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El Escudo de la Ciudad

Franz Kafka


Cuento


En un principio no faltó la organización en las disposiciones para construir la Torre de Babel; una orden excesiva, quizá. Se penso demasiado en guías, interpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En esos tiempos, la opinión general era que no se podía construir con demasiada lentitud; un poco más y hubieran abandonado todo, y hasta desistido de echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es del todo secundario. Ese pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, existirá también el fuerte deseo de terminar la torre. Por consiguiente no debe preocuparnos el futuro. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; de aquí a cien años el trabajo para el que precisamos un año se hará tal vez en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si cupiera la esperanza de que la torre quedará terminada en el espacio de una generación. Esa esperanza era imposible. Lo más creíble era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores condenara el trabajo de la generación anterior y demoliera todo lo adelantado, para recomenzar. Tales pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a disputas que culminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre y otros que más valía aguardar que se restableciera la paz. Pero no sólo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas se dedicaban a embellecer la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas.


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Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Espejo

Alphonse Daudet


Cuento


Al Norte, a orillas del Nieman, ha llegado una pequeña criolla de quince años, blanca y rosa como una flor de almendro. Viene del país de los colibríes, la trae el viento del amor…

Los de su isla le decían:

—No vayas, en el continente hace frío… El invierno te matará.

Pero la pequeña criolla no creía en el invierno y sólo conocía el frío por haber tomado sorbetes; además estaba enamorada, no tenía miedo a morir… Y ahí estaba, desembarcada en las brumas del Nieman con sus abanicos, su hamaca, sus mosquiteros y una jaula de enrejado dorado llena de pájaros de su país.

Cuando el anciano padre del Norte vio llegar a aquella flor de las islas que el Sur le enviaba en un rayo de sol, su corazón se apiadó; y como pensaba que el frío pronto devoraría a la chiquilla y a sus colibríes, encendió rápidamente un hermoso sol amarillo y se vistió de verano para recibirlos…

La criolla se confundió; tomó aquel calor del Norte, brutal y pesado, por un calor que duraría; aquella eterna y oscura vegetación por el verdor de la primavera y, colgando su hamaca al fondo del parque entre dos abetos, pasaba el día abanicándose, meciéndose.

—En el Norte hace mucho calor —dice riendo.

Sin embargo hay cosas que la inquietan. ¿Por qué, en este extraño país, las casas no tienen miradores acristalados? ¿Por qué esos muros gruesos, esas alfombras, esas pesadas cortinas? Esas gruesas estufas de mayólica, esos grandes montones de leña apilados en los patios, y esas pieles de zorro azul, esos abrigos forrados, esas pieles que duermen al fondo de los armarios ¿para qué pueden servir?

Pobre pequeña, muy pronto va a saberlo.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Espejo de Matsuyama

Juan Valera


Cuento


Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.

Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy pequeñita, que el padre se vio obligado a ir a la gran ciudad, capital del Imperio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy lindos regalos.

La madre no había ido nunca más allá de la cercana aldea, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde había que ver tantos primores y maravillas.

En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje azul que sabía que a él le gustaba en extremo.

No atino a encarecer el contento de esta buena mujer cuando vio al marido volver a casa sano y salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de contar las cosas extraordinarias que había visto, durante la peregrinación, y en la capital misma.

—A ti—dijo a su mujer—te he traído un objeto de extraño mérito; se llama espejo. Mírale y dime qué ves dentro.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Espejo y la Campana

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace ocho siglos, los sacerdotes de Mugenyama, provincia de Tõtõmi, quisieron fabricar una gran campana para su templo, y les pidieron a las mujeres de la comarca que los ayudaran mediante la donación de viejos espejos de bronce para la fundición.

[Aún hoy, en los patios de ciertos templos japoneses, se ven pilas de viejos espejos de bronce donados para propósitos semejantes. La colección más vasta que pude observar estaba en el patio de un templo de la secta Jõdo, en Hakata, Kyûshû : los espejos se habían donado para la erección de una estatua de bronce de Amida, de treinta y tres pies de alto.]


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Espíritu del Conde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Os acordáis de algo que os conté aquí mismo hace tiempo, no mucho? Pero todo va hoy tan de prisa, que presumo lo habréis olvidado.

Se trataba del conde filántropo, del que tuvo misericordia de las turbas, del que con exaltación profesó el culto de los humildes, del que, en su vocación entusiasta, tomó el arado en sus manos aristocráticas y, descalzos los pies, rompió las entrañas de la tierra para que produjese el dorado trigo que sustenta al hombre.

En aquella ocasión os narré algún episodio de la existencia del que amó a su naturaleza y a los humanos —no a todos por igual—, siendo la razón de su preferencia la mayor miseria e ignominia de los preferidos. Y os conté cómo San Francisco y el conde dialogaron una tarde otoñal, sentados en un muro, mientras dejaban rebosar la marejada del humano sufrimiento, que ambos habían convertido en materia religiosa, dulce y alegre en el fraile, en el conde sombría y pesimista.

Y he aquí que el conde, en un viaje por llanuras acolchadas de nieve, mientras un cierzo áspero y polar desgarraba los escarchados arabescos del ramaje sin hojas: yendo, como un «mujik», en la plataforma del tren, enfundado en su hopalanda de pellejas de carnero mal curtidas, endurecidas por el hielo, sintió en su pecho, repentinamente, como una punzada. A poco, la punzada era agudo dolor. Y al penetrar en el convento donde quería refugiarse, la calentura le abrasaba, mientras sus dientes entrechocaban por efecto de ese frío que no se parece a ningún otro: el frío de la invasora pulmonía.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Espíritu Moderno

José María de Pereda


Cuento


I

Hace doce años, hallándome de visita en casa de una señora respetable (adjetivo con que se expresaba entonces en Santander cuanto de finura, prosapia, posición social y talento cabía en una mujer), hablaba con ella de la vida del campo, en el cual acababa yo de pasar unos días.

—¿Es posible—me decía la culta dama—que una persona de cierta educación se resigne á vivir en la soledad de una aldea?

—Sí, señora—le respondí yo,—y encontrando en ella goces tan grandes como los que proporciona la ciudad.

—No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación.

—Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea es más espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.

—¿Qué está usted diciendo?… Las casas de aldea…. ¡Jesús!, unas tejavanas miserables, obscuras, lóbregas…, sin un mal balcón….

—Tres tiene la en que yo nací…, y bien grandes, por cierto.

—¿Es posible?

—Y en el menor salón de aquella casa cabe muy holgadamente ésta en que ahora estamos.

—Usted se burla.

—No vendría muy al caso.

—Pues digo bien. ¿No estoy yo cansada de ver casas de aldea en Miranda, en Cueto, en San Juan?… Y eso que, según me han dicho, estas casas son palacios, comparadas con las de las aldeas del interior.

—Vuelvo á repetir á usted que la mía, si no tan lujosa como ésta y otras semejantes, es bastante más cómoda que todas ellas, pudiendo también asegurar, pues las he visto, que hay casas de aldea en esta provincia que contienen cuanto puede apetecer la persona más escrupulosa y exigente.

—Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cueste trabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!…

—Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo.


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12 págs. / 22 minutos / 50 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Estilo es el Hombre

Antonio de Trueba


Cuento


I

Dos personas han dicho que el estilo es el hombre. Como tengo poca memoria y menos erudición, no estoy seguro de que fuese Buffón una de esas personas, pero sí lo estoy de que la otra fué un guardia civil.

Soy ya hombre casado, y por consiguiente no me hallo en estado de merecer; pero si me hallara, me guardaría muy bien de sacar á relucir la máxima de aquellos señores, porque ¿qué idea formarían de mí las muchachas que juzgasen de mis merecimientos por mi estilo desaliñado y vulgar?

En obsequio á mi señora esposa, digo públicamente que en mí el estilo es el hombre. Hecha esta confesión, no hay miedo de que ninguna de mis lectoras se enamore de mí. ¡Qué ganga, querida esposa, tienes en el estilo y en la franqueza de tu marido!

Pero echemos noramala esta maldita propensión que uno tiene á irse á la broma, y hablemos con un poco más de formalidad.

Tres cosas hay en el mundo cuya fisonomía es única: la letra, la cara y el alma. «Fulano, decimos, se parece á Zutano», y hacemos bien en decir que se parece, porque si dijésemos que es idéntico, faltariamos á la verdad.

Cualquiera de estas tres cosas, en el hecho de ser únicas, sirvo para identificar á la persona y no lo ignora la policía, que sabe muy bien poner una pluma en la mano de aquél á quien sospecha autor del documento falso que posee, y sabe proveerse del retrato fotográfico del criminal á quien cree capaz de tomar las de Villadiego: pero ¿cómo se identifica la persona por medio del alma? ¿Cómo se obtiene un retrato fotográfico del alma que pueda servir de punto de comparación?


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26 págs. / 46 minutos / 45 visitas.

Publicado el 23 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

El Experimento del Dr. Kleinplatz

Arthur Conan Doyle


Cuento


De todas las ciencias, una interesaba especialmente al erudito profesor Von Baumgarten. Era la que se conecta con la psicología y las relaciones entre mente y materia. El profesor era un famoso anatomista, gran químico y uno de los más renombrados fisiólogos de Europa. Pero se sentía aliviado alejándose de esos temas y dedicando sus grandes conocimientos al estudio del alma y las relaciones misteriosas de los espíritus. Era muy joven cuando empezó sus estudios sobre hipnotismo. En esa época, su mente parecía vagar por lugares extraños donde lo único que había era caos y oscuridad. Sólo muy pocas veces algún gran suceso inexplicable y desconectado aparecía aquí y allá.

Pero a medida que pasaban los años, aumentaba el valioso caudal de conocimientos del profesor. El conocimiento siempre da más conocimiento, del mismo modo que el dinero da más interés. Y el profesor comenzó a notar que lo que antes le había parecido asombroso o extraño, ahora podía ser interpretado de forma distinta. Empezó a familiarizarse con una nueva clase de razonamientos y pudo descubrir conexiones en cosas que antes le habían parecido incomprensibles y sorprendentes. A través de veinte años, realizó experimentos y recolectó muchos datos. Tenía la ambición de crear una nueva ciencia exacta que incluyera al hipnotismo, espiritismo y otros temas relacionados. Lo ayudó mucho su profundo conocimiento de las partes más complicadas de la fisiología animal, las que tratan de las corrientes nerviosas y de cómo trabaja el cerebro. Alexis von Baumgarten era profesor de Fisiología en la Universidad de Keinplatz y tenía a disposición de sus investigaciones todo el laboratorio de la universidad.


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Publicado el 26 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Extraño

H.P. Lovecraft


Cuento


Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Extraño Huésped

Gustav Meyrink


Cuento


La emperatriz María Teresa de Austria comenzó su gobierno en las condiciones más difíciles. Baviera y España eran enemigos declarados; Francia y Prusia sus enemigos secretos; Sajonia planteaba pretensiones. Por fin Federico II abrió las hostilidades, inesperadamente, en primer lugar, cayendo sobre Silesia, que entonces, junto con los territorios austríacos vecinos, fueron el escenario durante años de sangrientas luchas y de cambiante fortuna en la guerra. Cuando al fin se convino la Paz de Dresde en 1745, entre María Teresa y Federico, no sólo eran extremadamente significativas las pérdidas de territorios y de población para la emperatriz, sino que también el Imperio, que ya se había encontrado en tiempos de su padre, el emperador Carlos IV, en plena decadencia económica, parecía haber agotado todos sus recursos. La administración se sumía en el caos y las arcas estaban vacías.

Los señores del Consejo Imperial encargados de la nueva organización de la economía y de la administración de las deudas del Estado, se rompieron durante meses sus empolvadas cabezas sobre la cuestión de cómo resolver los problemas.

También el conde Wilhelm von Haugwitz, que ya por entonces era Consejero Privado de la emperatriz y con posterioridad, durante muchos años, su Primer Ministro, pese a toda su habilidad en los negocios, no sabía cómo arreglar las finanzas del Estado.

Tanto la reforma del comercio y de la agricultura, como la de la educación y el ejército, pedían ayuda al unísono.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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