No sé muy bien qué puede suceder en las próximas horas, pero algo
terrible y cruel está por sobrevenirnos a todos. Cuando en el boletín
informativo de la mañana de ayer aparecieron los primeros síntomas, la
humanidad, que tiene más de gallinero que de Universidad, empezó a
sonreir y a suspirar llena de júbilo. Hoy, naturalmente, la misma
humanidad ha empezado a recapacitar; al menos esa parte de ella que dice
ser civilizada.
Ayer empezaron a llegar noticias confusas de que todas las guerras
conocidas habían cesado. Al menos no se disparaba en ninguno de los
frentes ni en ninguna de las selvas, desiertos y ciudades donde se
acostumbra a disparar. Ni en Afganistán, ni en ningún lugar de
Indochina, ni en Irán, Irak, Líbano, Camerún, Sahara, Vascongadas,
Irlanda, Angola, Sudáfrica, Mozambique, Eritrea, El Salvador,
Nicaragua...
Un alto el fuego, decían los corresponsales de todas las guerras, los
testigos de todas las habituales matanzas. La tranquilidad reina en tal
sitio. Un tenso silencio planea sobre los ejércitos. Los enemigos se
vigilan pero parecen haberse tomado un descano. ¿Será — se preguntaban
todos por separado — que están preparando la ofensiva definitiva?
Los corresponsales, claro, fueron los últimos en comprender la
realidad. Los que lo vieron claro desde el principio fueron los jefes de
redacción de prensa, radio y televisión: aquí, nada; allí, tampoco.
¿Qué sucede? ¿Ha empezado alguien a razonar? ¿Han servido de algo las
oraciones del Papa? ¿Se nos ha escapado algún acuerdo secreto?
Las mismas naciones contendientes y los grupos terroristas
participaban del asombro general. Lejos de ellos el funesto hábito de la
paz, habían, sin embargo, hecho enmudecer sus armas. Sabían, por
supuesto, algo más, el truco, la clave de aquel día sin sangre, de aquel
día blanco entre tantos rojos y crueles, pero callaban obstinadamente y
hacían trabajar a sus Servicios de Información.
Leer / Descargar texto 'El Séptimo Día'