Textos más cortos | pág. 559

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Zarpas Negras

Robert E. Howard


Cuento


1

Joel Brill cerró de sopetón el libro que había estado examinando y dio rienda suelta a su desencanto con un lenguaje más apropiado para la cubierta de un barco ballenero que para la biblioteca del exclusivo Corinthian Club. Buckley, que permanecía sentado en un recodo cercano, sonrió con calma. Buckley parecía más un profesor de universidad que un detective, y, si solía deambular con tanta frecuencia por la biblioteca del Corinthian, es posible que no se debiera tanto a su naturaleza erudita como a su deseo de interpretar ese papel.

—Debe de tratarse algo muy inusual lo que te ha sacado de tu madriguera a esta hora del día —señaló—. Es la primera vez que te veo aquí por la tarde. Yo creía que pasabas las tardes recluido en tus aposentos, estudiando mohosos volúmenes en interés de ese museo con el que estás conectado.

—Ordinariamente, así es.

Brill tenía tan poca pinta de científico como Buckley de detective. De complexión robusta, poseía los anchos hombros, la mandíbula y los puños de un boxeador; de cejas bajas, su enmarañado cabello negro contrastaba con sus fríos ojos azules.

—Llevas enfrascado en esos libros desde antes de las seis —afirmó Buckley.

—He estado intentando encontrar algo de información para los directores del museo —repuso Brill—. ¡Mira! —señaló con dedo acusador una pila de gruesos tomos—. Tengo aquí tantos libros que enfermarían hasta a un perro… y ni uno solo de ellos ha sido capaz de decirme la razón de cierto baile ceremonial practicado por cierta tribu de la costa occidental de África.

—La mayoría de los miembros de este lugar han viajado lo suyo —sugirió Buckley—. ¿Por qué no les preguntas?

—Eso pensaba hacer —Brill descolgó el auricular del teléfono.

—Tienes a John Galt… —empezó Buckley.


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21 págs. / 37 minutos / 47 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Iónich

Antón Chéjov


Cuento


I

Cuando los recién llegados a la ciudad de provincias S. se quejaban de lo aburrida y monótona que era la vida en ella, los habitantes de esa ciudad, como justificándose, decían que, al contrario, en S. se estaba muy bien, que en S. había una biblioteca, un teatro, un club, se celebraban bailes y —añadían finalmente— había algunas familias interesantes, agradables e inteligentes con las que podían relacionarse. Y mencionaban a los Turkin como los más instruidos y de mayores talentos.

Esta familia vivía en casa propia en la calle principal, junto a la del gobernador. El propio Turkin, Iván Petróvich, un hombre moreno, grueso y guapo, con patillas, organizaba espectáculos de aficionados con fines benéficos en los que interpretaba a viejos generales. Al hacer su papel, tosía de una manera muy cómica. Sabía muchos chistes, charadas, dichos, le gustaba bromear, lanzar frases picantes y siempre tenía una expresión que hacía dudar si hablaba en broma o en serio. Su mujer, Vera Iósifovna, una señora más bien delgada, de aspecto agradable y con lentes, escribía relatos y novelas que leía solícita a sus invitados. La hija, Ekaterina Ivánovna, una muchacha joven, tocaba el piano. En una palabra, cada miembro de la familia tenía algún talento. Los Turkin se alegraban de recibir invitados y se sentían felices de mostrarles sus talentos, cosa que hacían con cordial sencillez. Su casa de piedra era espaciosa y fresca en verano, la mitad de sus ventanas daban a un viejo jardín sombreado, donde en primavera cantaban los ruiseñores. Cuando en la casa había invitados, de la cocina venía el trajinar de los cuchillos y al patio llegaba un olor de cebolla frita; todo ello era siempre la premonición de una cena abundante y suculenta.


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21 págs. / 37 minutos / 84 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Olor de Santidad

Bernardo Morales San Martín


Cuento


I

La del alba sería cuando don Rodrigo Pacheco salió de Tordesillas, mustio y cabizbajo, caballero en su mula y camino de Valladolid.

Un buen trozo del camino que de Salamanca a Valladolid conduce llevaba recorrido la cabalgadura, cuando el noble caballero, que alegraba sus ojos tristes contemplando a la indecisa luz del amanecer la corriente del río, de verdor recamada, paró en seco a la mula, tornó la señoril testa hacia el altozano sobre el que se levantaba la murada villa, en la margen derecha del impetuoso Duero, y quedó un momento pensativo.

La gótica crestería de San Antolín y de Santa Clara; las torres y cúpulas de San Miguel, de San Juan, Santiago, San Pedro y Santa María, y los torreones de las cuatro puertas de la villa, recortábanse sobre el cielo limpio y cárdeno de aquel amanecer estival, evocando en el alma del buen Pacheco toda su historia y toda la tragedia de su martirio.

De súbito, irguióse sobre los estribos, abandonó las riendas, y tendiendo los brazos hacia la villa, que comenzaba a desperezarse, sorprendida en su sueño por los suaves besos de las brisas serranas, exclamó el de Pacheco, con voz apocalíptica:

—¡Toda mujer propia tiene algo de Xantipa! ¡Leonor de Alderete! ¡Dios te perdone como te perdono yo!

Y espoleando a la reflexiva cabalgadura, que quizá sentía como propio el dolor de su amo, exclamó airado:

—¡Arre, mula!

Dió un salto la sorprendida bestia y tomó un galope ligero que hizo afirmarse al caballero en sus estribos.

Alto ya el sol, perdido en el horizonte el caserío tordesillesco y casi a la vista de Simancas, aún no se había borrado la expresión de dulce y resignada melancolía del rostro del buen caballero, último vástago de la ilustre estirpe de los Pachecos…

II

Don Rodrigo era un santo.


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21 págs. / 37 minutos / 78 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Iglesia que Había en Antioquía

Rudyard Kipling


Cuento


Cuando Pedro vino a Antioquía,
yo me enfrenté a él cara a cara y le reprendí.

Carta de san Pablo a los gálatas 2:11

La madre, una viuda romana, devota y de alta cuna, decidió que al hijo no le hacía ningún bien continuar en aquella Legión del Oriente tan próxima a la librepensadora Constantinopla, y así le procuró un destino civil en Antioquía, donde su tío, Lucio Sergio, era el jefe de la guardia urbana. Valens obedeció como hijo y como joven ávido por conocer la vida, y en ese momento llegaba a la puerta de su tío.

—Esa cuñada mía —observó el anciano— sólo se acuerda de mí cuando necesita algo. ¿Qué has hecho?

—Nada, tío.

—O sea que todo, ¿no?

—Eso cree mi madre, pero no es así.

—Ya lo veremos.

—Tus habitaciones se encuentran al otro lado del patio. Tu… equipaje ya está allí… ¡Bah, no pienso interferir en tus asuntos privados! No soy el tío de lengua áspera. Toma un baño. Hablaremos durante la cena.

Pero antes de esa hora «Padre Serga», que así llamaban al prefecto de la guardia, supo por el erario que su sobrino había marchado desde Constantinopla a cargo de un convoy del tesoro público que, tras un choque con los bandidos en el paso de Tarso, entregó oportunamente.

—¿Por qué no me lo dijiste? —quiso saber su tío mientras cenaban.

—Primero debía informar al erario —fue la respuesta.

Serga lo miró y dijo:

—¡Por los dioses! Eres igual que tu padre. Los cilicios sois escandalosamente cumplidores.

—Ya me he dado cuenta. Nos tendieron una emboscada a menos de ocho kilómetros de Tarso. ¿Aquí también son frecuentes esas cosas?


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21 págs. / 37 minutos / 270 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Intrigas Venecianas

José María Blanco White


Cuento


Hallábase Venecia en su mayor auge cuando un joven alemán llamado Alberto, movido del deseo de aumentar la herencia que acababa de recibir empleándola en especulaciones mercantiles, llegó a aquella célebre ciudad, que, cual señora del Adriático, parecía nave grandiosa que flotaba sobre sus olas (ahora yace como casco varado que la tormenta echó sobre la costa, triste, solitario y desbaratándose poco a poco). Reía la mar bajo los rayos del sol, que después de la larga carrera de un día de verano iba a ocultarse tras las distantes cumbres del Apenino, cuando el bajel que conducía a Ricardo desde Trieste echó el ancla. Rodeáronlo en breve varias de las góndolas que cubrían los canales que sirven de calles a Venecia, y en breve se vio nuestro pasajero en medio de aquella ciudad de disolución y placeres. La novedad de los objetos, el contraste entre la gravedad alemana y la alegría bulliciosa de los venecianos, la estación del año y, más que todo, la juventud e inexperiencia de Ricardo dieron en un punto por tierra con todos sus planes mercantiles. No había ventana en que no clavase los ojos, atraído de los que con negro brillo centelleaban ya tras las entreabiertas celosías, ya a las claras y como para hacer alarde de su belleza.

—Poco a poco —dijo al gondolero—; ¿a qué viene esa prisa, remando como si nos siguiese una galeota turquesca?

—Señor mío —respondió el taimado veneciano—, por lo que hace a mi seguro estoy de que no me han de tomar los corsarios que empiezan a dar caza a Vuecelencia.

—¿A mí? ¿Cómo? No os entiendo, buen hombre. Pero decidme: ¿qué príncipe vive en aquella gran casa, a la derecha? Sin duda tiene visita esta tarde. Cuatro..., cinco..., qué sé yo cuántas bellezas están al balcón.

—Todas son de casa, mi amo. A lo que veo, Vuesa Señoría se hallaría más que dispuesto a visitar a esas señoras. Ánimo pues, y al avante.


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21 págs. / 37 minutos / 153 visitas.

Publicado el 3 de mayo de 2019 por Edu Robsy.

El Cuento

Joseph Conrad


Cuento


La luz del crepúsculo agonizaba lentamente del otro lado del amplio y único ventanal como un enorme resplandor monótono y sin color, enmarcado por las rígidas sombras de la sala.

Era una habitación alargada. El inevitable ascenso de la noche avanzaba desde el fondo donde el susurro de la voz de un hombre, interrumpido con entusiasmo y con entusiasmo otra vez reanudado, parecía defenderse de respuestas dichas en voz baja y con infinita tristeza.

Por fin se dejaron de oír las respuestas. Los movimientos del hombre al levantarse pesadamente junto al profundo y oscuro sofá que contenía la sombría silueta de una mujer reclinada revelaron que se trataba de un hombre alto para aquel techo más bien bajo, y que iba vestido completamente de negro, salvo por el contraste brutal del cuello blanco bajo el perfil de la cabeza y la chispa débil e insignificante de algún botón cobrizo de su uniforme.

La observó un momento, con una quietud masculina y misteriosa, y luego se sentó en una silla a su lado. Sólo alcanzaba a ver el borroso óvalo de su cara dada la vuelta, y sus manos pálidas extendidas sobre el vestido negro, manos que un momento atrás se habían abandonado a sus besos y que ahora parecían extenuadas, como si estuvieran demasiado cansadas para moverse.

No se atrevía a hacer ningún sonido, como cualquier otro hombre se sentía reducido por las mediocres necesidades de la existencia. Y como suele suceder, fue la mujer la que tuvo el coraje. Primero se escuchó la voz de ella, casi era la misma voz de siempre, aunque vibraba por sus emociones contradictorias.

—Dime algo —dijo.

La oscuridad escondió primero la sorpresa de él y luego su sonrisa, como si no le hubiera dicho recién todo lo que debía decirle ¡y por enésima vez!


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21 págs. / 37 minutos / 95 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Los Servidores de su Majestad

Rudyard Kipling


Cuento


Por quebrados podéis resolverlo,
o también por regla de tres;
pero el camino de Tweedledum,
no es el de Tweedledee.

Torced el problema, revolvedlo,
plegadlo como gustéis;
pero el camino de PillyWinky
no es el mismo que el de WínkiePop.


Copiosa lluvia había estado cayendo durante un mes entero... Había caído sobre un campamento de treinta mil hombres, millares de camellos, elefantes, caballos, bueyes y mulas, reunidos en un lugar llamado Rawal Pindi, para que el virrey de la India le pasara revista. éste recibía la visita del emir de Afganistán, rey salvaje de un salvajísimo país; el emir había traído, acompañándole, una guardia de ochocientos hombres e igual número de caballos que nunca antes habían visto un campamento o una locomotora; hombres salvajes y caballos salvajes también sacados de algún lugar del corazón de Asia Central. Cada noche, un pelotón de esos caballos rompía las cuerdas que los sujetaban y se lanzaban estrepitosamente de un lado al otro del campamento, entre el barro y la oscuridad; o bien los camellos se desataban y corrían por allí tropezando con las cuerdas que sostenían las tiendas; ya puede imaginarse lo agradable que esto sería para los hombres que intentaban dormir. Mi tienda estaba situada lejos de las filas de camellos, y por eso pensaba yo encontrarme en sitio seguro. Pero una noche un hombre asomó la cabeza por mi tienda y gritó:

—¡Salga pronto! ¡Allí vienen! ¡Ya derribaron mi tienda!


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Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Memorias de Silvestre

Roberto Payró


Cuento


Nuestro amigo el boticario Silvestre Espíndola hubiera llegado a ser un grande hombre en cualquier otro medio, con solo algunas variantes en el carácter y en la especialidad de su talento. Desgraciadamente se malgastaba en fuegos artificiales. Carecía de espíritu científico; no hacía síntesis sino en la farmacia, manipulando substancias químicas y sin saberlo siquiera. En la política y en la sociedad limitábase forzosamente al análisis. Y el análisis, cuando falta la generalización, no conduce a las grandes acciones, ni aún a la acción, lo que quiere decir que no modela grandes hombres.

Pero, en otro ambiente, soliviantado por otros elementos, combatido o favorecido por otras circunstancias, hubiera llegado lejos, pues en los centros importantes, donde rebosa la vida, no faltan para una entidad cualquiera, las entidades complementarias, que la convierten en personalidad, o cuando menos en individualidad. De otra manera en cada país no habría sido un número irrisorio por lo exiguo, de personajes dirigentes: lo serían, sólo, aquellos que de veras tienen dedos para serlo.

Silvestre no era grande hombre ni en Pago Chico, donde sin embargo, aparecían como tales, Ferreiro, Luna, Machado, Fillipini, Bermúdez, Viera, don Ignacio, Carbonero, Barraba, Gómez y cien más, sin contar al diputado Cisneros, pitonisa del partido oficial, y al senador Magariño, deidad invisible e intangible, que sólo muy de tarde en tarde soltaba desde su nebuloso Sinaí algún nuevo mandamiento de su decálogo con estrambotes o añadiduras.


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Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Compañero de Viaje

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No había más que ellos dos en la reducida habitación; la lámpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche.

—Has sido un buen hijo, Juan —dijo el doliente padre—, y Dios te ayudará por los caminos del mundo.

Le dirigió una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; se habría dicho que dormía. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. ¡Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la fría mano de su padre muerto, y derramaba amargas lágrimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama.

Tuvo un sueño muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante él, y vio a su padre rebosante de salud y riéndose, con aquella risa suya cuando se sentía contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decía: «¡Mira qué novia tan bonita tienes! Es la más bella del mundo entero». Entonces se despertó: el alegre cuadro se había desvanecido; su padre yacía en el lecho, muerto y frío, y no había nadie en la estancia. ¡Pobre Juan!


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Lejana Destilería

Jack London


Cuento


La verdad de Thomas Stevens puede haber sido tan indeterminada como la X, y su imaginación, la de la mayoría de los hombres, elevada a la enésima potencia; pero preciso es reconocer que jamás se ha encontrado una mentira en ninguna de sus palabras o acciones… Él puede haber jugado con las probabilidades y orillado el último extremo de la posibilidad, pero la trama de sus relatos siempre ha estado bien organizada. Que él conocía el norte como un libro, nadie puede negarlo. Que había viajado mucho y puesto sus pies en infinidad de sendas desconocidas, lo demuestran muchas pruebas. Aparte de lo que yo personalmente he averiguado, conozco a hombres que le han visto en todos los lugares, pero principalmente en los confines de Ninguna Parte. Allí estaba Johnson, el exagente de la Hudson Bay Company, que le había albergado en su factoría del Labrador hasta que sus perros hubieron descansado un poco y él estuvo en condiciones de continuar el viaje. Estaba Mac-Mahon, el agente de la Alaska Commercial Company, que le había encontrado en Dutch Harbour y, más tarde, entre las islas más lejanas del grupo de las Aleutianas. Era indiscutible que había guiado una de las primeras exploraciones de los Estados Unidos; y la historia asegura positivamente que, en condiciones parecidas, sirvió a la Western Union cuando intentó llevar hasta Europa el telégrafo de Alaska a Siberia. Más adelante fue Joe Lamson, el capitán de la ballenera, sitiado por el hielo en las bocas del Mackenzie, quien le había visto llegar a bordo en busca de tabaco.


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Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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