Aún me parece, estarle viendo cuando se presentó en mi casa con el
manuscrito entre los dedos de la mano izquierda y el sombrero entre las
uñas de la mano derecha.
—Caballero —me dijo aquel joven, delgado, muy mal vestido, lo cual no
es un crimen, y con el traje lleno de grasa y de otras materias
alimenticias, prueba insigne de suciedad que no admite disculpa;—
caballero, yo soy hijo de familia, como usted puede ver. Mi mamá es
lavandera.
—¡Pues nadie lo diría! —pensé yo, mirando la camisa del joven, que
parecía, por lo negra y por lo reluciente, una muestra de carbón de cok.
—Bueno; ¿y qué desea usted? —le pregunté luego de ofrecerle una silla.
—Pues quiero leer a usted una pieza que he escrito; porque desde que
me quitaron la plaza de escribiente que tenía en el ministerio de
Fomento, me he metido a escritor.
—Eso es muy natural —repuse yo;—habiendo sido escribiente de Fomento,
nada más lógico que dedicarse a escritor público, en épocas de
cesantía.
—¿Y en qué sección del ramo ha servido usted? —añadí.— ¿En Instrucción pública?
—No, señor; en Caminos. He ocupado allí un puesto durante cuatro años y tres meses.
—¿Y ahora? —le interrumpí.
—Ahora, viendo que el oficio de autor es muy socorrido, y después de
enterarme de cómo se hacen estas cosas, he cogido una obra francesa que
se dejó olvidada en su mesa de noche un señor, cuando mamá tenía casa de
huéspedes, y la he traducido al castellano.
—¿A su mamá de usted?
—No, señor; a la obra. Sólo que, siguiendo la costumbre establecida, en vez de poner traducción, he puesto original. ¿Qué opina usted de eso?
—Que ha hecho usted perfectamente. Además, su conducta es lógica: un
hombre que ha andado cuatro años en caminos, no puede proceder de otro
modo.
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