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Inteligencia espiritual y educación holista: pensamiento vivo que cultiva el aprendizaje del ser

Fundación Ramón Gallegos


Ramón Gallegos, educación holista, inteligencia espiritual


El Dr. Ramón Gallegos Nava en su Proyecto Cuantum, “Un Modelo Universitario para una Sociedad Sustentable” Guadalajara, 1995, se refirió a los escenarios posibles de la educación superior en México para el año 2020. Estos escenarios daban cuenta de cuatro posibilidades que se orientaban primeramente hacia la sustentabilidad, en donde la economía era inmejorable, la educación avanzaba y se promovía la construcción de una sociedad democrática; otro se refería a la inequidad, en donde el 20% de la población vivía cada vez mejor y el 80% cada vez peor, seguido de un tercero donde la medianía no  promovía expectativas de mejora y un cuarto en donde la pesadilla se hacía realidad, visualizando las crisis recurrentes del país, las grandes emigraciones, la pobreza, el desempleo, etc.

Un primer aporte del Dr. Ramón Gallegos en este proyecto, fue el de promover a la Educación como el instrumento más importante para construir el escenario deseable para el país. Paralelamente la Secretaría de Educación Pública en el Programa Sectorial correspondiente, consideraba a la Educación como un factor estratégico del desarrollo.

Revisando los avances que se han dado en este sentido en la Educación Superior, las Instituciones de Educación Superior mexicanas (IES), no han podido trascender los modelos educativos lineales, para que mediante reformas viables se arribe a un Modelo Educativo basado en lo mejor de la ciencia, construyendo un nuevo paradigma acorde con la sustentabilidad. Las IES continúan formando profesionistas con una visión limitada.


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Publicado el 16 de julio de 2019 por Fundación Ramón Gallegos.

Naita

José Zahonero


Cuento


I

En la playa llamada del Orzán, en la Coruña, hacía sus correrías el pilluelo Naita. No era coruñés, no era gallego, y casi se hubiera podido decir que no era español: era vascongado. Entre los diablillos audaces y desarrapados que pululaban por el puerto y vagaban por las playas, tenía como segundo apodo el pez, logrado por su valentía en nadar; pero generalmente le llamaban Naita.

Naita era un diminutivo, corrupción de la palabra nada. El verdadero nombre era desconocido. Le llamaban Naita, porque no se dedicaba á ninguna de las aficiones ó pequeñas industrias de los niños del mar: ni acolchaba, ni calafateaba, ni remaba, ni servía en la incesante carga y descarga del puerto, ni era capaz de echarse un maletín ó una sombrerera al brazo ó al hombro, ¿qué menos? ni hablaba, ó si hablaba, ninguno le entendía.

Vivía aislado, y si por acaso alguna vez se reunía á los chicuelos de diez ó doce años, es decir, á los de su edad, permanecía callado ó lanzaba gritos ásperos y palabras que nadie comprendía.

En una ocasión vió una gaviota lanzarse sobre el agua, y exclamó:

—¡Urollua! (Vascuence; ave acuática.)

Sus compañeros se echaron á reir.

—Chilla como la gaviota —dijeron.

Siempre se hallaba sólo y siempre triste.

El mutismo á que condena vivir entre gentes que no hablan nuestro idioma, el forzoso aislamiento que tal desgracia trae consigo y el dolor, que causa hallarse lejos del país en que se ha nacido, mantenían á Naita en constante gravedad, impropia de sus años tal vez, pero muy en armonía con el fondo de su alma, donde gravitaba un pesar hondo y oscuro; un dolor inmenso: la orfandad.

No se sabe cómo ni porque aquel niño se hallaba en la Coruña.

Había llegado con una pobre mujer, tía suya en realidad; pero para los que conocían á Naita era un misterio el parentesco.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los McWilliams y el Timbre de Alarma

Mark Twain


Cuento


La conversación fue pasando lenta, imperceptiblemente del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al chismorreo, del chismorreo a la religión, y por último hizo un quiebro insólito para aterrizar en el tema de los aparatos de alarma contra los ladrones. Fue entonces cuando por vez primera el señor McWilliams demostró cierta emoción. Cada vez que advierto esa señal en el cuadrante de dicho caballero me hago cargo de la situación, guardo profundo silencio y le doy oportunidad de desahogarse. Empezó, pues, a hablar con mal disimulada emoción:

No doy un céntimo por los aparatos de alarma contra ladrones, señor Twain, ni un céntimo, y voy a decirle por qué. Cuando estábamos acabando de construir nuestra casa advertimos que nos había sobrado algo de dinero, cantidad que sin duda había pasado desapercibida también al fontanero. Yo pensaba destinarla para las misiones, pues los paganos, sin saber por qué, siempre me habían fastidiado; pero la señora McWilliams dijo que no, que mejor sería instalar un aparato de alarma contra los ladrones, y yo hube de aceptar el convenio. Debo explicar que cada vez que yo quiero una cosa y la señora McWilliams desea otra distinta, y hemos de decidirnos por el antojo de la señora McWilliams, como siempre sucede, ella lo llama un convenio. Pues bien: vino el hombre de Nueva York, instaló la alarma, nos cobró trescientos veinticinco dólares y aseguró que ya podíamos dormir a pierna suelta. Así lo hicimos durante cierto tiempo, cosa de un mes. Pero una noche olemos a humo, y mi mujer me dice que más vale que suba a ver qué pasa. Enciendo una vela, me voy para la escalera y tropiezo con un ladrón que salía de un aposento con una cesta llena de cacharros de latón que en la oscuridad había tomado por plata maciza. Iba fumando en pipa.

—Amigo —le dije—, no se permite fumar en esta habitación.


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Publicado el 6 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Tipos Sociales: la Monja

Soledad Acosta de Samper


Cuento


—¡Pobres monjas! —decía yo a una amiga mía—, ¡cuánto me conmueve la situación en que se hallan!

—Con más razón te conmovería su suerte, si supieras que cada uno de sus conventos era un hogar hospitalario que han perdido, y que el sacarlas de allí les ha causado más pena que la que sintiera un patriota a quien desterrasen de su país sin tener esperanza de volver jamás.

—¡Vaya, tú exageras! ¡Cuántas no se habrán alegrado al verse libres!

—¡Libres! ¿Llamas libertad el tener que vivir pobremente de limosnas y con el corazón henchido por el dolor de haber dejado el asilo que habían jurado no abandonar sino con la vida? ¿Llamas libertad vivir en una pobre casa, sin ninguna de las comodidades a que estaban enseñadas, y con el continuo temor de carecer de lo necesario?

—¿Y tú qué sabes de eso? ¿acaso has vivido con ellas?

—Sí… , las conozco muy bien y mi simpatía no hace comprender mucho de lo que no todos ven. ¿No te acuerdas que ahora algunos años pasé unos meses en el convento de ***, cuya grata y desinteresada hospitalidad será motivo de mi agradecimiento mientras viva?

—Lo había olvidado, y en verdad que siempre he tenido muchos deseos de sabor cómo viven las monjas en sus misteriosos conventos.

—El convento es un pequeño mundo donde se agitan, no lo dudes, todos o casi todos los sentimientos humanos. Hay varios tipos de monjas que no dejaría de ser interesante estudiar, porque en ellos hallaríamos cuál ha sido la misión de los monasterios en nuestra sociedad.

—Te ruego que recuerdes algunos de ellos para…

—¿Alimentar tu curiosidad? Lo mejor que puedo hacer entonces, querida mía, será dejarte recorrer las páginas del diario que escribí durante mi permanencia en el convento de ***.

Efectivamente al día siguiente recibí el diario de Pía, del cual con permiso suyo me he tomado la libertad de trascribir algunos trozos.


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Dominio público
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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Collar

Guy de Maupassant


Cuento


Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Vendedor de Pararrayos

Herman Melville


Cuento


Que trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.

¡Atención! Hay alguien a la puerta.

¿Quién es este que elige tiempo de tormenta para ir de visita? ¿Y por qué no usa el llamador, en vez de producir ese lóbrego llamado de agente de pompas fúnebres, golpeando la puerta con el puño? Pero hagamos que entre. Ah, aquí viene.

—Buen día, señor —era un completo desconocido—. Le ruego que se siente.

¿Qué sería esa especie de bastón de extraña apariencia que traía consigo?

—Hermosa tormenta, señor.

—¿Hermosa? ¡Terrible!

—Está empapado. Siéntese aquí junto al hogar, frente al fuego.

—¡Por nada del mundo!

El extraño se erguía ahora en el centro exacto de la cabaña, donde se había plantado desde un comienzo. Su rareza invitaba a un escrutinio escrupuloso. Una figura enjuta, lúgubre. Cabello oscuro y lacio, enmarañado sobre la frente. Sus ojos hundidos estaban rodeados por halos de color índigo, y jugaban con una especie inofensiva de relámpago: un resplandor al que le faltaba el rayo. Todo él chorreaba agua. Estaba de pie sobre un charco en el desnudo piso de roble: su extraño bastón descansaba verticalmente a su lado.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Transición de Juan Romero

H. P. Lovecraft


Cuento


No tengo ningún deseo de hablar de los sucesos que ocurrieron en la mina Norton el 18 y el 19 de octubre de 1891. Un sentido del deber para con la ciencia es lo único que me impulsa a rememorar, en los últimos años de mi vida, escenas y hechos cargados de un terror doblemente agudo por la imposibilidad de definirlo. Sin embargo, antes de morir, creo que debo contar lo que sé sobre la, digamos, transición de Juan Romero.

No hace falta que diga a la posteridad ni mi nombre ni cuál es mi origen; en realidad, creo que es mejor que no aparezcan, porque cuando un hombre emigra de repente a los Estados o a las Colonias, deja tras él su pasado. Además, lo que yo fui una vez no tiene nada que ver en absoluto con lo que voy a contar; excepto, quizá, el hecho de que durante mi servicio en la India me sentía más a gusto con los maestros nativos de blanca barba que entre mis compañeros oficiales. Había ahondado no poco en la extraña sabiduría de Oriente, cuando se abatieron sobre mí las calamidades que me impulsaron a emprender una nueva vida en el inmenso Oeste de América..., vida en la que consideré oportuno adoptar otro nombre: el que llevo actualmente, que es muy corriente y carece de significado.


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Publicado el 16 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Kesa y Moritô

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


I

A medianoche, contemplando la luna, fuera del cerco que rodea su casa, Moritô, pensativo, va pisando las hojas muertas.

Monólogo de Moritô

Ya asomó la luna. Si hasta ahora esperé con impaciencia su salida, llegada esta noche su luz me llena de temor. Mi cuerpo tiembla al imaginar que en sólo una noche pueda quedar destruido lo que fui hasta ahora, para convertirme en criminal desde mañana. ¡Imaginar el cuadro, cuando estas manos se tiñan con el rojo de la sangre! ¡Cómo habré de maldecirme cuando llegue ese momento! No sería tan grande mi sufrimiento si se tratara de un enemigo que odio; pero no guardo ningún rencor a quien debo matar esta noche.

Yo conozco a este hombre desde hace tiempo. Aunque su nombre, Wataru Saemon-no-Jo, sólo lo supe ahora por este incidente, recuerdo haber conocido antes sus rasgos finos y su cutis blanco, casi impropios de un hombre. Es verdad que en ese momento tuve celos al saber que era el marido de Kesa, pero ya esos celos se han disipado sin dejar rastros en mi corazón. Por eso, aunque sea Wataru mi rival amoroso, no siento por él ni odio ni rencor. Más aún, podría decir que hasta siento compasión por él; cuando mi tía de Koromogawa me enteró de los esfuerzos y sacrificios que había realizado para conquistar a Kesa, llegué a tenerle verdadera simpatía. ¿Acaso no se dijo que por el deseo de casarse con ella se había iniciado en el difícil arte de las poesías waka?

Cuando imagino esos poemas de amor escritos por este hombre grave y prosaico, debo sonreír a pesar mío. Pero mi sonrisa no es ninguna burla. Me enternece el proceder de Wataru, que hasta de eso fue capaz para obtener el favor de una mujer. Hasta es posible que su pasión, que le lleva a esos extremos por conquistar a esa mujer que es mi amada, me produzca cierta satisfacción.


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Maruja S.L.

Isabel Petrus


Cuento


Maruja es cualquier cosa menos una sociedad limitada.

Derrocha tiempo, humanidad, presencia a su alrededor. Corre de un lado para otro desde que empieza el día porque, claro, ella no trabaja, y, ante esto, todo el mundo en casa se siente capacitado para pedirle algo, exigirle más, esperar que ella se desmonte por piezas por el resto de la familia.

Anda en esta edad indecisa, que se difumina en su cara y en su cuerpo como una nube, bordeando los cuarenta, aunque a veces ha de esforzarse para recordar que ya ha cumplido los treinta.

Y es que, todo, absolutamente todo, parece que pasó ayer. Ha de contar mentalmente los años que han transcurrido desde su boda, desde el nacimiento de Carlos, desde que Lorena hizo la primera comunión. Claro que guarda un álbum gordote y estropeado en los bordes, en el que todo el mundo le sonríe desde la distancia en el tiempo, en el que ella, más que nadie, conoce fechas y felicidades, aventuras y desventuras, sin necesidad de que nadie le recuerde el cuándo, el cómo, el dónde.

Sin ella saberlo, es un prototipo ideal. Es, exactamente, lo que no quiere ser su hija, lo que no fue su madre, lo que no querría ser ella misma.


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Licencia limitada
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Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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