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Pensar á Voces

José Fernández Bremón


Cuento


A mi cariñoso y verdadero amigo
Isidoro Fernandez Florez.


Todos los dias oimos á nuestro lado palabras sueltas que se escapan involuntariamente á individuos que pasan hablando a solas sin notarlo: con frecuencia vemos personas que accionan sin hablar, como si sostuvieran disputas muy acaloradas: más de una vez el eco de nuestras propias palabras nos ha advertido que íbamos por la calle hablando en voz alta y llamando la atencion de los transeúntes. Todo esto no es sino una débil manifestacion de la actividad febril de nuestro cerebro, tumultuoso taller que funciona sin cesar, congreso en sesion permanente, y manicomio en que, entre mil ideas extravagantes, descuellan alguna vez pensamientos razonables. El saber callar las necedades que se ocurren es la prueba del buen juicio: ocultar en sociedad ciertos pensamientos que escandalizarian á las gentes, constituye la prudencia: dominar los latidos de la soberbia, los deseos livianos, la envidia y todas las pasiones, es la virtud. ¡Qué diferencia entre el tranquilo aspecto de algunos rostros impasibles, y el motin interior de las ideas bajo el cráneo! vienen á ser como esos edificios cerrados, cuya severa fachada no denuncia los crímenes domésticos que en sus habitaciones se consuman.


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Dominio público
23 págs. / 40 minutos / 27 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Pena de Muerte

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Casualmente la víspera —empezó a contar el sargento de guardias civiles, apurado el vaso de fresco vino y limpios los bigotes con la doblada servilleta— había ya caído en la tentación, ¡cosas de chiquillos!, de apropiarme unas manzanas muy gordas, muy olorosas, que no eran mías, sino del señorito; como que habían madurado en su huerto. Les metí el diente; estaban tan en sazón, que me supieron a gloria, y quedé animado a seguir cogiendo con disimulo toda fruta que me gustase, aunque procediese de cercado ajeno.

Cuando el señorito me llamó al otro día, sentí un escozor: «Van a salir a relucir las manzanas», pensé para mí; pero pronto me convencí de que no se trataba de eso. El señorito me entregó su escopeta de dos cañones, y me dijo bondadosamente:

—Llévala con cuidado. Mira que está cargada. Si te pesa mucho, alternaremos.

Le aseguré que podía muy bien con el arma, y echamos a andar camino de las heredades. En la más grande, que tenía recentitos los surcos del arado (porque eso sucedía en noviembre, tiempo de siembra del trigo), se paró el señorito y yo también. Él levantó la cabeza y se puso a registrar el cielo.

—¿No ves allí a esa bribona? —me preguntó

—¿A quién?

—A la «garduña»…

—Señorito, no. Son cuervos; hay un bando de ellos.

En efecto, a poca altura pasaban graznando cientos de negros pajarracos, muy alegres y provocativos, porque veían el trigo esparcido en los surcos y sabían que para ellos iba a ser más de la mitad. (¡Pobres labradores!). El señorito me pegó un pescozón en broma, y me dijo:

Más arriba, tonto; más arriba

Allá, en la misma cresta de las nubes, se cernía un puntito oscuro, y reconocí al ave de rapiña, quieta, con las alas estiradas, Poco a poco, sin torcer ni miaja el vuelo, a plomo, la garduña fue bajando, bajando, y empezó a girar no muy lejos de donde nos encontrábamos nosotros.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 54 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Pelea de Perros

Javier de Viana


Cuento


Era uno de esos días en que el cielo está bajito y tiene color de sucio y el aire está así como baboso en que todo pesa, en que todo fastidia, en que todo aburre. El sol estaba alto todavía, pero no alumbraba: era como un cigarro húmedo, que está encendido y sin embargo no tira.

Bajo la enervante acción atmosférica, don Patricio, que era el más bueno y el más plácido de los hombres, sentíase molesto, violento, casi irascible. Sentado junto a la puerta de la cocina, se le habían apagado tres tizones y todavía estaba largo el pucho. Además, las hebras blancas y rígidas de los espesos bigotes, revolucionados, tan pronto le cosquilleaban las narices, como se le introducían en la boca; y a cada manotón que daba, llamándolos al orden, se rebelaban con mayor impertinencia.

Pero, no obstante todo lo molesto y mortificado que se hallaba, don Patricio no dejó de advertir la expresión de abatimiento reflejada en el rostro de María, su nietita, quien, como de costumbre, le acarreaba, durante horas, el amargo. Concluyó por interrogarla:

—¿Qué tenés, Maruja?

—¿Yo?... ¡Nada!—respondió la chica; y rompió a llorar.

—¿Nada?... Nada, y se t'enllenan los ojos de agua?...

Y ella, sin poder contenerse por más tiempo, cayó de rodillas, abrazándose a las rodillas del viejo, y dijo con voz entrecortada por el llanto:

—¡Ah, tata viejo!... ¡Soy tan disgraciada!.... ¿Usté sabe que Mateo me... me quiere?...

—Eso ya lo sabía.

—Y que yo también lo quiero...

—Eso no lo sabía, pero lo malisiaba... ¿Y esa es la culpa de que estés triste y llorona?...

—¡La culpa es que tata no quiere saber de que me case con Mateo!...

—Es güen muchacho Mateo...

—Ya se lo dije a tata y él dijo que sí.

—Guapo pal trabajo.

—Asina le dije a tata, y él acetó...

—Muy arreglao, sin vicios...


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 40 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¡Patroncito Enfermo!

Javier de Viana


Cuento


—¡Una taba cargada no tiene más suerte qu’ este animal de Polidoro!

—Y más haragán que un gato mimoso. Llenar la panza y echarse a dormir, es lo único que hace, porque hasta pa hablar tiene pereza ese cristiano.

—No es verdá: ¿dónde dejás su mancarrón? Pa cuidar su matungo no le pesa el mondongo...

—Cierto. Pero, ¿pa qué lo cuida?... Ni dentra en ninguna penca, ni lo empriesta pa que otros dentren, ni lo luce en nada; sólo lo monta pa dar una güeltita por el campo al tranco, cuando ha bajao el sol. ¡Indio sinvergüenza!...

—¡Así está, hinchao como un chinche!


* * *


Esta conversación se repetía todos los días, diez veces al día, entre los peones de la estancia Grande. Todos odiaban y envidiaban a Polidoro; y, sin embargo, nadie, ni el mismo patrón se atrevían a increpado por su holgazanería. Polidoro era sagrado. Polidoro no sufría los fríos de las madrugadas de «recogidas», ni las fatigas de las hierras, ni el tormento de las tropeadas. A montear no iba nunca, a alambrar, tampoco; en la esquila comía pasteles, tomaba mate y jugaba al güeso. En cuanto a trabajo... ni comedirse a alcanzar una manea.

¿Qué quién era Polidoro?... Un gaucho aindiado, petizo, retacón, casi lampiño. No era peón de la estancia, pero vivía allí, allí comía, allí dormía y allí le daban todo el dinero que necesitaba para sus vicios. ¿Quién se lo daba?... «Patroncito», el tirano.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 35 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Paternidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La romería terminaba felizmente, sin quimeras ni palos. Diríase que, según transcurrían las largas horas de aquella tarde de junio, la alegría iba en aumento aunque disminuyese el ruido, porque los músicos, rendidos de soplar en los cornetines y las flautas y de pegarle al bombo porrazos, se secaban la frente con anchos pañuelos de algodón de colorines, y menudeaban tragos de resolio, a medida del deseo del resecado gaznate. El aire estaba impregnado del olor del pulpo cocido y de la penetrante, húmeda y áspera emanación de la flor del castaño. Nos disponíamos a marchar, emprendiendo el camino de la Vilamorta —antes que cayese la noche y no se pudiese andar por los senderos con el calzado que gastan los señoritos— cuando se nos acercó un viejo «más alumbrado que el Santísimo», según la pintoresca frase del cura de Naya. Venía cantando, mejor dicho, berreando destempladamente, coplas muy religiosas, en honor de Nuestra Señora del Montiño, titular del santuario, y de San Antonio milagroso; y de pronto, entre las canciones edificantes, intercaló una que nos obligó a taparnos los oídos, porque, ¡dianche, picaba la condenada lo mismito que la guindilla!

Por fortuna, el cura de Naya, que en unión del notario de Cebre y el señorito de Limioso nos había acompañado y compartido nuestra merienda, es un sacerdote de muy desahogado genio, corriente y moliente, aunque, eso sí, virtuoso a su manera como el que más. Riose a carcajadas de la facha y el canturrio del viejo, y le llamó haciéndome un guiño, a estilo de quien dice: «Nos vamos a divertir un rato. Verá usted».

—Hola, tío Fidel —preguntole cuando estuvo tan cerca que el vaho de su borrachera llegaba hasta nosotros—, ¿qué tal? ¿Han caído buenos vasos? Estaba de recibo el vino, ¿eh? Porque le veo con muchos ánimos para cantar, y el hombre, ya se sabe, sin un buen vino no vale para cosa ninguna.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 50 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Pascual López

Emilia Pardo Bazán


Novela


Prólogo

Va arraigándose cada vez más la costumbre de que toda obra que sale a luz y no lleva al frente un nombre de autor acreditado y aplaudido ya del público, se ampare bajo la égida protectora de un prefacio más o menos extenso, con la firma de algún célebre crítico o prosista, al modo que en las tertulias los antiguos asistentes presentan e introducen a los modernos. Este requisito del prólogo, elevado ya a sacra fórmula del ritual literario, no lo suelen omitir nunca los autores noveles, particularmente si pertenecen al sexo menos dado a manejar la pluma.

El prólogo es, de ordinario, una disertación acerca de la índole y género de la obra que encabeza; disertación que así puede condensarse en escasas páginas como crecer, a favor de lo elástico del asunto. Halla con esto el prologuista ocasión oportuna de mostrar y lucir sus conocimientos, ya renovando y trayendo a colación añejas contiendas entre escuelas rivales, e ingiriendo con maña y tino unas cuantas citas de autores antiguos y modernos, ya discurriendo con agudeza o profundidad sobre cuestiones y puntos de crítica delgada y sutil. Con lo cual, y la indispensable añadidura de elogios calurosos y razonadas exhortaciones al autor, y de no pocas advertencias al público, a fin de que observe e inscriba en el anuario la nueva estrella que acaba de asomar por el horizonte, termina el prefacio y queda el joven libro apto para arrostrar la terrible prueba de la publicidad, como Don Quijote, después que el ventero le hubo conferido la gloriosa orden de caballería, quedó dispuesto para todo linaje de empresas y aventuras.


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198 págs. / 5 horas, 46 minutos / 353 visitas.

Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Paracaídas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Es tan vulgar el caso! Al tratarse de infortunios, asaz comunes, corrientes y usuales, ocurre, naturalmente, desenlaces previstos también: el disgusto momentáneo en la familia, un período de rencillas y desazones, y, al cabo, la reconciliación, que cicatriza más o menos en falso la herida, pero siquiera ataja la sangre del escándalo...

No obstante, algunas veces la realidad presenta inesperadas complicaciones, y no son los finales tan pacíficos y burgueses.

Hay siempre, en las grandes penas de la vida, un momento especialmente amargo. En apariencia, se agranda el abismo del destino, y los que a él se asoman sienten que es insondable ya. Para Celina fue este momento aquel en que participó a su madre la resolución adoptada, y vio su propia desesperación reflejada en las mejillas, ya consumidas por la edad, y en los ojos amortiguados —había llorado mucho— de la infeliz señora.

Todo padre está sentenciado a sufrir no los dolores que normalmente corresponden a una vida humana, sino los de muchas vidas. Eso es, principalmente, la maternidad: solidaridad con unos cuantos seres para sufrir doblemente lo que ellos sufran.

La madre de Celina, aquella modesta y resignada señora de Marialva, tenía el corazón, según la hermosa imagen mítica, coronado de espinas, pero espinas maternales.

De seis hijos le quedaban tres. Los otros, una niña preciosa, una flor, y dos mocetones, con su carrera terminada, habían muerto en lo mejor de la edad, del mismo mal que su padre, aunque ahora dicen los médicos que la tisis no se hereda.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 98 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Para Volver a la Noche

Arturo Robsy


Cuento


Papá veía la televisión con un ojo en el periódico. Papá nunca se cansaba de enterarse de las mismas noticias repetidas. Mamá hacía las tortillas de la cena en la cocina. Juanito, menos atrapado por la vida, lanzaba desde la galería pompas de jabón a la calle.

Una, muy grande, se elevó algo más y, al seguirla, Juanito se quedó con la vista alta: la luna, aquella señora pálida y burlona, no estaba allí como los otros días.

—Juanito. —llamó la madre, poniendo en la mesa los cubiertos.

—Ven, mamá. No está la luna.

—Muy bien, hijo. Entra a cenar, que se enfría.

—Te digo que no hay luna. Ven a verlo.

—Sí, sí, te oigo. Luego miraré. Entra y come.

El niño, con el estómago lleno, se sumió en otros olvidos. deseaba dormir y también ver la película, pero le costaba decidirse. Por fin se quedó traspuesto en el sofá, ante el televisor y el padre, como de costumbre, se lo llevó en brazos a la cama.

Salvo un niño que hace pompas de jabón, ¿podía preocuparse alguien por una noche sin luna? En otro tiempo, enamorados y poetas se entregarían a emociones profundas. Alguien hubiera echado en falta su rielar sobre el mar en tanto en la lona gemía el viento. Hasta los dedicados a actividades más táctiles, entre beso y beso, se hubieran percatado de que la pálida luz en las pupilas de la amada se había desvanecido, pero estas cosas se hacían ya en los apartamentos de soltero.

Sólo un niño, siguiendo el vuelo errático y tornasolado de una pompa de jabón, comprendió que la luna no acudía a la milenaria cita con las estrellas.

Los mismos astrónomos, a la caza de planetas perdidos entre los sistemas solares o midiendo los velocidades de los Quasars, la vista telescópica perdida en la distancia, no repararon en lo próximo, en el rostro planetario y sonriente que había seguido las andanzas del hombre desde que anduvo.


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Licencia limitada
2 págs. / 5 minutos / 59 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Páginas del Salitre

Baldomero Lillo


Cuento, conferencia


El obrero chileno en la pampa salitrera

(Conferencia inédita)


La gran huelga de Iquique en 1907 y la horrorosa matanza de obreros que le puso fin, despertaron en mi ánimo el deseo de conocer las regiones de la pampa salitrera para relatar después las impresiones que su vista me sugiriera en forma de cuentos o de novela.

Hace ya algún tiempo que efectué este viaje del cual me he aprovechado para escribir un libro que publicaré dentro de poco.

Estas páginas son un extracto de ese trabajo en el cual he tratado de reproducir, lo más fielmente posible, las características y modalidades de esa vida que, hoy por hoy, es única en el mundo.

Como es lógico, he dedicado la mayor atención a describir las condiciones de vida y de trabajo del operario chileno. Esto es un problema de vital importancia que exige para el bienestar futuro de la República una inmediata solución.

Por el clima, la índole especialísima de sus faenas, el régimen patronal, la preponderancia del elemento extranjero y la nulidad de la acción gubernativa, la tierra del salitre, abrasada por el sol del trópico, es una hoguera voraz que consume las mejores energías de la raza.

Menos mal si acaso este sacrificio tuviese su compensación, pero todos sabemos que descontando lo que percibe el Estado por derechos aduaneros y algunos proveedores nacionales por ciertos artículos, la casi totalidad de los valores que produce la elaboración del nitrato salen fuera del país.

El alcoholismo, la tuberculosis, las enfermedades venéreas, los accidentes del trabajo y el desgaste físico de un esfuerzo muscular excesivo abren honda brecha en las filas de los obreros, y entonces, como generales que piden refuerzos para llenar las bajas después de una batalla, los salitreros envían al sur sus agentes de enganche que reclutan con el incentivo de los grandes jornales lo más granado de nuestra juventud obrera y campesina.


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34 págs. / 59 minutos / 53 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2023 por Edu Robsy.

Página Suelta

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El destacamento había marchado toda la mañana, y, después de un breve alto, fue preciso seguir la caminata emprendida para acampar, ya anochecido, como Dios dispusiese, en la linde del bosque. La lluvia (rara en aquel clima durante el mes de diciembre) no había cesado de caer en hilos oblicuos, apretados y gruesos. Sorprendidos por el capricho de las nubes, desprovistos de mantas y capotes, soldados y oficiales se resignaron, o, mejor dicho, se chancearon con el agua; y era preciso todo el azogue de la juventud, todo el ánimo del soldado, todo el estoicismo del carácter peninsular, para no darse al mismo demonio al sentirse empapados como esponjas. Hacía calor, y el chorreo del agua no parecía sino que aumentaba la densidad de la temperatura pegajosa, sofocante, y con la marcha, irresistible. ¡Sudar el quilo y mojarse a un tiempo, caramba! Y no había otro remedio que seguir andando, a socorrer al pueblecillo cercado por los insurrectos, donde hacían desesperada y heroica defensa los moradores, capitaneados por el párroco, un fraile dominico muy terne... La idea de salvar a españoles y españolas de la muerte y de los ultrajes alentaba al destacamento y le ponía alas en los pies, aunque el barro, que subía hasta las rodillas, se los calzase de plomo.


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4 págs. / 8 minutos / 54 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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