—¿De modo —pregunté al párroco de Gondás, que se entretenía en liar un cigarrillo— que aquí se cree firmemente en brujas?
Despegó el papel que sostenía en el canto de la boca, y con la cabeza dijo que sí.
—Pues usted debe combatir con todas sus fuerzas esa superstición.
—¡Sí, buen caso el que me hacen! Por más que se les predica... Y lo que es en esta parroquia especialmente...
—¿Por qué en esta parroquia especialmente? ¿Es aquí donde las brujas se reúnen?
—Mire usted —murmuró el interpelado, enrollando su pitillo con gran
destreza y sentándose en el pretil del puente; porque ha de saberse que
esta plática pasaba al caer la tarde, a orillas del camino real, y allá
abajo las aguas del río, calladas y negras, reflejaban melancólicamente
las vislumbres rojas del ocaso—. Mire usted —repitió—, en esta parroquia
pasaron cosas raras, y el diablo que les quite de la cabeza que anduvo
en ello su cacho de brujería.
—A veces —observé—, los hechos son...
—Justo, los hechos... —confirmó el cura—. Aunque reconozcan causas
muy naturales, si los aldeanos les pueden encontrar otra clave, es la
que más les gusta... Y lo que sucedió en Gondás hace poco, se explica
perfectamente sin magia ni sortilegio ni nada que se le parezca; sólo
que en la imaginación de esta gente...
Al expresarse así el abad, sobre la cinta blancuzca de la carretera
negreó un bulto encorvado, una mujer agobiada bajo el peso de un haz de
ramalla de pino. Desaparecía su cabeza entre la espinosa frondosidad de
la carga; pero, sin verle el rostro, el cura la conoció.
—Buenas tardes, tía Antonia... Pouse el feixe muller... Yo ayudo...
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