Por asuntos de la gran Sociedad industrial de que yo
formaba parte, hube de ir varias veces a M***, donde nadie me conocía, y
a nadie conocía yo. Durante mis breves residencias en la mejor fonda
pude, desde mi ventana, admirar la hermosura de una señora que vivía en
la casa de enfrente. Desde mi observatorio se registraba de modo más
indiscreto su tocador, y yo veía a la bella que, instalada ante una mesa
cargada de frascos y perfumadores, contemplándose en el espejo, peinaba
su regia mata de pelo color caoba, complaciéndose en halagarla con el
cepillo, en ahuecarla y enfoscarla alrededor de su cara pálida y
perfecta. Cuando acababa de morder las ondulaciones laterales el último
peinecillo de estrás, sonreía satisfecha, alisando reiteradamente, con
la mano larga y primorosa, el capilar edificio. Después se pasaba por la
tez, suavemente, la borla de los polvos; se pulía las cejas; se bruñía
interminablemente las uñas con pasta de coral; se probaba sombreros,
lazos, cinturones, piquetes de flores, encajes, que arrugaba alrededor
del cuello; en suma: se consagraba largas horas a la autolatría de su
beldad. Y clavado a la ventana por el incitante espectáculo, encendida
la sangre a profanar así la intimidad de una mujer seductora, nacía en
mí otra curiosidad, el ansia de conocer su historia, en la cual, sin
duda, habría episodios pasionales, goces, penas, recuerdos…
Me estremecí, por consecuencia, al oír una noche, en la mesa redonda,
que pronunciaban su nombre, que la discutían… Me alteré, como el
cazador al sentir rebullir en el matorral la pieza que aguarda. Motivaba
la conversación el haber dicho monsieur Lamouche, el viajante francés en joyas, que pensaba pasar a casa de la belle Madame… —Aquí el apellido, que no entregaré a la publicidad— para ofrecer su stock, esperando importante venta.
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