Textos más vistos | pág. 421

Mostrando 4201 a 4210 de 8.344 textos.


Buscador de títulos

419420421422423

La Mula del Papa

Alphonse Daudet


Cuento


Entre los innumerables dichos graciosos, proverbios o adagios con que adornan sus discursos nuestros campesinos de Provenza, no conozco ninguno más pintoresco ni extraño que éste. Junto a mi molino y quince leguas en redondo, cuando se habla de un hombre rencoroso y vengativo, suele decirse:

«¡No te fíes de ese hombre, porque es como la mula del Papa, que te guarda la coz siete años!»

Durante mucho tiempo he estado investigando el origen de este proverbio, qué quería decir aquello de la mula pontificia y esa coz guardada siete años. Nadie ha podido informarme aquí acerca del particular, ni siquiera Francet Mamaï, mi tañedor de pífano, quien conoce de pe a pa las leyendas provenzales. Francet piensa, lo mismo que yo, que debe de ser reminiscencia de alguna antigua crónica del país de Aviñón, pero no he oído hablar jamás de ella, sino tan sólo por el proverbio.

—Sólo en la biblioteca de las Cigarras puede usted encontrar algún antecedente —me dijo el anciano pífano, riendo.

No me pareció la idea completamente disparatada, y como la biblioteca de las Cigarras está cerca de mi puerta, fui a encerrarme ocho días en ella.

Es una biblioteca maravillosa, admirablemente organizada, abierta constantemente para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que no cesan de dar música. Allí pasé algunos días deliciosos, y después de una semana de investigaciones (hechas de espaldas al suelo), descubrí, al fin, lo que deseaba, es decir, la historia de mi mula y de esa famosa coz guardada siete años. El cuento es bonito, aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como lo leí ayer mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y cuyos registros eran largos hilos de la Virgen.

* * *


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 19 minutos / 66 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Muñeca

Rafael Barrett


Cuento


Se celebraba en el palacio de los reyes la fiesta de Navidad. Del consabido árbol, hincado en el centro de un salón, colgaban luces, cintas, golosinas deliciosas y magníficos juguetes. Todo aquello era para los pequeños príncipes y sus amiguitos cortesanos, pero Yolanda, la bella princesita, se acercó a la reina y la dijo:

—Mamá, he seguido tu consejo, y he pensado de repente en los pobres. He resuelto regalar esta muñeca a una niña sin rentas; creo oportuno que Zas Candil, nuestro fiel gentilhombre, vaya en seguida a las agencias telegráficas para que mañana se conozca mi piedad sobre el haz del mundo, desde Canadá al Japón y desde el Congo a Chile. Por otra parte, este rasgo no puede menos que contribuir a afianzar la dinastía.

La reina, justamente ufana del precoz ingenio de su hija la concedió lo que deseaba. Zas Candil se agitó con éxito. Jesús nos recomienda que cuando demos limosna no hagamos tocar la trompeta delante de nosotros, pero sería impertinente exigir tantas perfecciones a los que ya cumplen con pensar en los pobres una vez al año. ¡El año es tan corto para los que se divierten! Además, el divino maestro se refería sin duda a la verdadera caridad.

No faltaba sino regalar la muñeca. ¿A quién? Una marquesa anciana, ciega, casi sorda y paralítica, presidenta de cuanta sociedad benéfica había en el país, fue interrogada, sin resultado. Su secretaría y sobrina, hermosa joven, propuso candidato inmediatamente. Ella era activa: sabía bien dónde andaban los pobres decentes, religiosos; se consagraba en cuerpo y alma a sus honorarias tareas, que la permitían citarse sin riesgo con sus amantes.

He aquí que Yolanda, la bella princesita, se empeña en presentar su regalo en persona.

—¡Una muñeca! —refunfuña la marquesa—. Mejor sería un par de mantas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 137 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Muñeca

Teodoro Baró


Cuento infantil


Enriqueta estaba loca de contento pues había llegado el instante, para ella tan deseado, de ir a la quinta de los Rosales, situada en una preciosa campiña que tenía por perspectiva verdes montañas y a corta distancia un riachuelo que se deslizaba dulce y tranquilamente sobre un lecho de rocas, debajo de las cuales se guarecían algunos peces, muy poco amables por cierto, pues no se dejaban ver por Enriqueta y se ocultaban en cuanto la morenita cara de la niña se reflejaba en las aguas. Gustaba mucho de las flores, de los árboles, de correr y jugar por el verde prado tachonado de amapolas. La niña gozaba en el campo y respiraba con fruición el aire embalsamado. Llena de júbilo subió al carruaje, tomando asiento al lado de sus padres; cuando divisó la quinta lanzó gritos de alegría; y apenas hubo puesto los pies en el suelo, hubiera comenzado a saltar si su mamá no la hubiese obligado a estarse quieta para descansar de las fatigas del viaje.

Al día siguiente fuese a recorrer el jardín y a visitar los rosales que daban nombre a la quinta, cuyas flores eran sus queriditas amigas; por la tarde dio una vuelta por el prado y llegose al riachuelo; pero los ariscos peces se escondieron y sólo logró ver la cola de uno al meterse debajo de una piedra.

Los días se asemejaban para Enriqueta, aunque nunca fuesen iguales, pues los incidentes siempre variaban. Ya descubría un nido oculto en un matorral y con júbilo participaba el hallazgo a su papá, que le recordaba que los nidos debían ser respetados por los niños y que era crueldad robar a una madre sus hijitos; ya la entusiasmaba el vuelo de las mariposas, el canto de las aves, la fruta que colgaba de los árboles, de la cual sólo comía con permiso de sus padres para evitar que la dañara; ya lograba sorprender a los peces del arroyuelo y verlos hasta que se ocultaran; y todo esto constituía otras tantas emociones para Enriqueta.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 37 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Muñeca de Porcelana

León Tolstói


Cuento


Una carta escrita por Tolstoi seis meses después de su matrimonio a la hermana más joven de su esposa, la Natacha de Guerra y Paz. En las primeras líneas, la letra es de su mujer, en el resto la suya propia.

21 de marzo de 1863

¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti... Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no entendí una palabra.

23 de marzo

Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales —brazos y piernas— podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo, a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida; además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 418 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Muñeca Sangrienta

Gastón Leroux


Novela


1. TRAS LAS CORTINAS

Benito Masson tenía su establecimiento en uno de los parajes más retirados, más apacibles y también más vetustos de la Ile-Saint-Louis. Benito Masson era encuadernador artístico, lo cual no le impedía vender tarjetas postales y dedicarse a un pequeño negocio de papelería en aquel barrio pasado de moda, especie de cuña provinciana en la capital, y que parece defendido, por su cinturón de agua, de la eterna bacanal que se ha convenido en llamar vida parisiense.

En aquella calle, cuyo nombre ha sido cambiado posteriormente, y que se llamaba aún no hace mucho tiempo calle del Santísimo Sacramento en la Isla, a la sombra de las viejas casonas que un par de siglos atrás fueron lugar de reunión de todo ingenio y elegancia, se han abierto o mejor dicho entreabierto una media docena de establecimientos, varias tiendas y una modesta relojería con la exorbitante pretensión de mantener apariencias de vida… Pues bien: de aquel callejón donde vivía nuestro encuadernador; de aquel barrio que parecía no existir más que gracias a sus recuerdos, ha salido una de las más prodigiosas aventuras, y hasta, si se nos apura, la más sublime, de la época actual. La aventura de Benito Masson fue, desde luego, sublime, porque constituyó una Fecha (con mayúscula, sí) en la historia de la Humanidad; pero, al mismo tiempo que sublime, fue espantosa… Y París, que conoció principalmente la parte de espanto, aún se estremece.


Información texto

Protegido por copyright
191 págs. / 5 horas, 35 minutos / 351 visitas.

Publicado el 21 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Nariz

Nikolái Gógol


Cuento


I

En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski (su apellido no ha llegado hasta nosotros y ni siquiera figura en el rótulo de la barbería, donde sólo aparece un caballero con la cara enjabonada y el aviso de «También se hacen sangrías»), el barbero Iván Yákovlevich se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.

—Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna —anunció Iván Yákovlevich—. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.

(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.) «Que coma pan, el muy estúpido. Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa. Y arrojó un panecillo sobre la mesa.

Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en una de las mitades y, muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. «¡Está duro! —se dijo para sus adentros—. ¿Qué podrá ser?»

Metió dos dedos y sacó… ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado. Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz. ¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado con la indignación que se adueñó de su esposa.


Información texto

Protegido por copyright
31 págs. / 54 minutos / 152 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Nariz de un Notario

Edmond About


Novela corta


DEDICATORIA

A M. ALEJANDRO BIXIO

Permitidme, señor, que encabece este humilde trabajo con el nombre ilustre y querido de un hombre que ha consagrado toda su vida a la causa del progreso; de un padre que ha ofrecido sus dos hijos a la liberación de Italia; de un amigo que se ha apresurado a darme una prueba de simpatía al siguiente día de Gaetana.

E. A.

I. EL ORIENTE Y EL OCCIDENTE SE ACOMETEN: LA SANGRE CORRE YA

Maese Alfredo L'Ambert, antes de recibir el golpe fatal que le obligó a cambiar de narices, era, sin duda alguna, el notario más notable de Francia. En la época aquella contaba treinta y dos años; era de elevada estatura, y poseía unos ojos grandes y rasgados, una frente despejada y olímpica, y su barba y sus cabellos eran de un rubio admirable. Su nariz (la parte más prominente de su cuerpo), se retorcía majestuosa en forma de pico de águila. Aunque alguno no me crea, su nítida corbata blanca le sentaba a maravilla. ¿Era debido esto a que la usaba desde su más tierna infancia, o porque se surtía de ellas en alguna tienda afamada? Yo opino que eran ambas razones a un tiempo.

Una cosa es atarse en torno del cuello un pañuelo de bolsillo blanco, hecho una torcida, y otra muy distinta formar, con arte y perfección, un espléndido nudo de inmaculada batista, cuyas puntas iguales, almidonadas sin exceso, se dirigen simétricamente a derecha e izquierda. Una corbata blanca elegida con acierto y anudada con esmero no es un adorno sin gracia; todas las mujeres os dirán lo mismo que yo. Pero no basta anudársela con maestría y con primor; es preciso, además, saberla llevar; esto es cuestión de práctica. ¿Por qué parecen los obreros tan torpes y desmañados el día que se casan? Porque suelen colocarse para el acto de la boda una corbata blanca sin previa preparación.


Leer / Descargar texto

Dominio público
83 págs. / 2 horas, 25 minutos / 77 visitas.

Publicado el 6 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Niebla

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Es un error —díjome mi tío, el viejo y achacoso solterón, cruzándose la bata, porque sus canillas reumáticas pedían el acolchado abrigo con mucha necesidad— eso de creer que lo más influyente en nuestra vida son los sucesos aparatosos y grandes. No; lo que realmente nos hace y nos deshace son las menudencias.

—El tejido de las mínimas circunstancias diarias querrá usted decir, tío Juan Antonio. Verdad, verdad de a puño… Nuestro humor, nuestra salud, nuestra dicha o desdicha momentáneas penden de esas fruslerías: de la ventana que cierra mal, de la puerta que nos coge los dedos, del plato soso o muy salado, del zapato que aprieta y de la llave que se ha perdido…

El solterón guiñó los ojos picaresca y melancólicamente, y se llegó un poco más a la chimenea rutilante. Disparadas chispezuelas saltaban de los leños, y el crujido seco y deleitoso del arder era lo único que se oía en la estancia, admirablemente enguatada y resguardada del frío con toda clase de ingeniosos refinamientos. La nieve, fina, blanda, de fantástica levedad, caía sin prisa, y la veíamos al través de los vidrios, con lo cual se aumentaba esa extraña y dulce sensación de seguridad y egoísmo característica del invierno en interior lujoso. Lo único que le faltaba al bienestar del viejo era un sorbito de té muy caliente, en delicada taza nipona, y se lo serví con las rôties de pan, retorcidas como barquillos de puro delgadas y sutiles. Al deshacérsele en la boca la tercera o cuarta rôtie empapada, murmuró:

—No, hijita; no es eso. Claro que también eso es porque en este instante, por ejemplo, mi felicidad consiste en que la tostadica venga transparente, el su–chong hirviendo y la crema fresquísima… Pero lo que quise expresarte fue que aún en las cosas más graves ejercen influjo decisivo las pequeñeces… ¿Por qué no me he casado yo, vamos a ver, por qué no me he casado?


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 64 visitas.

Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.

La Niña

Katherine Mansfield


Cuento


Era un ser aterrador, y cuya presencia quería eludir. Cada mañana, antes de irse a sus negocios, entraba en el cuarto de la niña para darle el beso de ritual, beso al que ella correspondía con un «adiós, papá». Y qué sensación de alivio cuando oía el ruido del coche que se alejaba e iba haciéndose más y más débil.

Por las noches, cuando esperaba su regreso asomada al barandal, oía abajo, en el vestíbulo, su voz retumbante:

—Que me lleven el té al salón de fumar. ¿Todavía no han traído el periódico? ¿Se lo han vuelto a llevar a la cocina? Mamá, ve a ver si anda por ahí el periódico. Y tráeme las zapatillas.

Mamá entonces la llamaba a ella:

—Kezia, sé buena y baja a quitarle las botas a papá.

Y ella bajaba despacito las escaleras, asiéndose muy fuerte con una mano al barandal, cruzaba el vestíbulo, más despacio todavía, y empujaba la puerta del salón de fumar.

Él tenía ya las gafas puestas y la miraba por encima de ellas de un modo que la asustaba.

—Vamos, Kezia, date prisa. Quítame las botas y llévatelas fuera. ¿Has sido buena hoy?

—N... no sé, papá.

—¿Tú n... no lo sabes? Si sigues tartamudeando de ese modo tendrá que llevarte mamá a ver al médico.

Con los demás nunca tartamudeaba; casi había dejado de tartamudear. Sólo con papá; porque se esforzaba demasiado en pronunciar bien las palabras.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué miras tan asustada? Mamá, quisiera que enseñaras a esta criatura a no poner esa cara. Cualquiera diría que estaba a punto de suicidarse. Vamos, Kezia, llévate mi taza de té y ponía en la mesa. ¡Con cuidado! Te tiemblan las manos como a una viejecita. Y procura guardar el pañuelo en el bolsillo, no en la manga.

—S... sí, papá.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 8 minutos / 99 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

419420421422423