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El Último Bohemio

Armando Palacio Valdés


Cuento


No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:—Vaya usted por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la acera.

Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una pieza suya titulada El que nace para ochavo, no desprovista enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas.

Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:

—¿Será ese?

—¡Imposible!—replicó Serrano.

No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos a él, Serrano le sacudió levemente:

—Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?


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6 págs. / 11 minutos / 66 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Deseo

Carmen de Burgos


Cuento


I

Aquel gabinete azul tan bello, donde tantas horas de felicidad habían transcurrido, estaba revuelto, desordenado; fuera de su sitio sillones y muebles; tirados por mesas y sofás los vestidos, las gasas y los encajes; en el centro de la habitación mundos y maletas á medio arreglar, y en el suelo, sobre la alfombra, multitud de papeles de música y libros de todas clases, que habían de formar parte del equipaje.

Julia iba de acá para allá por la habitación, poniéndolo todo en orden, colocando en los baúles los objetos para el viaje. Pasaba ante Rafael luciendo la gallardía de su cuerpo hermoso, alto, fuerte y esbelto, y su cabeza de rizos de ébano con reflejos azulillos; el rostro de facciones correctas, labios de grana y plateada tez, donde brillaban dos ojos de azabache, con profundidades de abismo, entre doble fila de pestañas espesas, que se movían inquietas, con aletear de mariposas negras.

—¿Me escribirás? —preguntó él.

—¡Escribirte! ¡Ah! Sí, es verdad; vamos á dejar de vernos —contestó Julia.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo y se acercó temblorosa á su amigo, como si hasta aquel instante no hubiera medido toda la tristeza de la separación.

—Julia —añadió él con voz grave—, desiste de este viaje, de este alejamiento inútil... Tu marcha me llena de dolor... Te amo, Julia, te amo; encarnas toda la idealidad de mi alma... desvaneces todas mis tristezas en una nueva aurora de felicidad.


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Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 105 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

El Último Pregón

José Fernández Bremón


Cuento


¡Qué tiempos aquéllos! ¡Qué hombres! A los quinientos años de edad digerían un becerro y requebraban a las mozas. No se había inventado la tijera, y cada dedo suyo era un puñal con uñas de cuatro o cinco siglos. Mandaban los Patriarcas, que no habiendo realizado aún la conquista del caballo, montaban a hombros de infelices que tenían a orgullo trotar bajo el jinete. Estaban en embrión las instituciones y adelantos de las futuras sociedades: el feminismo se contentaba con la conquista o caza del varón; la galantería de éste con las hembras no pasaba del pescozón antediluviano, en señal de preferencia; la Geometría se estudiaba en el escarabajo, inventor de la esfera; del Derecho de propiedad no se conocía lo tuyo, sino lo mío; de la Justicia, la vara, luego tan frondosa, y, enfin, no se habían inventado todavía los amigos.

Al caer las primeras gotas, como puños, de los cuarenta días del Diluvio, el género humano estaba indefenso: no había paraguas ni impermeables en el mundo. ¿En qué parte del globo ocurrió lo que voy a referir? Las aguas antediluvianas, pasando una esponja sobre el mapamundi primitivo, han borrado el sitio.


* * *


—Buen barrizal habrá mañana —decía un hombre de carga a su jinete.

—Eso es cuenta tuya —respondía el otro—, que yo no he de embarrarme los talones.

—¿Y si me atascara? Que también la suerte de los de abajo alcanza a los de arriba.

—Calla y corre, que me mojo.

—Ya lo siento, por el agua que chorreas; me parece que llevo un río a cuestas.

—¿Río dijiste? En él estamos, y creí traerte hacia el arroyo.

—Es el arroyo que ha crecido; no hay arroyos ya.

—¿Y mi casa de abajo, la que dejé abierta y vacía?

—¿Vacía? —dijo un transeúnte—. Está llena de peces; he visto colear encima de tu cama una merluza.


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3 págs. / 6 minutos / 21 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Último Saludo de Sherlock Holmes

Arthur Conan Doyle


Novela


Prefacio

Los amigos del señor Sherlock Holmes se alegrarán de saber que sigue vivo y con buena salud, aparte de algunos ataques que de vez en cuando le dejan postrado. Lleva bastantes años viviendo en una casita de campo de los Lowlands del Sudeste, a unos ocho kilómetros de Eastbourne, donde reparte sus horas entre la filosofía y la apicultura. Durante este periodo de retiro ha rechazado las más generosas ofertas para que se hiciera cargo de varios casos, ya que está decidido a que su retiro sea definitivo. Sin embargo, la inminencia de la guerra con Alemania le decidió a poner a disposición del Gobierno su extraordinaria combinación de dotes intelectuales y prácticas, con resultados históricos que se relatan en El último saludo. Para completar este volumen he añadido a la narración citada varios casos que llevaban mucho tiempo durmiendo en mis archivos.

John H. Watson, Doctor en Medicina

La aventura de Wisteria Lodge

I. La curiosa experiencia del señor John Scott Eccles

Según consta en mi libro de notas, lo que voy a relatar ocurrió un día frío y tormentoso, a finales de marzo de 1892. Holmes había recibido un telegrama mientras estábamos comiendo, y había garabateado una respuesta sin hacer ningún comentario. Sin embargo, se notaba que el asunto le había dado que pensar, porque después de comer se quedó de pie delante de la chimenea, fumando en pipa con expresión meditabunda y echando vistazos al mensaje de vez en cuando. De pronto, se volvió hacia mí con un brillo malicioso en la mirada.

—Vamos a ver, Watson. Supongo que podemos considerarle un hombre instruido. ¿Cómo definiría usted la palabra «grotesco»?

—Algo extraño, fuera de lo normal —aventuré.

Holmes negó con la cabeza, insatisfecho con mi definición.


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195 págs. / 5 horas, 41 minutos / 387 visitas.

Publicado el 25 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Uso y la Academia

José Fernández Bremón


Cuento


I

Aquel día don Lesmes se había despertado académico de la Lengua; es decir, deseoso de lucir debajo de su barba la medalla, apto para definir en lo gramático y con ánimo de colocar en el Diccionario unos vocablos que le habían recomendado sus parientes.

Andaba al caer una vacante por estarse muriendo un académico y ser el médico de toda confianza.

La tardanza de muchos académicos en tomar posesión de su cargo le convenció de que la primera necesidad de un candidato era tener hecho el discurso. ¿Qué podía suceder? ¿No ser electo? El discurso sería aprovechable como folleto o para hacer una zarzuela.

Y tomando la pluma, se decidió a empezarlo, y escribió:

«Señores académicos: No sé cómo explicarme el honor de estar sentado en esta silla; si lo he solicitado, no es porque me creyera digno de ello, sino por tomar vuestras lecciones, oh maestros del idioma, y oír la dulce prosodia con que suenan en vuestros labios las palabras, que tejéis y destrenzáis en la oración correctamente, como figuras de una danza; y aun he de aprender cuando calláis, pues de tal modo encarno en vosotros las Gramática, que vuestros ojos, bocas, narices, gafas y bigotes me parecen signos ortográficos.

»Ahora, señores, cúmpleme enderezar un recuerdo al hombre ilustre que vengo a reemplazar.»

Aquí hubo de interrumpir su discurso para enterarse del estado del enfermo. El parte facultativo quitaba toda esperanza... al candidato; habían desaparecido la calentura y el peligro.


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5 págs. / 8 minutos / 10 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Vagabundo

Baldomero Lillo


Cuento


En medio del ávido silencio del auditorio alzóse evocadora, grave y lenta, la voz monótona del vagabundo:

—…Me acuerdo como si fuera hoy; era un día así como éste; el sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado las chaquetas y jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba atareadísima aquella mañana, me había gritado ya tres veces, desde la puerta de la cocina: “¡Pascual, tráeme unas astillas secas para encender el horno!”

Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre:

—Ya voy, madre, ya voy.

Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba… De repente, cuando con la redondela en la mano ponía mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en la espalda un golpe y un escozor como si me hubiesen arrimado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido y ciego de rabia, como la bestia que tira una coz, solté un revés con todas mis fuerzas…

Oí un grito, una nube me pasó por la vista y vislumbré a mi madre, que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me decía con una voz que me heló hasta la médula de los huesos:

—¡Maldito seas, hijo maldito!

Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo como si me hubiese partido un rayo… Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.


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13 págs. / 23 minutos / 189 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Vagabundo del Norte

Edgar Wallace


Novela


Capítulo I

El vagabundo aquel parecía menos inofensivo de lo que todos suelen ser, y más peligroso, porque estaba jugando con una impresionante pistola automática, tirándola con una mano y cogiéndola con la otra, balanceándola con el gatillo sostenido en el índice, mientras la miraba inclinarse a un lado y a otro, o dejándola, deslizarse entre las manos hasta que el cañón apuntaba al suelo. La pistola era como un juguete; no podía apartar de ella sus ojos ni sus manos, y cuando cansado de la diversión, se la metió en un bolsillo de sus destrozados pantalones, la desaparición fue momentánea. De nuevo la sacó para agitarla y darle vueltas.

—¡Esto no puede ser! —dijo en voz alta, no sólo una vez, sino varias, mientras se entretenía.

Indudablemente era inglés, y lo que un vagabundo inglés hacia en los arrabales de Littleburg, en el estado de Nueva York, es cosa que requiere una explicación, que de momento no se da.

No era una persona atrayente, aun del modo que los vagabundos suelen serlo. Tenía la cara arañada y sucia, llevaba barba de una semana y en un ojo se notaban las huellas de un puñetazo propinado por un compañero, a quien había despertado en momento inoportuno. Podía explicar la hinchazón del rostro por una intoxicación; pero nadie tenía interés en preguntárselo. Su camisa, sin cuello, estaba manchada; lo que quería ser una chaqueta tenía por bolsillos hendiduras sin fondo; y echado para atrás, mientras manejaba la pistola, sostenía en la cabeza un sombrero viejo, deformado y con la cinta comida por las ratas.

—¡Esto no puede ser!—dijo el vagabundo, que se llamaba Robin. La pistola se le fue de las manos y cayó a sus pies. Exclamó: «¡Uf!», y se frotó el dedo que asomaba por debajo del zapato.

Alguien cruzaba el bosquecillo. Se metió la pistola en el bolsillo y acercándose sigilosamente a unos arbustos, se echó a tierra.


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168 págs. / 4 horas, 55 minutos / 83 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Viaje de la Monja

Armando Palacio Valdés


Cuento


El día de Santa Irene fuí a felicitar, como todos los años, a doña Irene, esposa de mi amigo Requejo. Es éste un médico militar retirado, alegre, bondadoso, gran jugador de tresillo. Doña Irene, una señora igualmente bondadosa, menos alegre y detestable jugadora de tresillo. Esto último era la única causa visible de divorcio que pudiera existir entre los cónyuges. Porque los dos viejos se amaban con pasión idolátrica, sobre todo desde que su única hija Rita les había abandonado para ingresar en la comunidad de las Hermanitas de los Pobres. Yo no gusto de estas niñas que dejan a sus padres ancianos para cuidar a otros ancianos que no son sus padres, pero la verdad me obliga a declarar que Ritita, a quien conocí desde su infancia, era una criatura angelical, tan dulce, tan inocente, que no parecía hecha para este mundo. ¿Por qué esta niña, alegre como su padre y tierna como su madre, se había decidido a hacerse religiosa? No por un desengaño de amor, como bastantes lo hacen, sino porque su alma pura ardía en caridad y ansia de sacrificio. La vida regalada al lado de sus padres, tan mimada por ellos y tan festejada por todos, inquietaba su conciencia. Un verano en que Requejo se trasladó con la familia a Vitoria, huyendo los calores de Madrid, la chica comenzó a frecuentar el asilo de ancianos, que estaba próximo a su casa, trabó amistad con las hermanas, tuvo ocasión de prestarles algunos servicios, y concluyó por ayudarlas en muchas de las tareas de su ministerio. A medida que penetraba más adentro en esta vida de caridad y de servidumbre voluntaria, su alma fervorosa iba gozando delicias ignoradas, transfigurábase su rostro, al decir de sus mismos padres, sus ojos brillaban con una luz celestial. Por fin, cierto día dejó una cartita sobre la mesa de noche de su papá, suplicándole, en términos humildes, que la permitiese ser hermanita de los pobres.


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4 págs. / 7 minutos / 63 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Viaje del Perro

Javier de Viana


Cuento


Entre la estancia de La Quebrada y la pulpería del Árbol Solo, mediaba una distancia no menor de quince leguas, y, todavía, «de las que cacheteó el diablo», vale decir, de las que se estiran como acordeón.

Quince leguas ya no se pueden llamar un paseíto, y menos si han de hacerse en invierno, con los cañadones «hinchaos» y los esteros repletos; pero al olor de un baile, la mozada campera aventa la pereza y olvida obstáculos. Y la fiesta que ofrecía don Goyo, celebrando el casamiento de su hija Mariquita, prometía ser de las que valen «tarja».

En el atardecer de! sábado, Andrés, Dionisio y Sebastián habían atado a soga sus «reservas», no sin antes haberles «emparejado el tuso» y arreglado los vasos. Y en la madrugada del domingo, salieron dispuestos a trotear firme, a bien de alcanzar «los con cuero» del mediodía.

Vestían los trajes de diario. Entre cojinillos llevaban, bien doblados, el saco y el pantalón de parada; en las maletas, las demás prendas, sin olvidar el espejito, el frasco de «aceite de olor» y el de Agua Florida; a los tientos las botas charoladas: en la islita de sauces que había cerca de las casas se mudarían, previa toilette en la «cachimba».

Andrés y Dionisio, mocetones exuberantes de salud, iban acortando la jornada y neutralizando, las fatigas con pláticas chacotonas, enhebrando propósitos y tejiendo planes; pero Sebastián, el del alma de escarcha, trotaba apartado y en silencio, siempre metido dentro de sí.

Viejo no era Sebastián; aun no había redondeado las tres décadas. No era descuidado tampoco; más, su extremo desgano, dábale un desesperante aspecto de cosa usada. El cabello empezaba a encanecer prematuramente; la piel áspera de color basáltico, ensombrecida más aún por las cejas copiosas y el bigote recio, impedían lucir la belleza de los ojos inteligentes y buenos.


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2 págs. / 4 minutos / 35 visitas.

Publicado el 10 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

El Viejo Rinkrank

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Érase una vez un rey que tenía una hija. Se hizo construir una montaña de cristal y dijo:

— El que sea capaz de correr por ella sin caerse, se casará con mi hija.

He aquí que se presentó un pretendiente y preguntó al Rey si podría obtener la mano de la princesa.

— Sí —respondióle el Rey—; si eres capaz de subir corriendo a la montaña sin caerte, la princesa será tuya.

Dijo entonces la hija del Rey que subiría con él y lo sostendría si se caía. Emprendieron el ascenso, y, al llegar a media cuesta, la princesa resbaló y cayó y, abriéndose la montaña, precipitóse en sus entrañas, sin que el pretendiente pudiese ver dónde había ido a parar, pues el monte se había vuelto a cerrar enseguida. Lamentóse y lloró el mozo lo indecible, y también el Rey se puso muy triste, y dio orden de romper y excavar la montaña con la esperanza de rescatar a su hija; pero no hubo modo de encontrar el lugar por el que había caído.

Entretanto, la princesa, rodando por el abismo, había ido a dar en una cueva profundísima y enorme, donde salió a su encuentro un personaje muy viejo, de luenga barba blanca, y le dijo que le salvaría la vida si se avenía a servirle de criada y a hacer cuanto le mandase; de lo contrario, la mataría. Ella cumplió todas sus órdenes.

Al llegar la mañana, el individuo se sacó una escalera del bolsillo y, apoyándola contra la montaña, subióse por ella y salió al exterior, cuidando luego de volver a recoger la escalera. Ella hubo de cocinar su comida, hacer su cama y mil trabajos más; y así cada día; y cada vez que regresaba el hombre, traía consigo un montón de oro y plata. Al cabo de muchos años de seguir así las cosas y haber envejecido él en extremo, dio en llamarla «Dama Mansrot», y le mandó que ella lo llamase a él «Viejo Rinkrank».


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2 págs. / 3 minutos / 105 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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