Bala de Plata
Francisco A. Baldarena
cuento
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Publicado el 30 de septiembre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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Publicado el 1 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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Publicado el 2 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
(A Joaquín Gallegos Lara)
Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo que
un rico dificilmente entrará en el Reino de los Cielos. Mas os digo, que
más liviano trabajo es pasar un camello por el ojo de una
aguja, que entrar un rico en el Reino de Dios". Mas sus discípulos, oyendo estas cosas, se espantaron en gran manera, diciendo: “¿Quián, pues, podrá ser salvo?"— Y mirándolos Jesús, les dijo: “Para con los hombres imposible es esto, mas para con Dios todo es posible".
—Evangelio según San Mateo, capítulo XIX, versículos XXIII, XXIV, XXV y XXVI.
A las 8.30 a.m., hora de New York, falleció en su opulenta
residencia de la Quinta Avenida, Mr. Douglas N. Tuppermill, de Alabama,
rey del yute.
Cumplía Mr. Tuppermill en el instante de morir, ochenta y dos años, quince días, siete horas y catorce segundos con un dozavo, según cálculos exactísimos que hiciera su médico de cabecera, prudentemente colocado a los pies del lecho en el momento de espirar el millardario, temeroso, sin duda, de que Mr. Tuppermill, que siempre fue dado a bromas y muy aficionado al box, le propinara de despedida, un recto a la mandíbula en final agradecimiento a lo poco de bueno que hizo realmente el galeno por salvar a su cliente de las garras de la parca.
Así que se durmió la materia, el espíritu de Mr. Douglas N. Tuppermill emprendió su viaje por las regiones del infinito, en procura del Empíreo; pues, se sentía con indiscutibles derechos a ser allí bien recibido.
El viaje mismo le pareció poco eonfortable —¡cómo se va mejor en los trenes y en las naves de la Unión!;— pero, se consolaba de esto con la esperanza del recibimiento, que tenía fundadas razones de creer que sería magnífico.
¿Habéis oído hablar de Mr. Douglas N. Tuppermill? Pienso que sí.
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Dominio público
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Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
En mis frecuentes viajes por nuestros grandes ríos —en noches de luna o en oscuras noches de viento y lluvia, pero siempre cuando en derredor la naturaleza propiciaba el alma a la comunión con el misterio;— he oído relatar la historia de la cruz que flotaba a la deriva sobre las aguas...
No es una vieja leyenda prestigiada de siglos. En verdad, ni es una leyenda, ni acaeció en los tiempos —remotos para la brevedad de nuestra vida nacional— de García el Grande, por ejemplo. Es algo casi actual, de ha pocos años. Quienes me la narraron habían visto aquella cruz «con estos ojos que la tierra se ha de comer».
...A orillas de uno de nuestros más caudalosos afluentes del Pacífico, poseía una rica hacienda de ganado doña Asunción Velarde, viuda a la sazón, de cuyo matrimonio un poco Fracasado habíale quedado un hijo —Felipe Santos— mocetón ya.
Alto de estatura, robusto de complexión, ingenuo y limpio de alma; bravo, noble, leal, trabajador esforzado, Felipe era la propia vida de su madre, que lo quería ciegamente, más que a su existencia misma, más que a su misma salvación.
Y no estaba mal pagada en su amor la madre; pues, Felipe correspondía a sus afanes con una entera dedicación de sí al cuidado de la anciana.
Descendiente de una clara familia procera, doña Asunción guardaba como un tesoro cordial su fe católica, diáfana de dudas, pura y tranquila, reposada y serena. Y al hijo enseñó en su fe, transmitió su ardor de adoratriz con la unción de quien hiciera una última invaluable donación.
Felipe —al igual que su madre— fué católico. Leal en esto como en todo lo suyo.
En aquel hogar donde madre e hijo ritmaban sus vidas a un ritmo mismo, se sentía alentar de veras la paz de Dios. Nada turbaba la placidez de aquellas existencias unánimes. Nada. Como si una bendición dulcemente pesara sobre ellos mismos, sobre la casa, sobre la hacienda...
Dominio público
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Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Sr. Director del Diario de la Marina:
Muy Señor Mío y Amigo: Tres meses hace que deseo, y me propongo cada día, comenzar la grata misión que usted ha tenido a bien confiarme, de recrear de vez en cuando con alguna novelita original a los numerosos y constantes suscritores del apreciable periódico que usted dirige. Pero todo mi anhelo de complacerle se ha estrellado hasta ahora en una absoluta falta de tiempo, que usted comprenderá sin duda, puesto que sabe lo que es en la Habana la instalación de un periódico, y que por mi desgracia me hallo metida en esa empresa magna.
Sin embargo, no quiero en manera alguna dar causa para que usted sospeche que pongo en olvido mi promesa, o que me tomo menos interés por su periódico de usted que por el mío; y toda vez que este último logró al cabo ver la luz (¡Dios sabe con qué trabajos!), allí van esos capítulos para comienzo de mi colaboración en el privilegiado Diario, bienaventurado entre todos los de la isla, pues es el único que marcha sin tropiezos y percances.
Sólo pido a usted el obsequio de que haga presente a sus ilustrados suscritores, que—al ofrecerles estas desaliñadas páginas—no abrigo pretensión alguna, como ahora se dice. Declaro desde luego que no soy inventora de los sucesos que en ellas se refieren, ni puedo reclamar como creación de mi humilde ingenio ninguno de las caracteres que juegan en este drama doméstico.
Dolores, mi estimado amigo, existió realmente, como todos los personajes de esta historia, que parece novela, y cuyos principales hechos hallará usted en las crónicas de aquel tiempo; si bien no tan detallados como en otra que yo guardo entre papeles de familia, y de la cual ha sido extractado el extraño episodio que a usted remito, y que acaso me interesa más que interesara al público, por la circunstancia de ser gentes de mi sangre las que descuellan en él.
Dominio público
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Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Esta novela está fundada sobre cierta anécdota, bastante conocida, de la vida de un hombre célebre.
La autora.
Empezaba a declinar la más apacible tarde de junio de 1752, y aunque era domingo—día de reposo y de oración, en que se disminuye un tanto el bullicioso hervidero de la vida comercial—el puerto de Marsella, poblado de mástiles y banderas de todas las naciones del mundo, presentaba, como siempre, el aspecto animado que le es característico. Uníase más bien al movimiento ordinario de la activa multitud que de continuo bulle por los muelles—formando pintoresco contraste con sus variados trajes, y alegre algazara con sus diversos idiomas—el considerable número de oficinistas domingueros, touristes transeúntes y distinguidos ociosos, que iban llenando lanchas y botes, para visitar los fuertes o las islillas que se levantan en grupo, a media legua apenas de la costa, como para contemplar de frente a la hermosa reina del Mediterráneo.
Entre las pocas barcas que aun aguardaban pasajeros, se distinguía por su blancura una que casi tocaba con su popa los pies del pesado edificio consistorial, y que con su graciosa vela latina—plegada todavía—se asemejaba a un cisne dormitando al suave balance de las tranquilas olas.
La única persona que la ocupaba era un rubio y gallardo mancebo, como de diez y ocho a veinte años, vestido con pulcra sencillez que no carecía de elegancia, y cuya mano derecha—apoyada negligentemente en el timón—mostraba tan aristocrática hermosura, que no era posible presumir estuviese avezada a manejarlo.
Dominio público
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Publicado el 3 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, era sin duda, un excelente narrador. Cuidadoso de sus frases, ducho en producir exactamente el efecto deseado, su crédito de ameno conversador lo merecía plenamente.
—Usted sólo tiene un rival en la Republica, coronel —decíale el ingeniero Savrales:— don Gabriel Pino y Roca.
Y en verdad, como el tradicionalista porteño, San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, unía, a sus cualidades de causar un profundo conocimiento de aquellas hermosas y doradas antiguallas cuyo evocar seduce tanto y tan poderosamente encanta.
Perteneciendo como pertenecía, si bien por ramas segundonas y acaso con barra de bastardía en el escudo —con el yelmo mirando a la siniestra, como él habría dicho,— a aquella notable y ya en la línea recta extinguida casa de San Feliú, cara al Ecuador, de cuya historia ilustró gloriosamente muchas páginas desde los días de la Colonia; hallábase en posesión de preciosos datos conservados por tradición en su familia.
Cuando estaba de buen humor, lo cual ocurría a menudo, sus amigos podíamos disfrutar del raro placer de ver pasar delante de nuestros ojos, como en una pantalla cinematográfica, ese Guayaquil que ya se nos fue, ese Guayaquil que se perdió para siempre en las oscuridades de lo pretérito; precisamente, ese Guayaquil romántico que alienta en los cuadros de Roura Oxandaberro, maestro de evocaciones.
La narración que ahora transcribo, no es, por cierto, de aquéllas sobre las cuales pesan siglos; y, así, no era de las que más agradaban a San Feliú; pero, en cambio, su intensidad de vida hace que, entre las que pienso reproducir
haciendo uso do la facultad que me concedió mi amigo poco antes de morir —San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, reposa bajo tierra desde hace más de un lustro,— sea ésta la escogida como la primera: la historia del hombre
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Publicado el 3 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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Publicado el 3 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .