I. La abuela
Cuando Mari-Rosario salió al portal, temblole gozosamente el corazón viendo dos rapaces que llegaban.
Eran sus dos nietos, Martinico y Sarieta de su hijo Martín.
Un año había estado sin verles; ahora en Pascuas se cumplía. Jurole
la nuera, la noche de la última pendencia, que ni las criaturas habían
de venir.
¿Es que se los mandaría su hijo a hurto de aquella sierpe de mujer?
Y los llamó:
—Martinico, Sarieta: ¿os mandó el padre a casa de la agüela, o venís por vuestro antojo?
Los muchachos se pusieron a cavar la tierra con una raíz de enebro,
para enterrar una langosta viva que traían colgada de un esparto verde.
—Martinico, Sarieta: ¿que no besáis a la agüela?
Entonces ya tuvieron que levantarse los nietos, y fueron acercándose
muy despacito, mirando un pájaro que cruzaba la desolación de la rambla.
Mari-Rosario reparó en sus delantales cortezosos de mantillo de muladar y de caldo de almazara.
—¿Cómo no os mudaron hoy, día de Nadal? ¡Así fuisteis a la Parroquia!... ¿Qué os dijo el padre?
Martinico y Sarieta se contemplaron riéndose, como hacían cuando
mosén Antonio, sentado en el ruejo del ejido, les llamaba para que no se
apedreasen, y ellos se reían sin querer.
—¿Qué os dijo el padre?
Martinico levantó su cabeza albina y esquilada, y gritó:
—¡Que pidiésemos aguinaldos!
Después la abuela, tomando a los chicos de las manos, los pasó a la
casa para darles las toñas de miel y piñones tostados. Se había
levantado de madrugada para cocerlas; ¡así estaban de tiernas y
olorosas! Ni siquiera las cató, que primero habían de comerlas los
nietos. Prometiose enviárselas, con los dineros de la alcancía que
guardaba, por mediación de un cabrero. Ya no era menester. Y en tanto
que bajaba de lo más escondido de la alacena la hucha de barro, les
preguntó:
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