Preliminar
Al ofrecer estas páginas al lector, no he pretendido hacer
literatura. Ha sido mi única intención la de dar salida a mi espíritu,
como quien da salida a un torrente largamente contenido que anega las
vecindades necesarias para su esparcimiento.
Escribo como pudiera reir o llorar, y estas líneas encierran todo lo espontáneo y sincero de mi alma.
Allá van éllas, sin pedir benevolencias ni comentarios: van
con la misma naturalidad que vuela el pájaro, como se despeña el arroyo,
como germina la planta...
I. La luz de la lámpara
La luz de la lámpara, atenuada por la pantalla violeta, se desmaya sobre la mesa.
Los objetos toman un tinte sonambulesco de ensueño enfermizo;
diríase que una mano tísica hubiera acariciado el ambiente, dejando en
él su languidez aristocrática.
Una campana impiadosa repite la hora y me hace comprender que vivo, y me recuerda, también, que sufro.
Sufro un extraño mal que hiere narcotizando; mal de amores, de incomprendidas grandezas, de infinitos ideales.
Mal que me incita a vivir en otro corazón, para descansar de la ruda tarea de sentirme vivir dentro de mí misma.
Como los sedientos quieren el agua, así yo ansío que mi oído escuche
una voz prometiéndome dulzuras arrobadoras; ansio que una manita
infantil se pose sobre mis párpados cansados de velar y serene mi
espíritu rebelde, aventurero.
Así desearía yo morir, como la luz de la lámpara sobre las cosas, esparcida en sombras suaves y temblorosas.
II. Paseaba por el camino
Paseaba por el camino somnoliento de un atardecer.
Los árboles otoñales, con sus brazos descarnados levantados al
viento, tenían no sé qué gesto trágico de súplica; y las montañas, rojas
de ira bajo el sol de ocaso, amenazan derrumbarse sobre el río manso
como una mujer enferma.
¡Naturaleza!
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