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La Comedia Piadosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


I. Casuística

Ni los años ni los corrimientos habían ofendido demasiadamente la hermosura de doña Petra Regalado Sanz, a quien conocía por Regaladita la buena sociedad de Marineda. De un cabello negro como la pez, aún quedaban abundantes residuos entrecanos, peinados con el arte en sortijillas; de un buen talle y de unas lozanas carnes trigueñas, una persona ya ajamonada y repolluda, pero muy tratable, como dicen los clásicos; de unos ojuelos vivos y flechadores, «algo» que aún podía llamarse fuego y lumbre; de unas manitas cucas, otras amorcilladas, pero hoyosas y tersas como rasolíes. Con tales gracias y prendas, no cabe duda que Regaladita estaba todavía capaz de dar un buen rato al diablo y muchisímas desazones al ángel custodio: por fortuna (apresurémonos a declararlo, no le ocurra al lector a sospechar de la honestidad de nuestra heroína), Regaladita no pensaba en tal cosa, sino muy al contrario, como veremos, y con altísimos y cristianos pensares.

Era viuda, de marido que, por vivir poco, no molestó en extremo, aunque sí lo bastante para que Regaladita le cobrase cierto asquillo a la santa coyunda y se propusiese no reincidir. Disfrutaba una rentita modesta en papel del Estado, suficiente para el desahogo de una señora «pelada», como ella decía. Cortaba el cupón apaciblemente, y ni la apuraban malas cosechas, ni emigraciones, ni desalquilos, ni impuestos, ni litigios, ni otros inconvenientes que traen a mal traer a los propietarios de fincas rústicas y urbanas. En cambio, las alteraciones del orden público y de la paz europea solían causarle jaqueca y flato. Cuando sus amigas veían a Regaladita con ruedas de patata en las sienes, ya se sabe: echaban la culpa a Ruiz Zorrilla o al emperador de Alemania.


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16 págs. / 28 minutos / 53 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cirugía

Antón Chéjov


Cuento


Habiéndose marchado el doctor, recibe, en su lugar, a los enfermos del hospital el enfermero. Se llama Kuriatin. Es un buen hombre, gordo, de unos cuarenta años, con una americana blanca muy usada. Está muy penetrado de la gravedad de su misión y de su responsabilidad. Fuma un cigarro que despide un olor detestable.

La puerta se abre y entra el chantre Vonmiglasov, un viejo muy robusto, de elevada estatura, vestido con una sotana. Su ojo derecho está medio cerrado.

Busca un icono en el rincón, y no hallándole, se persigna con los ojos puestos en una gran botella de ácido fénico. Luego se saca del bolsillo un pequeño pan bendito; y, saludando al enfermero, se lo pone delante.

—¡Ah! ¡Buenos días!— dice el enfermero bostezando—. ¿En qué puedo servir a usted?

—Vengo a pedirle auxilio, Sergio Kusmich, que Dios le bendiga. Estoy padeciendo como el mismo Job no padecería.

—¿Qué le sucede a usted?

—¡Las muelas! Es para volverse loco, Dios me perdone. Imagínese usted que me siento a la mesa, en compañía de mi vieja, a tomar una taza de té, ¡y no puedo! ¡Ni una sola gota! Un dolor infernal; he estado a punto de caerme de la silla.

—¿Una muela nada más?

—Si, pero... aparte de esa muela, me duele todo este lado de la cara... Hasta la oreja me duele, como si tuviera dentro un clavo o cualquier otro objeto. ¡Es para morirse! El Señor me castiga por mis innumerables pecados. Ni siquiera puedo cantar durante la misa. No he pegado los ojos en toda la noche.

—Si, es desagradable— dice el enfermero—. Vamos en seguida a ver qué tiene usted. ¡Siéntese! ¡Abra la boca!

Vonmiglasov se sienta y abre la boca cuanto puede.

El enfermero pone una cara severa, se inclina sobre el enfermo y le mira la boca. Entre las muelas amarillas advierte una con una ancha carie.


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Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

La Cigarrera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Primera versión

¿Qué seria de la humanidad si no tuviese ciertos inofensivos vicios? Los vicios de nuestra época se distinguen de los de las demás por ser vicios principalmente cerebrales. La excitación que los romanos, por ejemplo, gustaban de ejercer sobre la oficina de la nutrición, el estómago, nuestra edad la prefiere sobre la oficina del pensamiento, el cerebro. Hay tres cosas que el hombre moderno, el hombre de las ciudades, prefiere, y que le costaría trabajo prescindir de ellas: y todas tres son excitantes directos del cerebro, avivadores de la vida intelectual, verdaderos venenos intelectuales, como les llama un escritor científico reciente: a saber: el café, el alcohol, el tabaco.

Si los higienistas y moralistas que quieren suprimir el uso del tabaco logran al fin salirse con la suya, desaparecerá uno de los más curiosos y característicos tipos femeninos: la cigarrera.

Porque tiene el tabaco el privilegio de ser una de aquellas industrias que hacen subsistir a no pocas ni felices mujeres; y el cigarro que el hombre fuma, antes de llegar a sus labios, ha de pasar por infinitas manos femeniles.

¡Oh y cuan pocos son los recursos que la sociedad ofrece a la mujer! ¡Cuan contados los ramos en que le es dado ejercer su actividad! Este del cigarro es uno de esos pocos; y comunica a las mujeres que en él se emplean algo de la actividad y de la excitación que comunica a los que lo fuman.

No es la cigarrera la tosca mujer del campo, con sus sentidos entorpecidos, su mansa pasividad, su timidez brutal en ocasiones: es una mujer viva, impresionable, lista como la pólvora, de afinados nervios y rápida comprensión.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 126 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Cerezas

Teodoro Baró


Cuento infantil


Juanito tenía diez años; unos ojos grandes como manzanas y negros como moras y labios semejantes a su fruta favorita, las cerezas. Era aficionado a ellas con locura, y con ser tantas las que pesaban en las ramas de un cerezo que había delante de su casa, llevaba la cuenta de ellas, comiéndose todos los días las que estaban más maduras, no sin que algunas veces, por falta de medida en el comer, que todo la requiere en este mundo, y por pecar de goloso, que es cosa fea como todo pecado, hallaba en éste la penitencia y lo purgaba con indigestiones. Cuando estaba en cama y a dieta, hacía formal propósito de enmienda, que duraba tanto como la indisposición, pues no tenía fuerza de voluntad bastante para abstenerse de lo que no le convenía.

Si las cerezas gustaban a Juanito, también gustaban a los gorriones; y como en el elegir la fruta sazonada son maestros los pájaros, abrían con su pico un agujero en las más maduras y azucaradas y se recreaban comiendo y bebiendo a un tiempo. Pero lo que era solaz para los gorriones, era desesperación para el niño, que se ponía furioso cada vez que al coger una cereza la hallaba picada; y aunque hubiesen dejado para él la mejor parte, no se consolaba, por más que los gorriones al picotear cantasen:


¡Qué rica está! ¡Pi, pi, pi!
Hay para ti y para mí.
 

—Ahora verás lo que hay para ti, decía Juanito echando espumarajos de rabia, sin tener en cuenta que los niños se ponen muy feos cuando tal hacen, porque la ira es cosa del infierno. Cogía piedras y las tiraba a los gorriones, acertándoles algunas veces; y cuando caían atontados, los remataba para que no volvieran a comerse sus cerezas. También tenía guerra declarada a los insectos, porque a veces encontraba en ellas algún gusanillo que las tomaba por morada; y cuando los veía en el suelo o en las hojas de las flores, los aplastaba, repitiendo lo que decía cuando mataba algún gorrión:


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Dominio público
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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cena de Cristo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había un hombre lleno de fe, que creía a pies juntillas cuanto nos enseñan la religión y la moral, y, sin embargo, tenía horas de desaliento y sequedad de alma, porque le parecía que el cielo dista mucho de la tierra, y que nuestros suspiros, nuestras efusiones de amor, nuestras quejas, tardan siglos en llegar hasta el Dios que invocamos, el Dios distante, inaccesible en las lumínicas alturas de la gloria. No dudaba de la realidad divina, pero la creía muy alta y había llegado a ser en él idea fija la de ponerse en relación directa con el que todo lo puede y lo consuela todo.


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3 págs. / 5 minutos / 59 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Casa del Labrador

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Junto a los seculares troncos de la arboleda florecen los rosales de Aranjuez; arriba, entre las olas inquietas del follaje, aletea el faisán, ave amada de los reyes; en medio de esa frondosidad que viste la primavera con nuevas hojas, dando a la luz un reflejo verde de misterio, álzase la Casa del Labrador, el capricho bucólico de los Borbones españoles, de una rebuscada elegancia en su simplicidad, como las pastorcillas de Watteau, que apacientan corderos con escarpines de raso y moñas de seda en el cayado.

Los bustos de mármol, las estatuas mitológicas, destacan su nívea blancura en balaustradas y hornacinas, sobre los muros de cálido rojo veneciano; en el interior, las columnas de piedras multicolores pulidas como espejos, los pisos de mosaicos antiguos, las doradas guirnaldas, los muebles que afectan formas griegas, los relojes monumentales, las raras porcelanas, las sederías costosas que guardan su fresca magnificencia al través de los siglos, los gabinetes con adornos de platino, los ricos esmaltes y hasta el retiro de las más urgentes necesidades, con su asiento solemne y majestuoso como un trono, todo ello hace revivir una época fácil y tranquila, de estiradas ceremonias en la existencia oficial y magnificas comodidades en la existencia íntima, de regalo y placer para la parte más grosera del cuerpo, y santa calma y beatífica inacción para el pensamiento, dormido bajo la cobertera de la peluca.


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4 págs. / 8 minutos / 59 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Casa de los Telarones

Antonio Afán de Ribera


Cuento, leyenda


I

El desocupado transeúnte que, sin miedo a las rondas y a los malos encuentros, hubiese pasado la noche del 24 de abril del año de 1774 por la callejuela llamada de las Faltriqueras de San Gregorio el Alto, después del toque de ánimas, dado por las campanas de la ya iglesia colegiata de Nuestro Salvador, de seguro que se hubiera quedado estupefacto al presenciar el barullo y las distintas afirmaciones con que narraban el suceso hombres y mujeres, niños y ancianos, todos con una discordancia de pareceres capaz de perturbar el cerebro mejor organizado.

—Yo he oído perfectamente el ruido de la lanzadera —decían unos.

—Yo he visto desde lejos moverse las telas como si millares de dedos humanos se empleasen, respondían los otros.

—Yo he visto al capataz de los incógnitos trabajadores, añadía una mozuela, y es bien parecido y de robustos brazos.

—Así lo quisieras, descocada, le replicaba una vieja. La Paquilla está siempre pensando en los buenos mozos, desde aquel coracero de la Guardia que la dejó plantada.

—Claro es eso, comadre Anacleta, afirmaba otra interlocutora; como que en lugar de ser un hombretón, la figura que se distingue es poco más que el enanillo que enseñaban estas pascuas los saltimbanquis.

Y en estas murmuraciones y estos distingos tuvieron lugar de presentarse en escena un golilla con sus satélites precedidos de los más justicieros comisarios, todos para quedarse con la boca abierta y algunos grados de miedo contemplando un destartalado y ruinoso casaron, que por sí solo formaba una pequeña manzana, sin que una luz dejase ver sus resplandores por los resquicios de las carcomidas maderas, ni voz humana sonar en sus ámbitos.


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6 págs. / 11 minutos / 34 visitas.

Publicado el 1 de febrero de 2023 por Edu Robsy.

La Carga Ligera

Hermanos Grimm


Cuento infantil


En una ocasión había una buena vieja que vivió con una manada de gansos en un desierto en medio de las montañas, donde tenía su habitación. El desierto se hallaba en lo más espeso de un bosque, y todas las mañanas cogía la vieja su muleta e iba a la entrada del bosque con paso trémulo. Una vez allí, la buena vieja trabajaba con una actividad de que no se la hubiera creído capaz al ver sus muchos años, recogía hierba para sus gansos, alcanzaba las frutas salvajes que se hallaban a la altura a que podía llegar, y lo llevaba luego todo a cuestas. Parecía que iba a sucumbir bajo semejante peso; pero siempre le llevaba con facilidad hasta su casa. Cuando encontraba a alguien le saludaba amistosamente.

—Buenos días, querido vecino, hace muy buen tiempo. Os extrañará sin duda que lleve esta hierba; pero todos debemos llevar acuestas nuestra carga.

No gustaba, sin embargo, a nadie el encontrarla y preferían dar un rodeo, y si pasaba cerca de ella algún padre con su hijo, le decía:

—Ten cuidado con esa vieja; es astuta como un demonio; es una hechicera.

Una mañana atravesaba el bosque un joven muy guapo; brillaba el sol, cantaban los pájaros, un fresco viento soplaba en el follaje, y el joven estaba alegre y de buen humor. Aún no había encontrado un alma viviente, cuando de repente distinguió a la vieja hechicera en cuclillas cortando la hierba con su hoz. Había reunido ya una carga entera en su saco y al lado tenía dos cestos grandes, llenos basta arriba de peras y manzanas silvestres.

—Abuela, le dijo, ¿cómo pensáis llevar todo eso?

—Pues tengo que llevarlo, querido señorito, le contestó; los hijos de los ricos no saben lo que son trabajos. Pero a los pobres se les dice:

Es preciso trabajar,
no habiendo otro bienestar.


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11 págs. / 19 minutos / 157 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Capa Encarnada

Federico Gana


Cuento


(De las Memorias de un Bohemio)


...Así, escribiendo lo que me pasa por la cabeza, me olvido de lo presente y mi alma parece entibiarse con el recuerdo. Viejo y pobre estoy ahora, y esta mañana de invierno me hace sentirme más viejo, más solo y más pobre que nunca.

La pieza donde estoy hospedado ahora, que no tiene alfombra en el suelo ni papel en las paredes, solo me cuesta una miseria, y hace varios meses que debo el arriendo. ¿Lo pagaré alguna vez?

Como estoy solo, entre algunos amigos pobres paso estas escaseces, y así va corriendo mi vida. ¡Ah! ¡qué vida, Dios mío!

Con los años, y más que con los años, con la soledad, no tengo fuerzas para pensar en hacer algo. Es tan difícil encender e entusiasmo cuando uno no tiene nada que le aliente.

Y así voy por las calles pascando mi levita raída y mi cabeza gris, sin saber a dónde ir.

Ahí, en la pared blanqueada de cal, colgando fúnebremente de un clavo, está mi viejo paletó de invierno. ¡Cuántos anos, cuántos inviernos han pasado sobre los dos!

En otro tiempo, cuando lo compre, yo era casi tan pobre como ahora; pero, en fin, había algo que hacer, algo en que pensar...

Trabajaba yo en una imprenta, la de la primera “Linterna” que se fundó. ¡Con cuánto entusiasmo, ingenuidad y alegría se escribía entonces sobre la libertad, la igualdad, la fraternidad! Ahora todo eso está viejo y gastado como ese pingajo mugriento.

Yo tenía en el diario la sección de la tijera, hacía de cuando en cuando algunas traducciones del francés y contrataba avisos, de todo lo cual solía sacar mis ochenta pesos al mes.

Debo decir aquí que ya en aquella época estaba solo, porque mi madre había muerto y jamás llegué a conocer a mi padre.

Poco después de entrar a la imprenta, me trasladé de la casa de pensión en que estaba hospedado, uniéndome a una jovencita con la que me casé en un día de hermoso sol.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 35 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2022 por Edu Robsy.

La Caja de Cerillas

Nilo Fabra


Cuento


Rico, viejo, achacoso, sin hijos que le heredasen, y solo con parientes, lejanos y codiciosos, era Samuel Rodríguez el más infeliz de los avaros. Ni el afán de acapararlo todo, ni el placer de contar y recontar el fruto de sus granjerías, ni la necia vanidad de que podía poseer lo que otros inútilmente ambicionaban, hacíanle llevaderas las angustias, zozobras y fatigas que producía en su ánimo, naturalmente pusilánime, el temor de perder el bien alcanzado con tantas privaciones.


* * *


No ha mucho tiempo que Samuel recorría a pie una comarca, donde acababa de sentar los reales para esquilmarla y empobrecerla con sus negocios usurarios, cuando le sorprendió la noche junto a un río, a la sazón infranqueable sin el auxilio de barca, porque repentina avenida había destruido el puente o inutilizado el vado. Lleno de mortal congoja, temiendo a cada paso la sorpresa de imaginarios bandoleros, pues llevaba en el seno un fajo de billetes de Banco, seguía la margen del río, hasta que la suerte le deparó una barca medio varada en la arena. Su primer intento fue ponerla a flote; mas faltándole fuerzas, y coligiendo por varios y manifiestos indicios que aquel debía de ser lugar frecuentado de pescadores, comenzó a dar voces en demanda de socorro. Acudió solícito a prestarlo uno de aquellos, dueño de la barca, a quien Samuel, con lágrimas en los ojos, suplicó que, por caridad y amor de Dios, le pasase a la orilla opuesta. Era el barquero muy pobre, y de suyo compasivo para con los menesterosos, y tomando por tal a Rodríguez, a juzgar por lo roto, raído y mugriento del traje, accedió, sin estipendio alguno, a lo que pedía, y comenzó a poner en obra su buena intención.


* * *


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5 págs. / 9 minutos / 23 visitas.

Publicado el 19 de febrero de 2023 por Edu Robsy.

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