo. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansión, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de fusta arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche ).

* * *


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4 págs. / 7 minutos / 762 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Palacio del Sol

Rubén Darío


Cuento


A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

Ya veréis, sana y respetables señoras, que hay algo mejor que el arsénico y el fierro, para encender la púrpura de las lindas mejillas virginales; y que es preciso abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, cuando llega el tiempo de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean, en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas.

Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecer, en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas.

—Berta, te he comprado dos muñecas…

—No las quiero, mamá…

—He hecho traer los Nocturnos…

—Me duelen los dedos, mamá…

—Entonces…

—Estoy triste, mamá…

—Pues que se llame al doctor…

Y llegaron las antiparras de aros de carey, los guantes negros, la calva ilustre y el cruzado levitón.

Ello era natural. El desarrollo, la edad… síntomas claros, falta de apetito, algo como una opresión en el pecho… Ya sabéis; dad a vuestra niña glóbulos de arseniato de hierro, luego, duchas. ¡El tratamiento!…

Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos y duchas al comenzar la primavera, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, que llegó a estar fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

* * *


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4 págs. / 8 minutos / 2.629 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuentos Pequeñitos

José Zahonero


Cuentos, colección


A D. Ramón de Campoamor

Como es antigua costumbre de los que escriben libros acogerse á la protección de magnánimos príncipes que han gozo en dispensarla para bien de las artes y provecho de la república; pido á vuecelencia acoja este mi libro de los Cuentos Pequeñitos: no rica, sino humildemente vestido, pero sin manchas que puedan deshonrar sus páginas, va á rendirse á vuecelencia que es príncipes de la poesía castellana, y aun pienso que por derecho divino, pues dotó Dios á vuecelencia de portentosa inspiración, con más que lo es por el universal sufragio de las aclamaciones y de los aplausos.

No rindo yo vasallaje á otros príncipes, que soy antiguo y probado republicano. Es vuecelencia mi maestro, pues ensenó la manera de expresar en pequeñas composiciones ideas y sentimientos nobles y elevados, y aunque yo no haya sabido hacerlo, el intento revela buenos deseos, y si con estos no puedo disimular mis ciertos méritos, aguijan mi animo de tal modo que reducen á la nada mis muchas desventuras.— De Madrid á 4 de Marzo de 1887.


Criado de vuestra excelencia,


José Zahonero.

Dos palabras al lector

No existe ya el amigo que mayor deseo mostró de ver publicados estos cuentos, y solo por cumplir con un sagrado deber publicamos el prólogo que para ellos había escrito, toda vez que en los inmerecidos elogios que en él se prodigan al autor, resalta sobre manera la bondad de corazón del Sr. D. Antonio del Val.


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209 págs. / 6 horas, 5 minutos / 122 visitas.

Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Rey y el Bufón

José María Roa Bárcena


Cuento


A Ipandro Acaico

Prólogo

El esqueleto de este cuento ha sido exhumado de los libros ingleses de caballería del siglo XIII. El autor, más aficionado a las limpias y frescas pastas modernas que al polvo de los cronicones, halló el asunto en el Curso de literatura francesa de Villemain, quien descubre aquí el germen del estilo joco-serio que llaman humorístico los britanos; «que constituye —dice el mismo escritor francés— el principal mérito de Swift y de Sterne, y parece pertenecer a un pueblo ilustrado, que se ocupa en sus negocios y que se sirve del ingenio para aguzar el buen sentido y no para darle de mano».

Tal estilo, que distingue a Carlos Dickens, el primer novelista hoy, no es, sin embargo, peculiar a los ingleses, puesto que le hallamos en Cervantes, el primer novelista de todos los tiempos; y en el género de literatura española que Lesage explotó y mejoró trasplantándolo a Francia. Si suele no agradar a académicos graves ni a críticos exigentes, halaga a toda la gente de buen humor. Mucho hay que decir en pro de la unidad de tono; pero su variedad ameniza y divierte, imita a la naturaleza, es trasunto de la vida humana y, lejos de excluir, refuerza sutiles enseñanzas. Las mejores frutas de otoño para mi paladar son las agridulces; si tú, lector, prefieres otras, cierra el libro. En todo caso, el prólogo de este cuento y de los que siguen tiene el mérito de ser corto, y de no referir vidas propias ni ajenas.

Vísperas sicilianas

No se trata aquí de la degollación de franceses, ni de vísperas en que haya habido la menor efusión de sangre.


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10 págs. / 19 minutos / 95 visitas.

Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Buondelmonti

José María Roa Bárcena


Cuento


I

En el tiempo a que va a referirse nuestra narración, o sea a principios del año 1215, cautivaba en Florencia las voluntades y corazones una joven llamada María, perteneciente a la casa noble de los Amidei. Habíanle dado sus padres educación hasta cierto punto superior a su época, pues Florencia distaba mucho de alcanzar el esplendor y la fama que más tarde conquistó y que la hicieron considerar como el emporio de la civilización y de las artes. Pero si las cualidades que el mundo aprecia más comúnmente habían atraído sobre María Amidei la atención y el aprecio generales, su excelente corazón daba todavía mayor realce a su belleza. Caritativa con los pobres, amorosa con su familia, religiosa por excelencia y dotada de un espíritu elevado, la posesión de su corazón y de su mano era considerada como la suprema felicidad por los jóvenes florentinos, y muchos de ellos trataron, en vano, de hacer a María partícipe de sus amorosos sentimientos.


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15 págs. / 27 minutos / 86 visitas.

Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Noche al Raso

José María Roa Bárcena


Novela corta


Manuscrito hallado entre papeles viejos


Al conde de Bassoco

I

Cuando aún no había caminos de hierro entre nosotros, ni eran fáciles los medios de transporte, y el invento de Fulton solía verse anunciado, como si dijéramos en figura, por un par de bueyes soñolientos que más de una vez remplazaron a los cansados troncos de mulas en el tiro de carruajes; allá por los años de 1840, para acabar con esta perífrasis, venía de Orizaba a Puebla, con todo y la polvienta funda de manta, de rigor, un coche ocupado por los siguientes personajes:

Un procurador o agente de negocios, de enjuto y avinagrado rostro, de traje negro y algo mugriento, y cuyo desaliño, se sintetizaba, digámoslo así, en las enlutadas y largas uñas, parte integrante de los utensilios de su profesión; y que chocaban entonces, por no verse, como ahora, en las manos de los más atildados mancebos, y aun de las más bellas damas.

Un militar retirado, con una pierna de menos y muletas y dos o tres cicatrices demás; de los que en tiempo de la insurrección se batieron al lado de Rosains, o acompañaron en la cueva tradicional a don Guadalupe Victoria, fomentándole sus sueños de dicha doméstica y patriótica, cifrados, según lenguas mordaces, en casarse con una india de Guatemala y ser uno y otra coronados rey y reina de América, como entonces se decía.

Un aficionado a la pintura, que desde su juventud había sido almonedero en México, en la calle de la Canoa.

Por último, un hacendado actual, boticario retirado del oficio, con buenos pesos extraídos de la zarzaparrilla y la borraja; cuyo aspecto hacía recordar el ruibarbo, y cuya levita parecía haber probado muchos años atrás todos los ungüentos de la farmacia.


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64 págs. / 1 hora, 52 minutos / 119 visitas.

Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Lanchitas

José María Roa Bárcena


Cuento


El título puesto a la presente narración no es el diminutivo de lanchas, como a primera vista ha podido figurarse el lector, sino —por más que de pronto se le resista creerlo— el diminutivo del apellido Lanzas, que a principios de este siglo llevaba en México un sacerdote, muy conocido en casi todos los círculos de nuestra sociedad. Nombrábasele con tal derivado, no sabemos si simplemente en señal de cariño y confianza, o si también en parte por lo pequeño de su estatura; mas sea que militaran entrambas causas juntas, o aislada alguna de ellas, casi seguro es que las dominaba la sencillez pueril del personaje, a quien, por su carácter, se aplicaba generalmente la frase vulgar de «no ha perdido la gracia del bautismo». Y, como por algún defecto de la organización de su lengua, daba a la t y a la c, en ciertos casos, el sonido de la ch, convinieron sus amigos y conocidos en llamarle Lanchitas, a ciencia y paciencia suya; exponiéndose de allí a poco los que quisieran designarle con su verdadero nombre, a malgastar tiempo y saliva.


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10 págs. / 18 minutos / 199 visitas.

Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Combates en el Aire

José María Roa Bárcena


Cuento


Narración de un viejo

I

Comienza octubre y está ya soplando el viento del norte. Cierra la ventana, manda calentar mis pantuflas y haz comprar más franela. ¡Maldito viento!

Y pensar que cuando yo era muchacho —cuánto ha llovido desde entonces— el norte me entonaba y robustecía y me sacaba de quicio en materia de alborozo. Con él soñaba, y cuando a medianoche oía sus primeros resuellos y bufidos en los árboles de la huerta y en los techos de la casa, aquella música me mantenía despierto hasta el amanecer.

Pero no creas tú que aquel norte es como éste, que se llama tal por el rumbo de donde viene y por la frialdad que esparce, y que no es capaz de levantar un petate ni de alegrar sino a reumas y boticarios. El norte aquel viene desde La Florida o El Labrador, barre el Golfo de México empujando hacia la sonda de Campeche los buques, o metiéndolos con olas y todo a las calles de Veracruz; e internándose en las pendientes de la zona entre la costa y la Mesa Central, ruge como toro irritado, dobla o troncha árboles, se lleva las tejas de los techos como si fueran hojas secas y echa al suelo a los hombres mal parados. Tal es el verdadero norte, que aquí no se conoce más que de oídas.


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7 págs. / 13 minutos / 112 visitas.

Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Pocita de la Rosa

José Zahonero


Cuento


I

Tan limpio como podéis dejar un espejo echándole vuestro aliento y pasando luego por el empañado cristal un lienzo, quedó una mañana el cielo al soplo de la brisa. El sol alumbraba con luz intensa, y á ella debían los erguidos árboles su tono de vivo colorido, y por ella lucía su hermosura una rosa, Rosa fuego, colocada en lo más alto de un espléndido rosal.

Que no me vengan á mí con razones que nieguen cosas, que aunque no las sé me las sospecho desde hace mucho tiempo. ¡Cómo que había de estarse aquella rosa sin su coquetería correspondiente siendo bella á no pedir más! Y mucho que presumía dejándose mecer suavemente por la brisa como una linda criolla en su hamaca, en tanto le hacían el rorro dos importunos moscardones y andábale á las vueltas, para plantarle un beso al descuido, una blanca y aturdida mariposa.

¿Quién sabe lo que la flor soñaría?

Tal vez le pareciera poco elevado el puesto en que se hallaba, que es propio y natural en los afortunados no estar jamás satisfechos con la suerte y aún es más insaciable el deseo de ostentación en los vanidosos.

Pues ni más ni menos; lo que os digo. Rosa fuego soñaba para sí en mayor fortuna. «¡No puede menos, se decía; he de estar yo destinada á grandes cosas; segura estoy en que he de coronar la cabeza de alguna dama menos bella que yo, pero á quien yo haré más bella que todas las otras damas; tal vez me arrebate un príncipe para hacer conmigo un delicado obsequio á alguna reina; tal vez me cante algún poeta; pero no he de estar mucho tiempo prendida á este rosal insociable que hiere con sus espinas á cuantos se acercan á admirar mis colores y aspirar mi fragancia; no he de vivir yo como mis hermanas enorgullecidas con lo que son! Ya me canso de ver siempre lo mismo. ¡Oh, qué desgraciada soy aquí presa; qué feliz he de ser en un solo día, pasando de mano en mano haciendo abrirse todos los ojos de admiración!»


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Hilito de Agua

José Zahonero


Cuento


I

Este cuento no es mío, es decir, es mío, porque yo le cuento, y será vuestro en cuanto yo le haya contado; pero en fin, no es de mi invención. Es un sucedido, como dicen las buenas viejas, doctoras en esto de cuentos y más que doctoras en lo otro de chismes.

Me refirió sus aventuras un arroyo que descubrí un día cerca de un árbol donde acostumbran á picotear una gallina y sus pollitos, piando estos como un grupo de chicos y cacareando aquella con la gravedad de quien alecciona ó reprende. El arroyo venía de más allá de la última pradera que, teñida de verde se divisaba lejana.

Era el tal ruidoso y alegre como un sonajero, luciente como una plata y más fresco que la nieve. Tuvo su nacimiento de un hilito de agua formado gota á gota por las desprendidas de una peña altísima; de allí corrió á esconderse en una hondonadita del terreno, y de allí partió, delgado al principio, pero engruesando insensiblemente después. Y vedle cómo así bajó precipitado de la sierra á correr el mundo ¡el pobre aventurero!

¡Qué grata libertad! Pequeño, se deslizaba bonitamente por el suelo dando vuelta á los grandes obstáculos y saltando sobre los despreciables. Así como los carteros entran y salen en todas partes, volviendo siempre á su camino, nuestro arroyo, unas veces ocultándose bajo las zarzas, otras libre por la llanura, ya á la derecha, ya á la izquierda, seguía sin interrumpir su marcha campo adelante.


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3 págs. / 6 minutos / 45 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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