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Cuentos para Gente Menuda

Romualdo Nogués


Cuentos infantiles, colección


Prólogo

Enamorado de los niños, deseoso de proporcionarles algún placer, calculando el que yo experimentaba cuando era chico, en tiempo de Fernando VII, al oír cuentos fantásticos, he escrito los que no había olvidado y los que me acaban de referir en las faldas de Moncayo. En casi todos ellos hay una idea moral y concluyen, como las comedias antiguas, con un casamiento. Lo maravilloso encanta a los párvulos, y a los adultos el observar con el gusto que aquellos escuchan los sucesos más inverosímiles.

La inocencia es una alhaja preciosa que admiramos los que no la poseemos y que no excita la envidia.

El herrero de Calcena

Una tarde de verano llegaron muy cansados a Calcena, San José, la Virgen y Jesús, que, haciendo un pequeño rodeo, se dirigían a Egipto para escapar del decreto que Herodes, tetrarca de Judea, había dado, mandando degollar a todos los niños. Como los sicarios del tirano les iban a los alcances, para hacerles perder la pista determinó San José que a la borrica, cabalgadura de la Sacra Familia, le pusiese al revés las herraduras el herrero de Calcena. Éste no pertenecía a la raza celtíbera, esbelta y ligera; era una mezcla de la romana con la negra de África; tenía la cabeza cuadrada, la boca ancha, corto el pescuezo y enorme barriga. Torpe de mollera, corto de alcances, dominaba en él la envidia, y más que todo el egoísmo. Jamás hacía nada sin creer que le serviría de utilidad.

—Sólo pagándome con anticipación cambiaré las herraduras. —le dijo a San José.

—Es el caso (repuso éste), que hemos salido precipitadamente de Belén, y nos hemos olvidado los denarios para el camino.

—Gratis, no me incomodo por nadie, replicó el panzudo egoísta.

—¿Y si consiguiera de Dios, que todo lo puede, os concediese una gracia en pago de vuestro trabajo?

—Una, no; cuatro; a gracia por herradura.


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Publicado el 29 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Teogonía

Hesíodo


Mitología, religión


Musas Heliconíadas

Comencemos nuestro canto por las Musas Heliconíadas, que habitan la montaña grande y divina del Helicón. Con sus pies delicados danzan en torno a una fuente de violáceos reflejos y al altar del muy poderoso Cronión. Después de lavar su piel suave en las aguas del Permeso, en la Fuente del Caballo o en el divino Olmeo, forman bellos y deliciosos coros en la cumbre del Helicón y se cimbrean vivamente sobre sus pies. Partiendo de allí, envueltas en densa niebla marchan al abrigo de la noche, lanzando al viento su maravillosa voz, con himnos a Zeus portador de la égida, a la augusta Hera argiva calzada con doradas sandalias, a la hija de Zeus portador de la égida, Atenea de ojos glaucos, a Febo Apolo y a la asaeteadora Ártemis, a Poseidón que abarca y sacude la tierra, a la venerable Temis, a Afrodita de ojos vivos, a Hebe de áurea corona, a la bella Dione a Eos al alto Helios y a la brillante Selene, a Leto, a Jápeto, a Cronos de retorcida mente, a Gea, al espacioso Océano, a la negra Noche y a la restante estirpe sagrada de sempiternos Inmortales. Ellas precisamente enseñaron una vez a Hesíodo un bello canto mientras apacentaba sus ovejas al pie del divino Helicón. Este mensaje a mí en primer lugar me dirigieron las diosas, las Musas Olímpicas, hijas de Zeus portador de la égida: «¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan solo! Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad.» Así dijeron las hijas bien habladas del poderoso Zeus. Y me dieron un cetro después de cortar una admirable rama de florido laurel. Me infundieron voz divina para celebrar el futuro y el pasado y me encargaron alabar con himnos la estirpe de los felices Sempiternos y cantarles siempre a ellas mismas al principio y al final. Mas, ¿a qué me detengo con esto en torno a la encina o la roca?


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Publicado el 29 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Gañanía

Joaquín Dicenta


Novela corta


Capítulo I

Es la noche; noche marceña de ventisca que empuja por la atmósfera partículas de la nieve acaperuzada sobre los cabezos serranos. El viento gruñe entre los matorrales. Son gruñidos amenazadores los suyos, como de alimaña salvaje pronta al mordisco y al garrazo. La deshelada hízose torrente, y baja, revolviendo espumas, por las peñas. Romeros y cantuesos llenan el espacio de fragancias. El chaparro se yergue en la obscuridad con atlética rechonchez; la encina abre a las tinieblas sus brazos; en ellos lucen como joyería topaciesca los ojos de los búhos. Lejos aúlla el lobo las canciones de su hambre. Los mastines respóndenlas con su ladrido, escarbando la tierra y sacudiendo las carlancas.

Pájaros de la noche aletean brujescamente bajo el cielo que las nubes entoldan. Abrense éstas de raro en raro, para descubrir cachos azules claveteados con estrellas. A las veces se oye un golpe sordo; ecos suyos vibran por la negrura: es piedra, desprendida de lo alto, que busca fondo en los abismos. Otras veces suena algo así como un quejido: rama es que se desgajó en el amoroso robledal.

Al abrigo de unos peñotes se alzan los chozos pastoriles, afachados con piedras y encubertados con recia trabazón de ramaje.

Los gañanes duermen dentro de ellos, sobre incurtidas pieles, haciendo de los zurrones cabezal y de las mantas cobertura. A su alcance, pronta contra el embite de las fieras —sean ellas hombres o lobos— está la cayada, endurecida al fuego, hecha lanza por el regatón.

Los apriscos se tienden cerca de los chozos. En torno a ellos van y vienen los canes, venteando el tufo del lobo con sus narizotas de par en par abiertas.


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30 págs. / 52 minutos / 110 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Amnesia

Amado Nervo


Cuento


Capítulo 1

Toda la comedia o el drama de mi vida —no sé aún lo que es— dependió de una cerilla y de un soplo de viento, como dijo el otro.

¿Acaso dependen de algo menos tenue las grandes catástrofes de la historia?

Acababa yo de cumplir treinta años; iba por una calle del barrio de Salamanca —supongamos que por la de Ayala—; cogí un pitillo; quise encenderlo con mi peut—être; no hubo manera: saqué mi caja de cerillas, pues soy hombre prevenido. Pero un soplo de viento apagó la primera cerilla y creo que la segunda. Me metí en un portal de cierta casa lujosa, para lograr mí perseverante deseo. Encendí al fin el pitillo, pero mi corazón se encendió al propio tiempo. Bajaba los escalones de la marmórea escalera, Luisa Núñez, la que diez meses después era mi esposa en el templo de la Concepción de la calle de Goya.

—¡El Flechazo!

—¡Tú no sabes lo que eran los ojos de Luisa! Ni los de Pastora Imperio, ni los de la Minerva del Vaticano podían comparárseles.

Habrás advertido el supremo encanto de unos ojos claros; verdes o zarcos especialmente, en un rostro moreno: encanto y misterio…

Los de Luisa eran zarcos. En su tez trigueña, de un trigueño oscuro, evocaban reminiscencias de límpidas fuentes en la morena tierra.

Debo advertir para que no se culpe a otro que a mí de mi desgracia, que no uno, sino varios amigos oficiosos y buenos, desaprobaron mi matrimonio.

Conocían a Luisa y sabían que era una mujer frívola, muy pagada de su hermosura; de su pelo negro y luciente (no temas: no incurriré en la vulgaridad de decir que «como el ala del cuervo»); de su boca admirablemente dibujada (no receles que te diga que parecía «herida recién abierta»… ); de su cuello Zulamita (lee lo que dice el Cantar de los Cantares); de la esbeltez, en suma, de su cuerpo.


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30 págs. / 52 minutos / 600 visitas.

Publicado el 11 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Obra Maestra Desconocida

Honoré de Balzac


Cuento


I. GILLETTE

A finales del año 1612, en una fría mañana de diciembre, un joven, pobremente vestido, paseaba ante la puerta de una casa situada en la Rue des Grands—Augustins, en París. Tras haber caminado harto tiempo por esta calle, con la indecisión de un enamorado que no osa presentarse ante su primera amante, por más accesible que ella sea, acabó por franquear el umbral de aquella puerta y preguntó si el maestro Françoise Porbus estaba en casa. Ante la respuesta afirmativa que le dio una vieja ocupada en barrer el vestíbulo, el joven subió lentamente los peldaños, deteniéndose en cada escalón, cual un cortesano inexperto, inquieto por el recibimiento que el rey va a dispensarle. Al llegar al final de la escalera de caracol, permaneció un momento en el rellano, perplejo ante el aldabón grotesco que ornaba la puerta del taller donde, sin lugar a duda, trabajaba el pintor de Enrique IV que María de Médicis había abandonado por Rubens. El joven experimentaba esa profunda sensación que ha debido de hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en el apogeo de su juventud y de su amor por el arte, se han acercado a un hombre genial o a alguna obra maestra. Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va marchitándose poco a poco hasta que la felicidad no es ya sino un recuerdo, y la gloria una mentira. Entre estas frágiles emociones, nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética.


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30 págs. / 52 minutos / 145 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Morador de las Tinieblas

H.P. Lovecraft


Cuento


(Dedicado a Robert Bloch)

Yo he visto abrirse el tenebroso universo
Donde giran sin rumbo los negros planetas,
Donde giran en su horror ignorado
Sin orden, sin brillo y sin nombre.

Némesis

Las personas prudentes dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a Robert Blake lo mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro haya sido ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.

Porque después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y espectrales. Su primera estancia en Providence — con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias ocultas como él — había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario.


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30 págs. / 52 minutos / 407 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Ciudad Encantada

Carmen de Burgos


Cuento


I

Comenzaba a despuntar el día en el valle, donde aquellas ocho o diez casuchas eran como una escuadrilla de lanchas perdidas entre el oleaje del océano, así de solas, de apartadas de todo estaban entre las ondulaciones del terreno.

Desde la ciudad hasta allí corría la carretera, cuasi intransitable, encajonada en la garganta de dos montañas, junto al lecho del río. siguiendo la misma linea curva, llena de recovecos, que habían tenido que seguir las aguas para caminar por las sinuosidades del terreno.

Al llegar allí se abría el campo en un horizonte amplio, formando una O inmensa, encerrado por las altas montañas que lo rodeaban.

Agosto, época de sazón de la Naturaleza, cuando los árboles y las viñas dan fruto, la tierra mieses doradas y en los bancales maduran las hortalizas con ese olor de maternidad que impregna el aire, no se notaba allí apenas.

Terreno pedregoso, roquizo, reseco, a pesar de los ríos. Las cebadas y los centenos eran entecos, y el monte producía sólo hierbas olorosas y maderas.

Con las primeras piadas de los pájaros y los primeros resplandores del alba, el lugarcillo se puso en movimiento.

Salieron los hombres en mangas de camisa, despeinados y soñolientos, con prolongados bostezos, a las puertas de las casas, y la primera mirada fué para el cielo, como gente que sabe leer en él la hora y el tiempo.

Aquel rosa fuerte que aureolaba el horizonte, indicaba un calor asfixiante.

Como respondiendo a esta idea, un viejo, que se había asomado a la puerta de la casa más grande del lugar, y que parecía la más lujosa, dijo:

—¡Y van a venir hoy excursionistas para la Ciudad encantada!

—No sabemos si vendrán por aquí o por Villajoyosa, padre —repuso un joven.

—Por aquí pasaron las caballerías con los avíos de la comida —añadió un muchachote—; pero seguramente se van por el otro lado nada nos han dicho.


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Publicado el 5 de abril de 2021 por Edu Robsy.

La Casa de Arabu

Robert E. Howard


Cuento


A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.

Leyenda babilónica de Ishtar

—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?

Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.

Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Miss Dorothy Phillips, mi Esposa

Horacio Quiroga


Cuento


Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño, como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posición, y gozo de buena salud.

Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.

Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.

Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho —pero al revés— para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habrá nunca es para usurpar el título de belleza cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.


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Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Mejor Hombre

Edith Wharton


Cuento


1

Había caído la tarde. Sólo el haz de luz proyectado por la lámpara del escritorio del gobernador Mornway rescataba de la oscuridad reinante su imponente corpulencia mientras se hallaba recostado en una cómoda butaca en la actitud relajada que solía adoptar a esa hora.

Cuando el gobernador de Midsylvania descansaba, lo hacía a conciencia. Cinco minutos antes había estado inclinado sobre la mesa de su oficina, como un Atlas con el peso del Estado sobre sus hombros. Ahora, concluidas sus horas de trabajo, ofrecía el aspecto de quien ha pasado el día holgazaneando a placer y se dispone a terminarlo disfrutando de una buena cena. Su indolencia atenuaba la crónica agitación de su hermana, la señora Nimick, la cual, fuera del círculo de luz de la lámpara, quedaba sumida en la acogedora penumbra de la chimenea. De vez en cuando, llamas con inquisitivos destellos iluminaban su rostro.

Por lo general la presencia de la señora Nimick no invitaba al descanso, pero la serenidad del gobernador no era de las que se perturban fácilmente. Se comportaba con el aplomo de quien sabe que hay un mosquito en la habitación pero se encuentra a salvo con el mosquitero echado por encima de la cabeza. Su calma se reflejó en el tono con el que, reclinándose hacia atrás para sonreírle a su hermana, comentó:

—Ya sabes que no voy a concertar ninguna cita esta semana.

Era el día posterior a la gran victoria reformista que, por segunda vez, había colocado a John Mornway al frente del Estado, un triunfo que hacía parecer insignificante la tremenda batalla de su primera elección. Ahora se arrellanaba en su asiento con la sensación de imperturbable placidez que sobreviene tras un esfuerzo recompensado.

La señora Nimick farfulló una disculpa:

—No entiendo… He visto en los periódicos de la mañana que se había elegido al fiscal general.


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Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

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