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La Corza Blanca

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que como se les entrase a más andar el día engalfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca. el sonido de una esquililla a las del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.


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Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Portugal

Benito Pérez Galdós


Viajes


I

Lisboa, Mayo 28 de 1885


De algún tiempo a esta parte es cosa corriente entre nosotros él interesarnos por todo lo que a Portugal se refiere. Nos espantamos de la escasez de relaciones que entre este reino y el nuestro existen, y no acertamos a comprender esta inmensa distancia moral, intelectual y mercantil que nos separa. Vivimos en un mismo suelo y bajo un mismo clima; nuestros ríos son sus ríos; nuestras lenguas son semejantes, y sin embargo entre Portugal y España hay una barrera infranqueable.

Durante siglos, Portugal ha sido tan desconocido para los españoles como España para los portugueses. Hemos sido dos vecinos de una misma casa, separados por un tabique, y bastante huraños ambos para no cambiar una visita ni siquiera un saludo.

Ofendería la ilustración de mis lectores si esplicara las causas de este fenómeno. Bien conocidas son de cuantos han nacido en esta península o proceden de nuestra raza. No se da un paso en la historia de España sin tropezar con la de Portugal y su altiva independencia. Pero debemos declarar que habiendo cesado los motivos históricos que pudieran fomentar rivalidades entre ambos paises, la frialdad de relaciones que aún subsiste, tiene más raices en el carácter portugués que en el español, quiero decir, que aun hoy los portugueses nos quieren a nosotros menos que nosotros a ellos, y responden siempre con ecos perezosos y poco entusiastas a nuestras manifestaciones de simpatía.

Consiste esto tal vez en que su susceptibilidad nacional es más enérgica a causa de ser más débiles como nación, sin que esto quiera decir que nos las echamos de fuertes. Desde que se construyó el primer ferrocarril internacional en nuestra península, hombres eminentes de uno y otro pais han trabajado de buena fe por vencer antipatías, estrechar las distancias y aproximar moralmente las dos naciones.


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Publicado el 3 de junio de 2021 por Edu Robsy.

Il Conde

Joseph Conrad


Cuento


«Vedi Napoli e poi mori».

La primera vez que conversamos fue en el Museo Nacional de Nápoles, en una de las salas de la planta baja en la que se expone la famosa colección de esculturas de bronce encontradas en Herculano y Pompeya, ese maravilloso legado del arte antiguo cuya delicada perfección nos ha sido preservada de la catastrófica furia de un volcán.

Fue él quien comenzó la charla a propósito del célebre Hermes yacente. Lo habíamos estado contemplando juntos y dijo lo que suele comentarse sobre esa pieza tan admirable. Nada demasiado profundo. Su gusto era en realidad más natural que cultivado. Resultaba evidente que había visto muchas cosas delicadas en su vida y que las apreciaba: pero no usaba la jerga del dilettante o del connoisseur, una tribu odiosa, por otra parte. Hablaba como un hombre de mundo inteligente, el perfecto caballero al que nada perturba.

Nos conocíamos de vista desde hacía ya varios días. Estábamos alojados en el mismo hotel —un lugar razonable, no exageradamente de moda— y yo me había percatado ya de su presencia en el vestíbulo un par de veces. Supuse que se trataba de un cliente antiguo y respetable. La reverencia del conserje del hotel era lo bastante deferente y él respondía con una cortesía familiar. Para los criados era II Conde. En esos días se produjo cierto episodio sobre el parasol de un hombre —de seda amarilla con forro blanco— que los camareros habían descubierto junto a la puerta del comedor. Nuestro portero, un hombre con un uniforme cubierto de reflejos dorados, lo reconoció y escuché que se dirigía a uno de los ascensoristas para que alcanzara corriendo al Conde y se lo diera. Tal vez fuera el único conde alojado en el hotel, o simplemente que su fidelidad a la casa le hubiese conferido la distinción de ser el Conde par excellence.


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Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Ama del Cura

Antonio de Trueba


Cuento


I

Era el rector o párroco de Cegama lo más bendito y glorioso que había bajo la capa del cielo. Con aquel genio siempre bondadoso, indulgente y sereno, con aquella seguridad de que todo lo que ocurre en el mundo es obra de Dios, y, por consecuencia, lo mejor y más justo, y con aquella propensión a no descubrir en el mundo más que horizontes de color de rosa, estaba siempre sonrosado como la fresa de Loyola, sano como las manzanas de Oiquina y gordo como los cebones de Oyarzun.

Es verdad que el señor rector se despepitaba por un platito de magras con tomate o un par de truchas del riachuelo de Alzánia, pero en cambio era celosísimo en el desempeño de su sagrado ministerio y, como suele decirse, no tenía cosa suya, pues gastaba en limosnas y en obsequiar a cuantos llegaban a su casa, no sólo el producto de su curato, sino también el de media docena de caserías que había heredado de sus padres.

La llavera o ama del señor rector había sido tan feliz como éste hasta rayar en los treinta años. Mari Cruz, que así se llamaba, quedó huérfana de padre y madre de muy pocos meses de edad, y el señor rector la recogió, costeó su lactancia y educación y le sirvió como de cariñoso padre.

Mari Cruz salió una excelente muchacha, y tanto amor y agradecimiento tenía al señor cura, que por no separarse de éste había desechado muy buenas proporciones de casarse.

Era célebre en Cegama un viejecito, de la altura de un perro sentado, conocido por Diegochu.

Diegochu era un pobre labrador que apenas sabía escribir su nombre y apellido; pero era naturalmente tan listo y decidor, y sabía tantos cantares, refranes y chilindrinas, que en todo el Olamoch (tierra de los argomales achaparrados), como llaman a la comarca de Cegama, pasaba entre las gentes ignorantes y sencillas por un sabio, a quien todos admiraban y escuchaban como a oráculo y profeta infalible.


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Dominio público
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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Corto poema de María Angélica

Horacio Quiroga


Cuento


I

Habiendo decidido cambiar de estado, uníme en matrimonio con María Angélica, para cuya felicidad nuestras mutuas familias hicieron votos imperecederos. Blanca y exangüe, debilitada por una vaga enfermedad en la cual —como coincidiera con el anuncio de nuestro matrimonio— nunca creí sino sonriendo, María Angélica llevó al nuevo hogar cierta melancolía sincera que en vez de deprimirnos hizo más apacibles nuestros aturdidos días de amor. Paseábamos del brazo, en esos primeros días, contentos de habernos conocido en una edad apropiada; mis palabras más graves la hacían reír como a una criatura, la salud ya en retorno comenzaba a apaciguar su demasiada esbeltez, y el señor cura, que vino a visitarnos, no pudo menos de abrazarla con mi consentimiento.

II

Los diversos regalos que recibimos en aquella ocasión fueron tantos que no bastó la sala para contenerlos. Nos vimos obligados a despejar el escritorio, retiramos la mesa, dispusimos la biblioteca de modo que hubiera mayor espacio; y allí, en la exigua comodidad, bien que muchas veces tornó favorable una loca expansión, pasamos las horas leyendo las tarjetas: diminutas cartulinas —sujetas con lazos de seda— de las amigas de María Angélica; sobres de algunas señoras a quienes mi esposa trató muy poco, dentro de los cuales a más de las tarjetas pusieron una flor; cartas enteras de mis antiguas relaciones que recordaron entonces una dudosa intimidad, flores, alhajas, objetos de arte. Cuando nuestra vista se fatigaba, nos deteníamos enternecidos, apoyadas una en otra nuestras cabezas, ante el sencillo obsequio de mis padres que me devolvieron —lleno por ellos y mis hermanos de afectuosas felicitaciones— el retrato de María Angélica.


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Publicado el 25 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Antonia Canta

E.T.A. Hoffmann


Cuento


Aquella noche, los miembros del regocijado Club Serapion habían comparecido puntualmente en casa de Teodoro. El viento invernal corría en anchas ráfagas, se retorcía en torbellino y con lágrimas de nieve atizaba los cristales mal asegurados en sus ribeteadas emplomaduras. Menos mal que resplandecía en la habitación, debajo del revellín de la vieja chimenea, una ancha solera de brasas; su cálida luz acariciaba con innumerables reflejos los muebles severos de obscuro color que contrastaban con la rebosante alegría de sus dueños. Pronto humean las pipas y los reunidos se colocan, en orden de edad, alrededor de la vasija del ponche de la amistad, lamida por las llamas. No falta nadie. El decano tiene allí a todos sus invitados. La copa de Bohemia se llena y pasa de mano en mano, la conversación agota sus recursos y se renuevan de cabo a cabo de la velada el ponche y las anécdotas, hasta que, exaltadas las imaginaciones, llegan a las zonas más elevadas de la excentricidad.

—Querido Teodoro —exclama de pronto uno de los reunidos, jovial vividor—, la conversación va a decaer si tú no la atizas con una de tus historias, pero algo raro, ¿me entiendes?, algo que sea al mismo tiempo sentimental, fantástico y antinarcótico.

—Brindemos —dice Teodoro— y voy a complaceros. Se trata de una anécdota, no poco chocante, de la vida del consejero Krespel. Ese digno personaje, que ha existido como vosotros y como yo, era, no hay duda, el hombre más singular que en todos los días de mi vida haya visto. Llegaba yo a las aulas de la Universidad de H… con el propósito de cursar Filosofía, cuando corrían de boca en boca por allí las particularidades del consejero Krespel. ¡Qué hombre más desconcertante! Sabed, por otra parte, que el consejero Krespel gozaba en aquella época de una reputación excepcional como sabio jurista y por su destreza como diplomático.


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Publicado el 11 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Un Cobarde

Edith Wharton


Cuento


1

—Mi hija Irene —comentó la señora Carstyle haciendo rimar el nombre con «tureen»— no ha gozado de oportunidades sociales, pero si el señor Carstyle hubiese optado… —Se interrumpió para mirar alusivamente el raído sofá que se encontraba frente a la chimenea como si se tratara del propio señor Carstyle. Vibart se alegró de que no fuese el caso.

La señora Carstyle era una de esas mujeres que vulgarizan lo elegante. Se refería invariablemente a su marido como «el señor Carstyle», y aunque sólo tenía una hija se cuidaba mucho de designar siempre a la joven por su nombre. Durante el almuerzo se había explayado a gusto sobre la necesidad de una mayor altura de miras en lo relativo a influencias y aspiraciones, alternando la conversación con sus excusas por el cordero reseco y fingiendo sorprenderse de que la criada (desconcertada a su vez) se hubiese olvidado de servir el café y los licores, «como siempre».


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Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Menéxeno

Platón


Filosofía, Diálogo


SÓCRATES, MENÉXENO

PRÓLOGO

SÓCRATES. — ¿De dónde viene Menéxeno? ¿Del ágora, o de algún otro lugar?

MENÉXENO. — Del ágora, Sócrates, y de la sala del Consejo.

SÓC. — ¿Y qué asunto te llevó, precisamente, a la sala del Consejo? Está bien claro que crees haber llegado al término de la educación y de los estudios filosóficos y que piensas, convencido de que ya estás capacitado, inclinarte hacia empresas mayores. ¿Intentas, admirable amigo , a pesar de tu edad, gobernarnos a nosotros que somos más viejos, para que vuestra casa no deje de proporcionarnos en todo momento un administrador de nuestros intereses?

MEN. — Si tú, Sócrates, me permites y aconsejas gobernar, ése será mi mayor deseo; en caso contrario, no. Concretamente, hoy he acudido a la sala del Consejo porque sabía que la asamblea se disponía a elegir a quien ha de pronunciar el discurso sobre los muertos; pues ya sabes que tienen intención de organizar una ceremonia fúnebre.

SÓC. — Perfectamente; pero ¿a quién han elegido?

MEN. — A nadie; han dejado el asunto para mañana. Creo, sin embargo, que serán elegidos Arquino o Dión.


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Publicado el 13 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Perfección

José María Eça de Queirós


Cuento


I

Sentado en una roca, en la isla de Ogigia, con la barba enterrada entre las manos, de las cuales desapareciera la aspereza callosa y tiznada de las armas y de los remos, Ulises, el más sutil de los hombres, consideraba, con una oscura y pesada tristeza, el mar muy azul, que mansa y armoniosamente rodaba sobre la arena muy blanca. Una túnica bordada de flores escarlata cubría, en blandos pliegues, su cuerpo poderoso, que había engordado. En las correas de las sandalias que le calzaban los pies suavizados y perfumados de esencias, relucían esmeraldas de Egipto. Su bastón era un maravilloso cuerno de coral, rematado en piña de perlas, como los que usan los Dioses marinos.

La divina isla, con sus roquedos de alabastro, los bosques de cedros y tuyas odoríficas, las eternas mieses dorando los valles, la frescura de los rosales revistiendo los oteros suaves, resplandecía, adormecida en la molicie de la siesta, toda envuelta en mar resplandeciente. Ni un soplo de los céfiros curiosos que brincan y corren por sobre el Archipiélago, desordenaba la serenidad del luminoso aire, más dulce que el vino más dulce, todo repasado por el fino aroma de los prados de violetas. En el silencio, embebido de calor afable, parecían de una armonía más fascinadora los murmullos de los arroyos y fuentes, el arrullar de las palomas volando de los cipreses a los plátanos, y el lento rodar y romper de la onda mansa sobre la blanda arena. En esta inefable paz y belleza inmortal, el sutil Ulises, con los ojos perdidos en las aguas lustrosas, gemía amargamente, revolviendo la quejumbre de su corazón...


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

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