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El Espectro

Horacio Quiroga


Cuento


Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.

Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo estamos muertos.

De todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin indiferencia, deteníame bruscamente el corazón . Y ante la idea de que alguna vez podía ser mía, la mandíbula me temblaba. ¡Enid!


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11 págs. / 19 minutos / 275 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Juan Darién

Horacio Quiroga


Cuento


Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones correctamente, aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas.

Una vez, a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que tenía en este mundo . Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su chiquillo. Y murmuraba:

—Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!

Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito donde se veía la selva.


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13 págs. / 23 minutos / 391 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Vampiro

Horacio Quiroga


Cuento


—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.

En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.

—¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:

—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!

—Óigame: Cuando yo llegué... allá, mi mujer...

—¿Dónde allá?—le interrumpí.

—Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?...

Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.

¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!

Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:

—¿Qué hace? ¡Conteste!

Y yo le contesté:

—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

Entonces se levantó un clamor:

—¡No es ella! ¡Ésa no es!


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3 págs. / 5 minutos / 2.324 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Regreso de Anaconda

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.

Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud de su vigor. No había en su vasto campo de caza, tigre o ciervo capaz de sobrellevar con aliento un abrazo suyo. Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría, adelgazada hasta la muerte. Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso de la gran boa con hambre, el juncal, todo alrededor, empenachábase de altas orejas aterradas. Y cuando al caer el crepúsculo en las horas mansas, Anaconda bañaba en el río de fuego de sus diez metros de oscuro terciopelo, el silencio circundábala como un halo.

Pero no siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante sí la vida, como un gas mortífero. Su expresión y movimientos de paz, insensibles para el hombre, denunciábanla desde lejos a los animales. De este modo:

— Buen día — decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los fangales.

— Buen día — respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo dificultosamente con sus párpados globosos el barro que los soldaba.

— ¡Hoy hará mucho calor! — saludábanla los monos trepados, al reconocer en la flexión de los arbustos a la gran serpiente en desliz.

— Sí, mucho calor... — respondía Anaconda, arrastrando consigo la cháchara y las cabezas torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.


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17 págs. / 30 minutos / 347 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Mancha Hiptálmica

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Qué tiene esa pared?

Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.

Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.

—¿P... pared? —formuló al rato.

Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.

—No es nada—contesté—. Es la mancha hiptálmica.

—¿Mancha?

—... hiptálmica. La mancha hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado... ¡Qué dolor de cabeza!... Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto?... Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.

—¿Qué dices? —le pregunté inquieto.

—¡Qué sueño más raro! —me respondió, angustiada aún.

—¿Qué era?

—No sé, tampoco... Sé que era un drama; un asunto de drama... Una cosa oscura y honda... ¡Qué lástima!

—¡Trata de acordarte, por Dios!—la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro...

Mi mujer hizo un esfuerzo.

—No puedo... No me acuerdo más que del título: La mancha tele... hita... ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.

—¿Qué? ...

—Un pañuelo blanco en la cara... La mancha hiptálmica —¡Raro! —murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.

Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.

—¡Si... sí! —se reia—. En cuanto me puse el pañuelo, me acordé...

—¿Un diente? ..

—No sé; creo que sí...


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2 págs. / 4 minutos / 2.286 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Pasado Amor

Horacio Quiroga


Novela corta


I

Lo que menos esperaban Aureliana y sus hijas, en aquel mediodía de mayo, era ver detenerse ante el portón al break que llegaba del puerto, y descender de él a su patrón Morán. Las chicas corrieron de un lado para otro, gritando todas la misma cosa a su madre, que a su vez se hallaba bastante aturdida; de modo que cuando acudían todas presurosas al molinete, ya Morán lo había transpuesto y se dirigía a ellas con aquella clara y franca sonrisa que constituía su atractivo mayor.

— El patrón... ¡qué bueno! —exclamaba Aureliana por único, tímido y cariñosísimo comentario.

— Pensé escribirle —dijo Morán— avisándole que llegaría de un momento a otro, pero ni aun a último momento estaba seguro de que vendría... ¿Y por aquí, Aureliana? ¿Sin novedad?

— Ninguna, señor. Las hormigas, solamente...

— Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora aprónteme el baño. Nada más.

— ¿Pero no va a comer, señor? No tenemos nada; pero Ester puede ir de una corrida al boliche...

— No, gracias. Café solamente, en todo caso.

— Es que no tenemos café.

— Mate, entonces. No se preocupe Aureliana.

Y con un breve silbido a una de las chicas, silbido cuya brusquedad atemperaba la amistad de los ojos, Morán indicó su valija de mano que había quedado sobre el molinete, y esperó a que Aureliana volviera con las llaves del chalet.

Hacía dos años que faltaba de allí. Desde la curva ascendente del camino, su casita de piedras quemadas, su taller y el mismo rojo vivo de la arena, habíanle impresionado mal. De espaldas a la puerta descascarada por dos años de sol, la impresión se afirmaba hasta oprimirle casi de soledad, bajo el gran cielo crudo y silencioso que lo circundaba. Un mediodía de Misiones vierte demasiada luz sobre el paisaje para que éste pueda adquirir un color definido.

Aureliana y las llaves llegaban por fin.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Desierto

Horacio Quiroga


Cuento


La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.

La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.

Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.

Lluvia para toda la noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:

—Pónganse las capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien.

En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo.

Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.

—Sujétense bien —repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Diccionario del Diablo

Ambrose Bierce


Diccionario


A

Abandonado, s. y adj. El que no tiene favores que otorgar. Desprovisto de fortuna. Amigo de la verdad y el sentido común.

Abdicación, s. Acto mediante el cual un soberano demuestra percibir la alta temperatura del trono.

Abdomen, s. Templo del dios Estómago, al que rinden culto y sacrificio todos los hombres auténticos. Las mujeres sólo prestan a esta antigua fe un sentimiento vacilante. A veces ofician en su altar, de modo tibio e ineficaz, pero sin veneración real por la única deidad que los hombres verdaderamente adoran. Si la mujer manejara a su gusto el mercado mundial, nuestra especie se volvería graminívora.

Aborígenes, s. Seres de escaso mérito que entorpecen el suelo de un país recién descubierto. Pronto dejan de entorpecer; entonces, fertilizan.

Abrupto, adj. Repentino, sin ceremonia, como la llegada de un cañonazo y la partida del soldado a quien está dirigido. El doctor Samuel Johnson, refiriéndose a las ideas de otro autor, dijo hermosamente que estaban "concatenadas sin abrupción".

Absoluto, adj. Independiente, irresponsable. Una monarquía absoluta es aquella en que el soberano hace lo que le place, siempre que él plazca a los asesinos. No quedan muchas: la mayoría han sido reemplazadas por monarquías limitadas, donde el poder del soberano para hacer el mal (y el bien) está muy restringido; o por repúblicas, donde gobierna el azar.

Abstemio, s. Persona de carácter débil, que cede a la tentación de negarse un placer. Abstemio total es el que se abstiene de todo, menos de la abstención; en especial, se abstiene de no meterse en los asuntos ajenos.

Absurdo, s. Declaración de fe en manifiesta contradicción con nuestra opiniones. Adj. Cada uno de los reproches que se hacen a este excelente diccionario.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Visiones de la Noche

Ambrose Bierce


Cuento


Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario, pues si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar las insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo corriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domesticado. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera labor mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de los sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».

¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una embrollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes, justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autoridad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capacidad de juicio y de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto y razonable. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es compacta».


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Uno de los Desaparecidos

Ambrose Bierce


Cuento


Jerome Searing, soldado raso del ejército del general Sherman, que entonces combatía al enemigo en Kermesaw Mountain, Georgia, dio la espalda al pequeño grupo de oficiales con los que había estado conversando en voz baja, atravesó una estrecha franja de trincheras y desapareció en el bosque. Ninguno de los hombres alineados tras las trincheras le dijo una palabra, y apenas él les dirigió un movimiento de cabeza al pasar, pero todos los que lo vieron comprendieron que a aquel valiente acababan de confiarle una misión peligrosa. Jerome Searing, aunque era soldado raso, no servía en las filas; por razones de servicio estaba destacado en el cuartel general de la división, y en las listas figuraba como asistente. «Asistente» es una palabra que comprende multitud de obligaciones. Un asistente puede ser un mensajero, un oficinista, el criado de un oficial... cualquier cosa. Puede realizar servicios que no están previstos en las instrucciones y reglamentaciones militares. Su naturaleza puede depender de las aptitudes del asistente, del favor de otros o de la mera casualidad. El soldado Searing, un incomparable tirador, joven, fuerte, inteligente e insensible al miedo, era explorador. Al general que comandaba su división no le satisfacía obedecer ciegamente las órdenes, sin saber qué era lo que había frente a sus tropas, incluso cuando éstas no se hallaban destacadas en servicio y sólo formaban una fracción del ejército en línea; ni le agradaba recibir la información por sus vis—á—vis a través de los canales acostumbrados, Quería saber más de lo que le informaban los mandos del ejército y los choques entre los destacamentos y los tiradores. Para ello estaba Jerome Searing, con su audacia extraordinaria, su conocimiento del bosque, sus observadores ojos y su veracidad en el relato.


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14 págs. / 25 minutos / 74 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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