En estos últimos años, a su vuelta de levante, Ricardo, duque de
Portland, el joven lord célebre antaño en toda Inglaterra por sus
fiestas nocturnas, sus victoriosos purasangre, su ciencia de boxeador,
sus cacerías de zorros, sus castillos, su fabulosa fortuna, sus viajes
de aventuras y sus amores, no se había dejado ver.
Una sola vez, al oscurecer, se había visto su secular carroza dorada
atravesando Hyde—Park con las cortinillas cerradas, a plena carrera y
rodeada de jinetes portando antorchas.
Después —reclusión tan brusca como extraña—, el Duque se había
retirado a su casa solariega, haciéndose habitante solitario de aquel
macizo castillo construido en viejas edades, en medio de sombríos
jardines y campos con árboles, y situado en el cabo de Portland.
Por toda vecindad, un rojo fulgor que iluminaba día y noche, a través
de la bruma, los pesados barcos que cabeceaban a lo lejos, cruzando sus
penachos de humo en el horizonte.
Una especie de sendero en pendiente hacia el mar, una sinuosa galería
excavada en las rocas y bordeada de pinos salvajes, que abre sus
pesadas verjas doradas sobre la misma arena de la playa, sumergida a las
horas de la marea alta.
Bajo el reinado de Enrique VI se forjaron leyendas de este castillo fortaleza, cuyo interior resplandecía de riquezas feudales.
En la plataforma que une las siete torres veían aún, esculpidos en
piedra, entre las almenas, un grupo de arqueros y algunos caballeros del
tiempo de las Cruzadas; todos en actitudes de combate.
Información texto 'El Duque de Portland'