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El Cumpleaños de la Infanta

Oscar Wilde


Cuento


Era aquel día el cumpleaños de la infanta. Cumplía los doce años, y el sol brillaba con esplendor en los jardines del palacio.

Aunque realmente era princesa y era la infanta de España, sólo tenía un cumpleaños cada año, exactamente como los hijos de la gente muy pobre; así, era cosa de grande importancia para todo el país que la infanta tuviera un gran día en tales ocasiones. Y aquel día era magnífico en verdad.Los altos y rayados tulipanes se erguían sobre los tallos, como en largo desfile militar, y miraban, retadores, a las rosas, diciéndoles: «Somos tan espléndidos como vosotras.» Las mariposas purpúreas revoloteaban, llenas de polvo de oro las alas, visitando a las flores una por una; los lagartos salían de entre las grietas del muro y se calentaban al sol; las granadas se cuarteaban y entreabrían con el calor, y se veía sangrante su corazón rojo. Hasta los pálidos lines amarillos, que colgaban en profusión de las carcomidas espalderas, y a lo largo de las arcadas oscuras, parecían haber robado mayor viveza de color a la maravillosa luz solar, y las magnolias abrían sus grandes flores, semejantes a globos de marfil, y llenaban el aire de dulce aroma enervante.


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21 págs. / 38 minutos / 121 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Haciendo de Santa Claus

Robert E. Howard


Cuento


Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Así que, cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro, obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo. Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son— a dispersarse lloriqueando.

Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.

Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré resignado. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:

—Amigo mío, parece que le gustan los niños.

Pensando que era alguien que se burlaba de mí por haberle dado la última moneda a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la vuelta, encogí el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.

—Sí, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.

—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que había hablado y que, por fin, podía examinar detenidamente.

Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un traje negro y lustroso cuya chaqueta tenía largos faldones; su cabeza estaba rematada con un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro serio y daba la impresión de no haber sonreído en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.


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21 págs. / 38 minutos / 38 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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21 págs. / 38 minutos / 63 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Vieja del Cinema

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que se había sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó la cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al lado de su sillón.

—Escándalo en un cinema—dijo, al mismo tiempo que leía—; insultos á la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene usted que alegar?

La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente al comisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de sorpresa, lo mismo que si despertase.

—Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rue Lepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los del barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puesto ambulante, y....

El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.

—¡Si el señor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como puede y contesta como su inteligencia se lo permite.

El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos en alto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á los delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!...

—En 1870, cuando la otra guerra—continuó la vieja—, tenía yo veintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de París y yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra los prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única.... Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.

Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con certeza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado, junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de madera y mirando al techo.


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21 págs. / 38 minutos / 71 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Rico y el Pobre

Antonio de Trueba


Cuento


I

Éste era un caballero de Madrid, llamado don Juan Lozano, que tenía el oro y el moro, y gozaba tanto de los enemigos del alma, mundo, demonio y carne, que pasaba la vida rabiando.

Aunque esto último parece mentira, es una verdad como un templo (y califico de gran verdad al templo, no por su gran tamaño, sino por su gran verdad); y si no, expliquémonos, que explicándose se entiende la gente.

Don Juan vivía en la calle de Atocha, en un palacio cuyo lujo y comodidades eran el presulta del lujo y la comodidad (como decía Perico, el zapatero remendón de la guardilla de enfrente, llamado por mal nombre Carape, que entendía de latín tanto como yo); sus coches y caballos valían un dineral; en su mesa se servían hasta en día de trabajo los manjares más ricos que Dios crió o inventaron los hombres, y, por último, las chicas más, guapas que paseaban por Madrid se despepitaban por don Juan. Pues a pesar de todo esto, y mucho más que no es para dicho, don Juan pasaba la vida rabiando, porque el regalo y el placer habían estragado de tal modo su cuerpo y su alma, que lo que a todo el mundo le sabe a gloria, a él le sabía a rejalgar de lo fino; y así era que nunca se le veía reír, y siempre estaba con una cara de condenado, que metía miedo.

A Perico, el zapatero de enfrente, le sucedía todo, lo contrario que a don Juan: era más pobre que las ratas, y, sin embargo, era más rico que don Juan el de enfrente. Esto último también parece mentira, y no lo es; y en prueba de ello me contentaré por ahora con decir que Perico se pasaba el día, y aun la noche, canta que canta, fuma que fuma, y echa que echa chicoleos a su mujer, aunque era más fea que el voto va Dios.


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21 págs. / 38 minutos / 84 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pecado Natural

Antonio de Trueba


Cuento


I

Éste era un caballero de Madrid, llamado don Juan Lozano, que tenía el oro y el moro, y gozaba tanto de los enemigos del alma, mundo, demonio y carne, que pasaba la vida rabiando.

Aunque esto último parece mentira, es una verdad como un templo (y califico de gran verdad al templo, no por su gran tamaño, sino por su gran verdad); y si no, expliquémonos, que explicándose se entiende la gente.

Don Juan vivía en la calle de Atocha, en un palacio cuyo lujo y comodidades eran el presulta del lujo y la comodidad (como decía Perico, el zapatero remendón de la guardilla de enfrente, llamado por mal nombre Carape, que entendía de latín tanto como yo); sus coches y caballos valían un dineral; en su mesa se servían hasta en día de trabajo los manjares más ricos que Dios crió o inventaron los hombres, y, por último, las chicas más, guapas que paseaban por Madrid se despepitaban por don Juan. Pues a pesar de todo esto, y mucho más que no es para dicho, don Juan pasaba la vida rabiando, porque el regalo y el placer habían estragado de tal modo su cuerpo y su alma, que lo que a todo el mundo le sabe a gloria, a él le sabía a rejalgar de lo fino; y así era que nunca se le veía reír, y siempre estaba con una cara de condenado, que metía miedo.

A Perico, el zapatero de enfrente, le sucedía todo, lo contrario que a don Juan: era más pobre que las ratas, y, sin embargo, era más rico que don Juan el de enfrente. Esto último también parece mentira, y no lo es; y en prueba de ello me contentaré por ahora con decir que Perico se pasaba el día, y aun la noche, canta que canta, fuma que fuma, y echa que echa chicoleos a su mujer, aunque era más fea que el voto va Dios.


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21 págs. / 38 minutos / 45 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Caída de la Casa de Usher

Edgar Allan Poe


Cuento


Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.

Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la desolación o del terror.

Contemplaba yo la escena ante mí—la simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos—con una completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo.

Era una sensación glacial, un abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a pensarlo—, qué era aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher? Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar contra las sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre consideraciones en que perderíamos pie.


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Publicado el 24 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Casa del Viento

Alejandro Dumas (hijo)


Cuento


Sobre la costa que se extiende entre Dieppe y el cabo de Ailli, encuéntrase una aldea encantadora que ninguno de mis lectores conoce, probablemente. Se llama Varengeville y es allí donde los arqueólogos enamorados de la arquitectura del siglo XVI van a visitar las ruinas del castillo de Angó. Angó (cuyo nombre ha sido más popular por la canción de "Madame Angó" que por su nobleza, sus explotaciones, su fortuna prodigiosa y su muerte miserable), no tuvo mal gusto al escoger este lugar con objeto de edificar su morada, desde cuya torre puede verse todo lo que sucede en el mar, en veinte leguas de norte a oeste. Si después de haber visitado las ruinas del castillo, que se encuentra a mano derecha entrando en la ciudad por el camino de Dieppe, se quiere bajar hasta al Océano, no hay más que seguir el camino que se extiende entre dos repechos cubiertos de césped, esmaltados de margaritas, de bruzos y de campánulas blancas y azules. Los árboles que la cercan de ambos lados, entrecruzan, en el estío, sus ramas altísimas formando una bóveda perpetuamente fresca.

A derecha e izquierda se miran las haciendas con sus techos de paja o de ladrillo, con sus muros llenos de vigas exteriores, con sus hierbecillas verdes, con sus manzanos plantados aquí y allá, como al azar, y con sus cercas vivas en donde los pollos recién nacidos van a buscar abrigo durante las horas terribles del calor; de tiempo en tiempo se mira una casa particular ornada de un corto graderío, decorada por grandes persianas de colores y rodeada de matorrales de rosas.

Pero marchad aún: el camino desciende delante de vosotros y pronto llegaréis a un bosque de encinas y de avellanos, frente al cual se yerguen algunos pinos enormes, que se destacan, con su ramaje verde—claro, sobre el cielo azul y sobre el mar oscuro, dando a ese paisaje de Normandía un aspecto napolitano.


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Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Caballero de la Tabla Redonda

Robert E. Howard


Cuento


Aquella noche, en el Peaceful Haven Fight Club, cuando el árbitro levantó la mano de Kid Harrigan, y la mía de paso, al acabar el combate, declarando que había sido un enfrentamiento nulo, lo mismo habría podido golpearme la cabeza con la barra de un cabrestante. Tenía la sensación de haber ganado a los puntos, y de largo. En el décimo asalto, maltraté y paseé por el ring a un Kid totalmente groggy, y yo no soy hombre que se deje arrebatar una victoria con impunidad. Sin embargo, si lo hubiera pensado un momento, no le habría dado un mamporro al árbitro. Pero soy un hombre impulsivo. El árbitro efectuó un corto vuelo y aterrizó en las rodillas de los espectadores de la primera fila y, reconozco que fue algo impulsivo, le hice seguir a Harrigan el mismo camino. A todo esto le siguió un período bastante confuso en el que yo, cubos, patas de sillas, espectadores furiosos, policías y mi bulldog Spike estuvimos tan entrelazados que soltarnos fue como resolver un rompecabezas chino. Cuando finalmente pude salir de la comisaría, mi corazón estaba sumido en la amargura y el desánimo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Un Caso de Identidad

Arthur Conan Doyle


Cuento


—Querido amigo —dijo Sherlock Holmes mientras nos sentamos a uno y otro lado de la chimenea en sus aposentos de Baker Street—. La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos salir volando por esa ventana, cogidos de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido.

—Pues yo no estoy convencido de eso —repliqué—. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, como regla general, bastante prosaicos y vulgares. En los informes de la policía podemos ver el realismo llevado a sus últimos límites y, sin embargo, debemos confesar que el resultado no tiene nada de fascinante ni de artístico.

—Para lograr un efecto realista es preciso ejercer una cierta selección y discreción —contestó Holmes—. Esto se echa de menos en los informes policiales, donde se tiende a poner más énfasis en las perogrulladas del magistrado que en los detalles, que para una persona observadora encierran toda la esencia vital del caso. Puede creerme, no existe nada tan antinatural como lo absolutamente vulgar.

Sonreí y negué con la cabeza.


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Publicado el 27 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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