Textos más vistos | pág. 419

Mostrando 4181 a 4190 de 8.338 textos.


Buscador de títulos

417418419420421

Carta de un Muerto

José Fernández Bremón


Cuento


En el manicomio de Leganés conocí a un loco que razonaba con gran lógica: eran todos sus actos de cuerdo, paseaba solo y huía el trato de sus compañeros: tan sensato me parecía, que no pude menos de abrigar dudas acerca de su locura. Una de las maneras que hay de averiguar si una persona padece alguna manía es irritar ésta, recordando los hechos que la condujeron al asilo de locos. Así lo hice, quizás con imprudencia, pero llevado de un buen deseo: después de una conversación en que me sorprendió la resignación con que me refería su desventura, dijo sonriendo:

—Yo estoy aquí porque me carteo con un muerto.

Le miré con lástima, y comprendió el significado de aquella mirada, porque añadió con melancolía:

—Adivino lo que piensa usted de mí: lo que acabo de decirle es un absurdo; y sin embargo, no estaría aquí si me hubiera callado mi secreto.

—¿Lo es para mí?

—Ni para nadie. ¿Se hubiera usted callado al recibir una carta escrita desde la otra vida?

Yo vacilé para contestar.

—¿Se hubiera usted callado?

—Seguramente que no; pero...

—No cree usted posible esa correspondencia, ¿no es verdad? Eso me sucedía a mí antes de leer la carta que guardo muy oculta, pero al alcance de mi mano.

—¿Y quién le escribe a usted?

—Un amigo muerto.

—¿Conocía usted su letra?

—Perfectamente, y es la letra de la carta. La misma noche en que murió prometió escribirme desde el otro mundo: pasaron nueve días, y al salir del funeral me encontré su carta en casa; tenía el sello del interior, y además otro muy extraño, que figuraba una noche estrellada. Vea usted el sello.

Vi, en efecto, en el sobre de una carta un círculo de fondo negro que representaba en puntos blancos las constelaciones principales de nuestro hemisferio.

—¿Me presta usted el sobre?

—No, señor. Creo que no puedo ser más franco.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 17 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Carta que se encontró a un ahogado

Guy de Maupassant


Cuento




¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.

¿De qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebecido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne.

Jamás he amado.

Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted.

Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física.

Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 78 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Cartas desde el Tíber

Cristóbal Miró Fernández


Reflexión


Y nunca mejor dicho. Las cartas de amor son la piedra sobre la que edifica todo el mundo. Sin este sentimiento de unión, la vida decae y se muere en sombras. Pensemos en un pobre soldado en cualquier conflicto, desde las arenas del Nilo hasta los hielos del Ártico. Pensemos en ese hombre, si nos remitimos a la antigüedad, o mujer, si viajamos a tiempos actuales, a esa persona sola en una trinchera y con la vida en permanente riesgo: no sabe si vivirá otro día. Esa carta de su familia representa la vida, la esperanza de poder algún día volver a casa. La magia de las cartas de amor, la magia de las cartas desde el Capitolio de la Ciudad Eterna.

Realmente, el sentimiento de una carta de amor es el mismo a todas, solo cambia el léxico, desde un abrazo, un “os quiero mucho” o “eres el amor de mi vida”. Todo depende de a que círculo concéntrico del gran lago embravecido que es el amor pertenece la persona a quién se le envía esta misiva, pero en todos los casos, sin diferencia, es alguien especial. Puede ser un hermano de leche, amigo desde la infancia, un padre anciano o la pareja que te alegra cada mañana al despertarte a su lado y que añoras perderte en sus brazos algún día, solo por dar algunos ejemplos (faltan en la lista anterior los hijos, los hermanos, los abuelos, etcétera). Pero en todo caso, sea cual sea su nivel de cercanía con aquella persona, es algo que reconforta… y desvela.

Cartas desde el Tíber...y que desvela. Desvela la espera por esa carta, desvela el hecho de saber si ha llegado o no a destino, desvela el contenido de la carta de respuesta, qué dirá, si anuncia paz o tormenta, y calma hasta el peor Infierno, convirtiéndolo en Paraíso, el pensar en ella.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 54 visitas.

Publicado el 26 de febrero de 2022 por Cristóbal Miró Fernández .

Cartouche

José Zahonero


Cuento


Á D. Manuel Pardo Regidor.

I

Tomasillo y Antoñico andaban por sendas, caminos y veredas, unas veces pisando la nieve ó sobre el hielo, y otras recibiendo los ardientes rayos del sol de Julio, mendigando en invierno y espigando por los rastrojos en verano, y siempre picoteando los desperdicios de las aldeas ó de las eras, sin otro amigo ni otra ayuda que la compañía de un perrillo feo y flaco, de nombre Chusco.

Noche tras noche, y día tras día, pasaban los huerfanillos y el perro rebuscando leña que robar en el monte, mendrugos que recoger en las aldeas y uvas y espigas que cosechar en el campo.

Se les veían las carnes por los jirones de sus camisillas raídas y de sus calzones rotos, y sus piececillos se arrecían de frío sobre el hielo ó se abrasaban en la arena de la llanura, y las guijas y pedruscos les herían sus plantas como las zarzas punzaban sus carnes.

Pero casi nunca estaban tristes, porque Chusco, su compañero, era un perro que acreditaba tal nombre y correteando unas veces, ladrando sin causa ni motivo otras, y haciendo mil diabluras, les recordaba el jugueteo y les provocaba al retozo.

Llevóles su buena estrella, que hasta entonces sin duda no comenzó á lucir, á la puerta de un soberbio palacio de la ciudad, construido todo él de piedra, que en puertas y ventanas, aparecía, por los dibujos elegantes y sutiles calados, no de piedra, sino de finísimo papel recortado con tijeritas de bordar.

Dispúsose un criado á llenarles el zurrón de mendrugos y á darles dos grandes cazuelas de sobras de comida, cuyo olor había de tener gran fuerza en la nariz de Chusco, pues no bien le llegó al hociquillo, debióle recorrer por todo el cuerpo, puesto que le salía la satisfacción por el rabo; tanto lo agitaba con vivo movimiento de un lado á otro y de arriba abajo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 57 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Casa Vieja

Federico Gana


Cuento


De bastante mal humor subí a caballo aquel día para acudir al llamado de mi vecino. Poco me preocupaba la política entonces, y menos me he aficionado a ella después, de modo que no me hacía nada de gracia aquello de ir a servir de secretario ad honorem en la junta electoral de la que mi vecino era digno presidente. Pero mi buena forma de letra y el estar cursando leyes en aquella época, me condenaban a hacerles todo el trabajo burocrático a los buenos caballeros que debían actuar ese día como vocales en la instalación preparatoria de aquella junta electoral extraordinaria.

Taloneando perezosamente mi caballejo, pasé, al tranco, bajo la ancha y ruinosa portada del fundo y salí al camino real.

Eran las nueve de la mañana de un tibio y caluroso día de principios de Abril. El sol, un sol de estío, caldeaba de tal manera el aire y la tierra suelta del hondo camino, que parecía fuera la hora de la siesta. A través de los álamos polvorientos y de los sauces, divisaba los potrerillos del fundo en que me encontraba y los del vecino que a mi frente se extendían. Los viñedos, cargados de racimos, tenían un reflejo metálico bajo los rayos del sol; las chácaras habían sido cosechadas ya, y grandes bandadas de jilgueros se levantaban chillando, a cada instante, de entre los secos despojos de los maizales. A la distancia, divisaba el oro brillante de los rastrojos, destacándose sobre el fondo verde y fresco de las alamedas y de los potreros empastados.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 65 visitas.

Publicado el 15 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Caso de Conciencia

José Fernández Bremón


Cuento


Simeón no era odiado solamente de los cristianos de Toledo, que al fin y al cabo tenían la misma animadversión a todos los judíos, aun aquellos que gozaban la consideración y privanza del gran rey don Alfonso el Sabio: le querían mal todos sus correligionarios, y acusándole de no observar el sábado, que solía pasar en la carnicería vigilando a sus tablajeros, le tildaban de cristianizante. Las hebreas de su vecindad aseguraban que todos los días a las horas del almuerzo salía de su hogar un escandaloso olor a magras fritas, y desde luego consideraban los más imparciales y juiciosos que era muy ocasionado a faltar a la ley el inmundo tráfico en que hacía sus ganancias, la cría, la matanza, salazón y venta de los cerdos.

El sabio rabino Zabulón, cada vez que pasaba por el edificio que servía de saladero a los tocinos y jamones producto de cada matanza, decía al opulento Simeón:

—Grande es el almacén de tus culpas.

Simeón sonreía y calculaba, contemplando con tanta satisfacción las reses abiertas en canal, como un sabio que leyera un libro lleno de ciencia.

Un día se encontraron en el campo el rabí y el ganadero, caballeros en sendas mulas, como a dos leguas de la ciudad, en el momento de estallar una tormenta: y sobrevino tal ventisca y aguacero, que determinaron refugiarse en unas ruinas que se veían a lo lejos, temerosos de que las caballerías se espantasen, sobre todo Zabulón, que era mal jinete. El terreno era quebrado, las herraduras de las bestias resbalaban en las raíces húmedas de los árboles, la tormenta seguía, y cuando encontraron el refugio estaban extraviados y la tarde iba vencida.

—Hermano Simeón —dijo su compañero cuando estuvieron bajo techado—: estoy muerto de hambre, porque no he probado nada desde esta mañana. He creído ver que tu alforja tiene un bulto, y si es cosa de comer, te ruego que la partas conmigo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 15 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Castigo de una Injusticia

Javier de Viana


Cuento


El viejo Lucindo Borges estaba sobando un maneador recién cortado, y estaba con rabia porque a causa de la humedad de la tarde tormentosa, no «prendía» el cebo y la «mordaza» resbalaba sin trabajo útil.

Sentíase cansado; pero, si dejaba sin «enderezar» el cuero fresco, era dar por perdido un maneador lindísimo, de anca de novillo sin desperdicio de fuego de marca y se resignó a seguir haciendo fuerza. Era un viejo morrudo Lucindo Borges, y no le habría tenido miedo a nadie en ningún trabajo de aguante, si no fuese por la maldita enfermedad que desde chiquilín lo acosaba: la haraganería.

Pero no era culpa suya: parece que su padre fué lo mismo, o peor, pues se contaba que cuando quería carnear una oveja, hacia arrear la majada por el chiquilín de la peona y desfilar frente al galpón donde se lo pasaba todo el día tomando mate. Y sin levantarse del banco, rifle en mano, volteaba de un balazo el capón que calculaba de buenas carnes.

Lucindo no era tan haragán. Para carnear, él mismo montaba a caballo, iba al campo, movía la majada, y si no encontraba un animal en estado, no tenía inconveniente en andar media legua, voltear un alambrado medianero y enlazar un capón en la majada del vecino.

Ya eso es trabajo; y luego el trabajo de esconder el cuero y evitar las impertinentes averiguaciones de la policía...

No, él no era un haragán. Y la prueba es que estaba bañado de sudor, sobando el maneador rebelde, cuando se le acercó su mujer, quien de rato estaba parada junto al palenque, observando el campo, y le dijo:

—Pu’el alto verde viene gente y parece polecía.

Lucindo fue hasta la puerta del galpón, púsose de visera la mano.

—Es polecía, —confirmó.— Viene el ovejo’el comesario nuevo y el tordillo el sargento Pérez...

—¿Y pa qué vendrán?

—Pa qui querés que venga la polecía a casa’e pobres: p’hacer daño... Mirá... vo’estás enferma...


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 35 visitas.

Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Cata-ovales

Antonio de Trueba


Cuento


Tradición popular vizcaína

I

Eleve los Dos mundos á tantos compatriotas míos como residen en la América latina con el pensamiento y el corazón en los valles nativos; una de las mil tradiciones que he recogido en estos amados valles, y llévela desnuda de toda gala retórica, pues me falta tiempo para suplir con tales galas su desnudez originaria.

II

Al Oeste del valle donde tienen asiento los concejos de Galdames y Sopuerta, arrancan dos montañas paralelas en dirección al valle de Arcentales, separadas por una honda y estrecha cañada, por cuyo fondo se precipita un bullicioso riachuelo cuyas riberas pueblan frondosas arboledas y minas de ferrerías y aceñas.

Casi al comedio de esta cañada en la ribera izquierda, blanquea la aldeita de Labarrieta, con sus doce ó catorce casas rodeadas de heredades, viñedos y árboles frutales, con su iglesita de Santa Cruz y su ermita de Santa Lucía, que tapa la boca y sirve como de portería á una singular caverna, allá arriba en la ladera de la montaña.

Sirviendo como de estribación á la montaña, meridional ó del lado opuesto y asomándose por espacio de media legua á la hondonada, sigue la dirección de ésta un cordón de blancas rocas calcáreas, que elevándose cada vez mas, terminan frente á la aldeita, con elevación tal, que causa vértigo el asomarse á ellas por el campo del Oval, nombre que lleva la planicie ó meseta que en aquel punto las domina.

Aquella parte de la cordillera pétrea, se llama la Peña de la Miel, porque es frecuente ver destilar por ella la miel de los tártanos ó panales que labran las abejas en sus grutas y concavidades.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 41 visitas.

Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

417418419420421