I
En la playa llamada del Orzán, en la Coruña, hacía sus correrías el
pilluelo Naita. No era coruñés, no era gallego, y casi se hubiera podido
decir que no era español: era vascongado. Entre los diablillos audaces y
desarrapados que pululaban por el puerto y vagaban por las playas,
tenía como segundo apodo el pez, logrado por su valentía en nadar; pero generalmente le llamaban Naita.
Naita era un diminutivo, corrupción de la palabra nada. El verdadero
nombre era desconocido. Le llamaban Naita, porque no se dedicaba á
ninguna de las aficiones ó pequeñas industrias de los niños del mar: ni
acolchaba, ni calafateaba, ni remaba, ni servía en la incesante carga y
descarga del puerto, ni era capaz de echarse un maletín ó una sombrerera
al brazo ó al hombro, ¿qué menos? ni hablaba, ó si hablaba, ninguno le
entendía.
Vivía aislado, y si por acaso alguna vez se reunía á los chicuelos de
diez ó doce años, es decir, á los de su edad, permanecía callado ó
lanzaba gritos ásperos y palabras que nadie comprendía.
En una ocasión vió una gaviota lanzarse sobre el agua, y exclamó:
—¡Urollua! (Vascuence; ave acuática.)
Sus compañeros se echaron á reir.
—Chilla como la gaviota —dijeron.
Siempre se hallaba sólo y siempre triste.
El mutismo á que condena vivir entre gentes que no hablan nuestro
idioma, el forzoso aislamiento que tal desgracia trae consigo y el
dolor, que causa hallarse lejos del país en que se ha nacido, mantenían á
Naita en constante gravedad, impropia de sus años tal vez, pero muy en
armonía con el fondo de su alma, donde gravitaba un pesar hondo y
oscuro; un dolor inmenso: la orfandad.
No se sabe cómo ni porque aquel niño se hallaba en la Coruña.
Había llegado con una pobre mujer, tía suya en realidad; pero para los que conocían á Naita era un misterio el parentesco.
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