Comida
Francisco A. Baldarena
cuento
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Publicado el 10 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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Publicado el 10 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
Sol en el orto. Bellos tintes —ocre, mora, púrpura, cobalto,— ostentaba el cielo la mañana aquella. Y en medio de la pandemoniaca mezcla de colores, la bola roja del sol era como coágulo de sangre sobre carne lacerada.
La peonada se encaminaba a la labor, madrugadora y diligente. Eran quince los peones: encanecidos unos en el mismo trabajo rudo y anónimo; nuevos, otros, retoños del gran árbol secular que nutría de luengos tiempos a los dueños. Adelante, guía de la marcha, iba Prieto, el teniente.
¡Cuánta envidia causaba Prieto a los compañeros noveles! Veían en él al hombre afortunado, protegido de quién sabía cuál santo patrono, que se alzó desde la nada común hasta la cúspide de un grado militar: ¡Teniente!
—¡Mi tiniente! —decíanle a cada paso con unciosa reverencia, opino si se tratase de una majestad—. ¡Mi tiniente!
El lugar del trabajo —un potrero en resiembra—, caía lejos. Prieto avivaba con sus voces el andar cansino de los peones.
—¡Apurarse, pué! Nos va a cantar la pacharaca, de no.
Había un rebelde: Benito González. Se retrasaba siempre.
—Ya voy, tiniente. Un ratito no má. Es que la ñata me ha llamao.
El guía habíase encariñado con Benito. Era hasta su pariente. Pero, Prieto no sabía qué a ciencia cierta; porque, la verdad, no era precisamente su fuerte aquello de agnados y cognados.
En gracia al parentesco le guardaba a Benito más consideraciones. A los otros hubiérales soltado, acto seguido, una chabacanada; a él, lo aconsejaba.
Dominio público
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Publicado el 11 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
A Abel Romeo Castillo y Castillo.
—Es una abusión de la gente de la orilla, sólo.
—Pero, dicen...
—Abusión, comadre.
—....de que cuando er chapulete ta colorao y bastantote, tetea er camarón.
—Ojalá.
—Pero er veranillo lo que lo trae es er chapulete.
—Farta un bajío.
—Ya sé.
—No sabe.
—Pa coger camarón.
—Claro. No iba a ser pa coger pluma e garza..
—No digo eso.
—¿Qué, entonce?
—Pa cogesle camarón a Maruja, pué.
—Sirve usté pa bruja, comadre.
—Meno... No iba a ser pa su joven,mi comadre... la pobre.
—Humm...
—Sí, compadre. El hombre es candir pa juera. Se consigue mujer pa que le para.
—¡Comadre!
—No se me ofienda. Digo, nomá.
—E que vamo ar dicho.
—¿Negará, compadre?
—¿Er qué?
—Er que dende que vino la Maruja de Guayaquil, la orilla ta revuerta mismamente que pa aguaje. Toda la hombrada anda como cubos de casa tumbada. ¡Caray! Y no hay pa tanto, pué... De haber habemo mujere aquí, en frente y en la Boca... No lo digo por mí... ¡Pero, es gana nomá de albórotalse, ustede!
—El hombre es como er ganao, que le gusta cambiar de manga.
—¡Sinvergüenza!
Pero, había que irse.
Porque el agua zangoloteaba la canoa como si quisiera desamarrarla. ¡Puta, y qué olorsazo a lagarto! En el aire...
Lagartos de Capones: el viento trae vuestra hediondez amenazadora desde tan lejos como estáis, —fieros, terribles, cebados lagartos de Capones...
Maruja: rosa, fruta, canción...
Yo soy “ciudadano” como tú, Maruja. Mi amigo Héctor, también lo es. Sabemos —él y yo— cómo se anda en las tardes de domingo, por el bulevar de Octubre. Y, sin embargo...
Maruja: rosa...
Dominio público
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Publicado el 11 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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Publicado el 11 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
A Colón Serrano
Cuando el sacristán —o regidor— de la iglesiuca de Zhiquir, el
Elías Toalombo, se largó vida afuera; lo sucedió en el ejercicio del
cargo su hijo mayor, el Blas. Entre los Toalombos, la sacristianía era
un privilegio hereditario.
Lo de llamarlo a esto privilegio, es duro eufemismo. Crudamente, resultaba la más pesada de las cargas que puede caer sobre las espaldas de un nieto de mitayo, y mitayo él mismo por perdurabilidad de tradición absurda. A más de evacuar las diligencias propias del cargo, el sacristán de Zhiquir había de cuidar celosamente de la cuadrita y de los animaluchos del clérigo y atender a éste en los menesteres domésticos, conforme y como fuera el mandato recio de su paternidad. Por cuanto hacía, el sacristán de Zhiquir recibía, a más de los cocachos y tirones de orejas habituales, una bendición especial para sí y los suyos allá por Pascua florida; sin contar con que, en ocasiones bastantes raras, su paternidad estaba desganado y dejaba mote sobrado en el plato y heces de aguardiente en la copa, —lo que se convertía, por un viejo derecho consuetudinario, en bienes propios del sacristán. De cometer éste alguna falta, el cura —sin perjuicio de ejercer sobre el reo la baja justicia— lo libraba al brazo secular para que ejerciera la alta. El brazo secular era —propiamente— el del teniente político.
Así, para subvenir a las necesidades personales y a las de familia, de tenerla, el sacristán de Zhiquir había de aprovechar las cortas horas libres, trabajando en algún oficio manual; el de zapatero y el de sastre, o entrambos a la vez, eran, por ello, tradicionales en los Toalombos sacristanes, Blas, el actual, era zapatero.
Dominio público
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Publicado el 11 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
KENT: ¡Rómpete,corazón; te lo suplico, rómpete!
—Shakespeare. “El Rey Lear”, acto V, escena final.
Don Ramón Manuel Lacunza estaba fundamentalmente hastiado de la vida y había resuelto morirse.
Entiéndase bien: morirse; no matarse.
Tenía veinticinco años de juventud; lo cual quiere decir, sin requilorios, que andaba por ahí cerca de los nueve lustros, no enteros del todo.
Y eran regordetes y acaudalados sus nueve lustros.
Había arrastrado su soltería —mil sucres de renta mensual,— por todos los lugares en que se brinda solaz a precios económicos, puertos ásperos del placer; pero, falto de una voluntad recia, de un ideal motor que lo empujara a superarse, no encontraba, prácticamente —y ahora peor que antes— cuál éra la razón de vivir.
—Ciertamente, los designios de Dios son inescrutables. No doy, por mucho que me exprimo, con el por qué hizo alentar en el barro humano, tan mal adobado después de todo, el ser ... ¿Cuál la finalidad?; ¿dónde el objetivo? ¿Para que se aburra uno como dizque se aburren las ostras...? ¡Puah!
Y acaso no escaseara razón a la sin razón que en su razón se hacía. De veras, don Ramón Manuel Lacunza, de navarra casta, ¿para qué la vida? Al menos, una vida como la suya, señor don Ramón, espejo fiel y singular modelo de tantos ramones, de tantos manueles, de tantos lacunzas como yo conozco...
Entre el querer morirse y el suprimirse voluntariamente, hay una distancia sólo comparable a las siderales. ¡Ah!, si todos los que desearan acabar pusiesen en práctica su deseo, os posible que el mundo estaría convertido, muchos siglos ha, en un sueño realizado de Malthus.
Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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Publicado el 12 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
Audaz, raudo y glorioso hendía un automóvil la soledad y el silencio de los campos. Ibamos en él amigos buenos a un pueblo montañoso. Y decíamos con encendido entusiasmo y regocijo: “No debe ser justo ni lícito mirar esta máquina tan someramente que sólo veamos en ella riquezas, viaje, placer, expansión de su dueño; porque estos automóviles fuertes y viajeros llegan a ser como una vida palpitadora con poderío, voluntad y arrogancia suyos.”
Pasados los campos y lugares cercanos y sabidos, penetramos gozosamente en el paisaje nuevo, hosco, que parecía venir enemigo hacia nosotros, y ya a nuestro lado, se apartaba y tendía sumiso y amoroso entregándonos el olor de su vida y fortaleza.
Cielo, montañas, ríos, arboleda, casales, yuntas, piedras, hierbas que orillan los caminos, puentes, cruces, labriegos, humos y senderos... Todo nos "miraba” y dejaba alegría, dicha y ansias dominadoras.
... ¡Alma mía!
No aspires más allá de lo posible,
cual si fueras deidad...
Nos avisábamos con palabras de Píndaro. ¡Oh, el Tebano divino,
cantor de púgiles y vencedores con el carro y cuadriga, qué ardiente
loor no hubiera dicho sintiéndose arrebatado en el regazo de un
automóvil, monstruo sin bridas, altivo, llevado por manos mozas y
fáciles que lo dejan precipitar anhelosamente, y las ruedas corren,
vuelan sin obediencia a vías ni relejes!...
El horizonte de serranía, que antes veíamos suave y esfumado en azul, llegaba a nuestro ojos alumbrado, desnudo, enseñando heridas, abismos, verdores de pastura, rojas torrenteras, gayas altitudes soberanas de silencio, ungidas de cielo...
Considerábamos ya el automóvil carne, ave, alma delirante, ebria de alegría. No hablábamos; creíamos ser nosotros los que desgarrábamos espacio y distancias arrojándolo todo a nuestra espalda...
Dominio público
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Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Estábamos acostados en las sombras, leves y movedizas, de las acacias, cuyo ramaje desmayaba por la graciosa pesadumbre de la flor.
Era en la soledad de la siesta. Veíamos caer alas secas de flores, y quedaban sobre nuestras frentes, o nuestras ropas, o en la tierra, y aquí las invadían prontamente las hormigas, que luego las dejaban; entonces venía algún codicioso gusanito; cerca de la marchita blancura se detenía, como acometido de súbita desconfianza. Nosotros no distinguíamos los ojitos del insecto; pero su formalidad humana, su incertidumbre, sus anhelos nos hacían verle ojos y hasta lentes.
Los flores no tenían el olor que ofrecen en la frescura de la tarde, olor místico, de novia besada, sino casi olor de bancal de hierba caliente. Mirando a lo alto del cielo parecían colgar con dulzura los racimos nevados, y en el íntimo y delicioso claustro de las hojas sonoreaba un estremecimiento de abejas.
Esperábamos en las afueras de la ciudad un carruaje, porque nos marchábamos a un pueblecito y bajo las acacias nos acostamos porque había sombra. Delante comenzaba el mar, de aguas quietas, fundidas en lámina pálida como tendida niebla.
Crujió la tierra a nuestra espalda y dijo una vocecita:
—¡Mérquenme este cuévano!
Y una rapaza nos presentó un hondo cuévano de mimbres aún verdes.
Era talludita y estaba pañosa, tostada y descalza; su cabeza redonda, cortados los cabellos, quizá por reciente mal, parecía de esclava.
Teníamos algunos menudos y pudimos socorrerla humildemente; pero el cesto no se lo compramos.
—Hace ahora mucho sol —le dijimos—, y todas esas casas campesinas míralas cerradas; por el camino no pasa sino algún perro vagabundo, y en la playa, solos están esos viejos barcos negros, rendidos sobre la arena. ¿Quién puede comprarte el cuévano?... Quédate a nuestra sombra.
Dominio público
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Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Martín era un floricultor maravilloso. Sabía lo más escondido de la vida de las flores, la trama y el sueño de los bulbos, la peregrina circulación de los jugos de todas, y los nombres latinos y bárbaros —casi bien pronunciados— de muchas. Sabía que plantando un menudo trozo de hoja daba nacimiento a una nueva criatura vegetal viable, completa, como sucedía con las Gloxinias y singularmente con algunas Begonias, como la Begonia Rex. Platicaba con las matas persuadiéndolas si necesitaban de injerto para lozanear y embellecer la estirpe; y como se cuenta del buen San Francisco, Martín paseaba por su humilde huerto, y viendo una florecica inclinada a la tierra, lacia, mollina, triste, acercábase a la planta y dándole con sus dedos un gracioso y delicado capirotazo, solía decirle: “¡Ya sé lo que tienes!” Y en seguida la bañaba con mucho regalo, con mucha suavidad y le sacaba algún insectico que le estaba chupando ferozmente la miel de su seno.
Conviene hacer confesión que Martín no era precisamente un San Francisco. Martín no amaba las flores, sino sus flores; las cuidaba paternalmente; no sosegaba mirándolas; y luego, las vendía. Lo mismo hace el ganadero con sus reses y el recovero con sus averíos. Bueno; de todos modos, aunque un hombre se mantenga granjeando de sus rosales y de sus clavellinas, siempre resulta su figura más conmovedora que la del negociante de cerdos.
Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 47 visitas.
Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.