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La Madre

Máximo Gorki


Novela


PRIMERA PARTE

I

Cada mañana, entre el humo y el olor a aceite del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. Y de las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias soeces desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.

Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana, y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire exhalaciones húmedas de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa.

La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo, y cada hombre estaba contento.

Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer.


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364 págs. / 10 horas, 37 minutos / 310 visitas.

Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Madona del Futuro

Henry James


Cuento


Nos hallábamos conversando sobre artistas con una sola obra maestra en su haber: pintores y poetas que sólo una vez en sus vidas habían sido agraciados por la inspiración divina, que sólo una vez habían accedido al elevado peldaño de la sublimidad.

Nuestro anfitrión nos había estado mostrando una encantadora pintura de gabinete, el nombre de cuyo autor nos era desconocido: alguien, por lo visto, que, tras esforzarse un tiempo por alcanzar el éxito, se había, en apariencia, dejado vencer por el fatal sino de la mediocridad.

Mantuvimos un breve debate sobre lo frecuente del fenómeno, durante el cual observé a H, quien, sentado en silencio mientras terminaba de consumir su cigarro con aire meditativo, al contemplar la pintura que nos habíamos ido pasando alrededor de la mesa, dijo, finalmente:

—No sé hasta qué punto el caso es frecuente, pero conocí a un pobre tipo que llegó a elucubrar esa gran obra maestra sin —y aquí esbozó una leve sonrisa— lograr llevarla a cabo. Apostó por la fama, pero finalmente dejó que se le escapara.


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49 págs. / 1 hora, 26 minutos / 78 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

La luz de una sonrisa y la salvación del hombre

Cristóbal Miró Fernández


Cuento


Cuando Tiké subió al cielo para no volver a bajar jamás a la tierra, harta de los hombres, se lo contó a Zeus, que se enfureció. Tal era su ira que incluso el terrible Ares se escondía, aterrado, lejos del rey de los dioses… Su pecho concibió la idea de destruir la raza humana, ya que no respetaban la idea de justicia, y reunió a los doce dioses para tratar del tema. Les dijo que era corrupta y se merecía su completa destrucción. Les comentó que eran peor que los animales, que se mataban entre ellos sin compasión… Todos los dioses estaban en silencio cuando Afrodita osó alzar su voz y le pidió que no lo hiciese, puesto que ella le demostraría que aún era un ser digno de compasión. Le habló del amor entre amantes, padres e hijos, hermanos… A todas estas razones le respondía Zeus citándole las grandes injusticias cometidas por el hombre. Le relató las guerras, masacres, asesinatos, le habló de su codicia y arrogancia y su impiedad hacia los dioses del Olimpo. Entonces Afrodita le pidió que le diese la oportunidad de brindarle una sola prueba para demostrarle que el ser humano era digno de sobrevivir. Zeus aceptó y Afrodita descendió a la tierra rápidamente a buscarla. Pronto regresó al Olimpo y se la mostró. Era un bebé, inocente y precioso. Entonces el bebé sonrió y su sonrisa inundó de luz al Olimpo. Incluso los caballos de Apolo se quedaron ciegos a causa del resplandor… y Ares, el carnicero y sanguinario dios de la guerra se emocionó. Dejó caer sus armas, sus piernas temblaron y cayó de rodillas mientras el llanto inundaba sus mejillas… Incluso Afrodita se quedó muda ante aquella luz tan brillante. Cuando el niño dejó de sonreír y los Inmortales recuperaron de nuevo la visión, Zeus cedió. Tanto lo había conmovido aquel ser inocente que se había quedado sin habla.


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1 pág. / 2 minutos / 68 visitas.

Publicado el 20 de febrero de 2022 por Cristóbal Miró Fernández .

La Luna Negra

Robert E. Howard


Cuento


I

—Y tal es la leyenda del Espíritu del Zorro Blanco, mi honorable amigo —entonó el viejo Wang Yun mientras cruzaba sus esqueléticas manos bajo su túnica de seda bordada—, y así la contaban los Hijos de Han. Ahora, debo dar de comer a mi viejo compañero.

Steve Harrison, corpulento y sombrío, incongruente ante las porcelanas y la delicada fragilidad de los jades de oriente apilados en la pequeña tienda, apoyó la recia mandíbula en su puño, que asemejaba un martillo. Observó a su anfitrión con una fascinación personal, mientras que el viejo Chino se dirigía arrastrando los pies hacia una jaula de bambú. La embarrotada caja se encontraba sobre el seno de un enorme Buda verde, apoyado contra la pared, en medio de innumerables jarrones Ming y de alfombras del Turkestán oriental. Wang Yun entrecerró sus ojos rasgados y entonó un extraño canturreo, mientras sacaba una botella de leche y un pequeño platillo de jade de algún nicho indeterminado. Involuntariamente, Harrison se estremeció.

—He contemplado los animales de compañía más bizarros que uno pueda imaginar en algunos rincones de River Street —declaró el detective—. Chow-chows, gatos persas, gallos de pelea, pavos reales blancos y bebés cocodrilos… ¡pero que me cuelguen si alguna vez vi a un hombre cuya mascota fuera una cobra real!

—Pan Chau es muy viejo y muy sabio —sonrió Wang Yun—. Recibió el nombre de un gran guerrero que habría destruido el imperio romano, de haber llegado a vivir un año más. Hice que le extrajeran los colmillos a mi viejo amigo, para evitar que pueda hacerme daño alguno, dada su ceguera y su avanzada edad.

—Es usted un hombre muy extraño, Wang Yun —gruñó Harrison.


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17 págs. / 31 minutos / 64 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna del Zambebwei

Robert E. Howard


Cuento


1. El horror entre los pinos

El silencio en los pinares se extendía como una capa de melancolía sobre el alma de Bristol McGrath. Las negras sombras parecían estáticas, inmóviles, como el peso de las supersticiones que flotaban en esta remota y despoblada zona rural. La mente de McGrath era un torbellino de vagos terrores ancestrales; había nacido en los pinares, y en dieciséis años vagando por el mundo no había logrado librarse de sus sombras. Los aterradores cuentos que le estremecían de niño volvían a susurrarle en la conciencia; cuentos de oscuras figuras que acechaban en los claros a medianoche…

McGrath maldijo estos recuerdos infantiles y aceleró el paso. El sendero en penumbra serpenteaba tortuosamente entre densas paredes de árboles gigantescos. No era de extrañar que no hubiera podido contratar ningún transporte en el lejano pueblo del río para que lo trajera a la hacienda de Ballville. La carretera era intransitable para cualquier vehículo, surcada por raíces y vegetación crecida. A unos metros delante de él se veía una curva pronunciada.

McGrath paró en seco, totalmente petrificado. El silencio finalmente se había roto, tan desgarradoramente que un gélido cosquilleo le recorrió el dorso de las manos. Y es que el sonido era el gemido inequívoco de un ser humano agonizando. Durante unos segundos McGrath permaneció quieto, y después se deslizó hasta el comienzo de la curva con el mismo paso sigiloso de una pantera al acecho.

Un revólver de cañón corto había aparecido como por arte de magia en su mano derecha. La izquierda se tensó involuntariamente en el bolsillo, arrugando el trozo de papel que sostenía, y que era el responsable de su presencia en aquel lúgubre bosque. Ese papel era una desesperada y misteriosa llamada de auxilio; estaba firmado por el peor enemigo de McGrath, y contenía el nombre de una mujer muerta hacía mucho tiempo.


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39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 46 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna de Miel

Honoré de Balzac


Novela


Primera parte: Los adúlteros bajo la roca

I. De los viajes en sus relaciones con el matrimonio

En la semana siguiente, tras la misa nupcial que según el uso de algunas familias del faubourg Saint-Germain se celebró a las siete en Santo Tomás de Aquino, Calixto y Sabina montaron en un bonito coche de viaje, en medio de los abrazos, felicitaciones y lágrimas de una veintena de personas agrupadas bajo la marquesina de la mansión de los Grandlieu. Las felicitaciones provenían de los cuatro testigos y demás hombres; las lágrimas se veían en los ojos de la duquesa de Grandlieu y de su hija Clotilde, que temblaban agitadas por un mismo pensamiento.

—¡Allá va, lanzada a la vida! Pobre Sabina, que está a merced de un hombre que no se ha casado completamente a gusto.

El matrimonio no se compone únicamente de placeres tan fugitivos en ese estado como en cualquier otro, sino que implica la conformidad de humores, simpatías físicas y concordancia de caracteres que hacen de esta necesidad social un eterno problema. Las muchachas solteras, lo mismo que las madres, conocen los términos y los peligros de esta lotería; esta es la razón de que las mujeres lloren cuando asisten a una boda, mientras que los hombres sonríen; los hombres creen que no aventuran nada; las mujeres saben bastante bien lo que arriesgan.

En otro coche, que precedía al de los novios, iba la baronesa Du Guénic, a quien la duquesa se acercó a decirle:

—Usted es madre, aunque no haya tenido más que un solo hijo; ¡procure reemplazarme cerca de mi querida Sabina!


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121 págs. / 3 horas, 32 minutos / 130 visitas.

Publicado el 1 de abril de 2017 por Edu Robsy.

La Locura Ajena

Silverio Lanza


Cuento


—Pero, vuélvase usted de este otro lado—le decía yo en la huerta del manicomio al infeliz Roldan.

—De este otro lado veo mi buena sombra.

—No señor; de este lado no ve usted ninguna sombra, porque está usted cara al sol.

—De este lado está mi buena sombra, pero usted no ve la buena sombra que yo tengo. En cambio me vuelvo, y ahí tiene usted mi sombra negra, mi sombra mala, la que ustedes ven; y, por eso, me llaman mala sombra.

—Pues póngase usted de costado hacia el sol.

—¿Y que?

—Haga usted la prueba.

—¡Si la hago muchas veces!

—Vera usted que solo tiene usted una sombra.

—Veo las dos, pero usted solo ve la mala.

—Como usted vera la mía.

—Algunos días no, pero hoy la tiene usted.

—Porque discuto.

—Porque está usted muy pesado, y sería usted capaz de volverme loco.

—Eso es lo que yo no quiero.

—O devolverse usted.

—Lo sentiría.

—Y yo también; pero es peor hallarse cuerdo y que le tengan á uno encerrado. Y todo por mi mala sombra. Y por la noche es peor. Cuando voy por el corredor estrecho siempre voy viendo mi sombra mala.

—Porque siempre tiene usted á sus espaldas un farol.

—Como usted tiene siempre una respuesta.

—No vale incomodarse.

—Ya sabe usted que no me incomodo; trato de convencerle á usted, y algún día me dará usted la razón.

—En cuanto usted la tenga.

—En cuanto usted razone. ¿Por qué al pasar por delante del tragaluz de la cocina, cuando vamos á cenar, crece tanto mi mala sombra?

—Porque la luz viene de abajo.

—Me recuerda usted á un orador de club á quien oí, y que decía: Es necesario enseñar á los reyes, que la luz que ha de iluminarles viene de abajo, y como el orador pisase en el suelo una cerilla que se inflamo, hubo chacota larga y... y...


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 122 visitas.

Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

La Loca de la Casa

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes francesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la catedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos. Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias y conventos de la época de la dominación española, así como las hermosas viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba incompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, y en él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señor Simoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundo entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor simplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de la localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del país de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven á la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero en ella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y sus nietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á un compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.


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Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 358 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Loba

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Leonard Bilsiter era una de esas personas que no han podido encontrar este mundo atractivo o interesante, y que han buscado compensación en un mundo "nunca visto" de su propia experiencia, imaginación... o invención. Los niños tienen éxito en esa clase de cosas, pero se contentan con convencerse ellos mismos sin vulgarizar sus creencias tratando de convencer a los demás. Las creencias de Leonard Bilster eran para "unos pocos", lo que quería decir cualquiera que le pusiera atención.


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7 págs. / 13 minutos / 225 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Llave del Dolor

Robert Chambers


Cuento


El halcón salvaje al cielo que el viento barre,
El ciervo al salutífero monte,
Y el corazón del hombre al corazón de la joven,

KIPLING

I

Estaba haciendo muy mal su trabajo. Le rodearon el cuello con la cuerda y le ataron las muñecas con juncos, pero de nuevo cayó esparrancado, revolviéndose, retorciéndose sobre las hojas, desgarrándolo todo a su alrededor, como una pantera atrapada.

Les arrancó la cuerda; se aferró de ella con puños sangrantes; le clavó sus blancos dientes hasta que las hebras de yute se aflojaron, se deshicieron y se rompieron roídas por sus blancos dientes.

Dos veces Tully lo golpeó con una porra de goma. Los pesados golpes dieron contra una carne rígida como la piedra.

Jadeante, sucio de tierra y hojas podridas, con las manos y la cara ensangrentadas, estaba sentado en el suelo mirando al círculo de hombres que lo rodeaban.

—¡Disparadle! —exclamó Tully jadeante, enjugándose el sudor de la frente bronceada; y Bates, respirando pesadamente, se sentó en un leño y sacó un revólver de su bolsillo trasero. El hombre echado por tierra lo observaba; tenía espuma en la comisura de los labios.

—¡Retroceded! —susurró Bates, pero la voz y la mano le temblaban—. Kent —tartamudeó— ¿no dejarás que te colguemos?

El hombre por tierra lo miró con ojos refulgentes.

—Tienes que morir, Kent —lo instó—; todos lo dicen. Pregúntaselo a Zurdo Sawyer; pregúntaselo a Dyce; pregúntaselo a Carrots. Tienes que columpiarte por lo que hiciste ¿no es cierto, Tully? Kent, por amor de Dios ¡cuelga! ¡Hazlo por esta gente!

El hombre por tierra jadeaba: sus ojos brillantes estaban inmóviles.


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17 págs. / 31 minutos / 60 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.

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