Al separarse del cuerpo, aquel alma iba satisfecha; casi me atrevo a
decir que le retozaba la alegría. ¡Por fin! Había llegado el instante
venturoso de recoger el premio de una vida entera de virtudes. A
Cándido, en la tierra, le llamaban «el santo». Y los santos, es al morir
cuando hacen el negocio.
Así discurría el alma, ascendiendo suavemente hacia el empíreo por
campos de luz y praderías de estrellas. El solo hecho de no ser
arrastrada al profundo abismo anunciaba ya la próxima beatitud. Subía,
subía, sin esfuerzo, como si, por debajo de los brazos, la empujasen
manos cariñosas. Eran, sin duda, los ángeles de su guarda, pues aquel
alma creía tener más de uno, requisito sin el cual la santidad es
doblemente difícil de conseguir.
Descansando algún ratito en vellones de nubes, columpiándose en el
anillo de un astro, el alma iba acercándose al luminoso centro del
primer cielo, que gira en torno del segundo como rueda de oro
incandescente. Y a la puerta de entrada de aquel brillante espacio, que
era un arco gigantesco de fuego puro y fijo, el alma vio realmente a un
ángel, sin duda el portero, de cuya voluntad dependía que se le
franquease el ingreso en el paraíso.
Llena de confianza se acercó el alma, suponiendo que no tropezaría
con la menor dificultad; pero el ángel, no risueño y gracioso, sino
severo y esclavo de la consigna, la detuvo con sólo un blandir de la
espada sinuosa que serpenteaba y centelleaba en su diestra.
—Alto ahí —ordenó el vigilante—. No se pasa hasta que esté averiguado
tu derecho. Aquí hay jueces de las almas. Vas a comparecer ante su
tribunal.
El alma, segura de sí misma, hizo una señal de aquiescencia, y al
punto los jueces, vestidos de togas verdes y provistos de balanza y
platillos, se presentaron, rígidos y en fila, en el umbral.
Leer / Descargar texto 'El Alma de Cándido'