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El Cuentista

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió.

El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.

—¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? —preguntó.

—Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba —respondió la tía débilmente.

—Pero en ese campo hay montones de hierba —protestó el niño—; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

—Quizá la hierba de otro campo es mejor —sugirió la tía neciamente.

—¿Por qué es mejor? —fue la inevitable y rápida pregunta.

—¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

—¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —persistió Cyril.


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6 págs. / 11 minutos / 96 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Cuento

Joseph Conrad


Cuento


La luz del crepúsculo agonizaba lentamente del otro lado del amplio y único ventanal como un enorme resplandor monótono y sin color, enmarcado por las rígidas sombras de la sala.

Era una habitación alargada. El inevitable ascenso de la noche avanzaba desde el fondo donde el susurro de la voz de un hombre, interrumpido con entusiasmo y con entusiasmo otra vez reanudado, parecía defenderse de respuestas dichas en voz baja y con infinita tristeza.

Por fin se dejaron de oír las respuestas. Los movimientos del hombre al levantarse pesadamente junto al profundo y oscuro sofá que contenía la sombría silueta de una mujer reclinada revelaron que se trataba de un hombre alto para aquel techo más bien bajo, y que iba vestido completamente de negro, salvo por el contraste brutal del cuello blanco bajo el perfil de la cabeza y la chispa débil e insignificante de algún botón cobrizo de su uniforme.

La observó un momento, con una quietud masculina y misteriosa, y luego se sentó en una silla a su lado. Sólo alcanzaba a ver el borroso óvalo de su cara dada la vuelta, y sus manos pálidas extendidas sobre el vestido negro, manos que un momento atrás se habían abandonado a sus besos y que ahora parecían extenuadas, como si estuvieran demasiado cansadas para moverse.

No se atrevía a hacer ningún sonido, como cualquier otro hombre se sentía reducido por las mediocres necesidades de la existencia. Y como suele suceder, fue la mujer la que tuvo el coraje. Primero se escuchó la voz de ella, casi era la misma voz de siempre, aunque vibraba por sus emociones contradictorias.

—Dime algo —dijo.

La oscuridad escondió primero la sorpresa de él y luego su sonrisa, como si no le hubiera dicho recién todo lo que debía decirle ¡y por enésima vez!


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21 págs. / 37 minutos / 96 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Cuento de Año Nuevo

Alejandro Larrubiera


Cuento


Por Cristo Nuestro Señor que comenzaba de perlas el año… Noche más triste, obscura y helada no pudo soñarse: la nieve caía mansamente sobre la haz de la tierra, el viento huracanado hacía gemir con tintineante son las campanas de la iglesuca de Villabrines, uno de tantos pueblos de la montaña ignorados para los geógrafos, aldea que tenía por junto treinta casas y un centenar de habitantes.

No os llamaréis á engaño si os juro que en tal noche, pasadas ya las doce, todos los villabrinenses, chicos y grandes, mozos y mozas, dormían á pierna suelta muy metiditos en la cama, sin darse cuenta de que la nieve, obrera impertérrita, iba extendiendo sus helados cendales por la haz de la tierra.

Miento bellacamente al afirmar que todos dormían, porque de una casuca emplazada al promedio de la calle Real salió un hombre mozo que al exponer las narices al poco agradable ambiente de la noche, subióse la bufanda hasta los ojos, calóse la boina hasta las cejas y metidas las manos en las profundidades de los bolsillos del pantalón, rompió á andar con pisar recio por la calleja á cayo final abríase un sendero que conducía á un bosque de nogales y castaños.

Si á ti lector te da el naipe por pararte á reflexionar en esta historia que te cuento, es posible que presupongas que muy mal estaba con su persona quien en parecida noche tan locamente la exponía, pero sí te advierto que el amor hacía mover tan gentilmente las piernas de nuestro personaje, encontrarás muy disculpable el caso: que por amor sabido es que se cometen mil y una tonterías. Bueno: sigo ya en línea recta mi narración.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 49 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2023 por Edu Robsy.

El Cuento de la Dinamita

Silverio Lanza


Cuento


—¡Un cuento, un cuento! ¡Que cuente un cuento!

—Voy á complaceros. Os contaré el cuento de la dinamita.

—Venga, venga.

—Pues, señor... Había un pueblo muy rico porque tenía muchas fábricas y se cuidaba el campo, y no había mohina porque había harina.

Y cátate que llega una familia de gitanos al pueblo y empiezan á decir la buenaventura y á curar con unas recetas muy extrañas y á echar maldiciones que se cumplían, y muchas cosas más.

Y los vecinos del pueblo empezaron á gastarse su dinero con los gitanos, y se cerraron las fábricas y se abandonó el campo, y los jornaleros tuvieron hambre.

—Como aquí.

—Si interrumpís no sigo.

—Silencio.

—Y los que pudieron se marcharon á otros pueblos, y se marchó el tio Colorao, y anduvo tierras y tierras, y en un lado se dejó la vergüenza y cogió la osadía, y en otro lado se dejó la razón y guardó un poco de mal instinto, y después de andar mucho se volvió otra vez al pueblo.

Y cuando volvió estaba todo peor que cuando se había ido. Nadie le daba trabajo ni él quería trabajar y explotaba á los pobres.

—Poco sería.

—Que te calles.

—Déjale, que voy á explicárselo. ¿Has visto la encina grande de Campo Redondo?

—Sí, señor.

—¿Tiene mucho fruto?

—Ya no lo da.

—Pero tendrá hojas.

—Muchas.

—¿Y cuando no las tenga?

—Pues, pa leña.

—¿Y cuando se queme la leña?

—Pues, ná.

—¿Y la ceniza?

—Es cierto.

—Todo sirve para algo. Y continúo.

Y como nadie se cuidaba de los pobres estos se hicieron a...

—¿Anarquistas?

—No, hijo; otra cosa muy distinta, aunque también empiece con a: se hicieron asesinos. Y mataron y robaron, porque Colorao los animaba. Y se acostumbraron al crimen, y fueron criminales por serlo.


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 56 visitas.

Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

El Cuento de la Serpiente Verde

Wolfgang Goethe


Cuento


En su pequeña choza, ante el gran río cuya corriente habíase acaudalado por una fuerte lluvia y que desbordaba sus riberas, estaba el viejo barquero descansando y durmiendo, rendido por las labores del día. Le despertaron fuertes voces en medio de la noche; escuchó que unos viajeros querían ser trasladados.

Al salir delante de la puerta vio dos grandes fuegos fatuos flotando encima del bote amarrado y le aseguraron que se hallaban en los más grandes apuros y que estaban deseosos de verse ya en la otra orilla. El anciano no se demoró en hacerse al agua y navegó con su destreza acostumbrada a través del río mientras los forasteros siseaban entre sí en un lenguaje desconocido y sumamente ágil, y estallaban, de vez en cuando, en fuertes carcajadas saltando por momentos en los bordes o en el fondo de la barca.

—¡Se balancea el bote! —exclamó el viejo—. Si estáis tan inquietos puede volcarse. ¡Sentaos, fuegos fatuos!

Estallaron en grandes carcajadas ante esta advertencia, se mofaron del anciano y se pusieron más inquietos que antes. Este soportó con paciencia sus malas maneras y, en poco tiempo, arribó a la otra orilla.

—¡Aquí tenéis! ¡Por vuestro esfuerzo! —exclamaron los viajeros y, al sacudirse, cayeron muchas y resplandecientes piezas de oro dentro de la húmeda barca.

—¡Santo cielo! ¿Qué hacéis? —exclamó el viejo—. Me exponéis al más grande apuro! Sí una de estas piezas hubiera caído en el agua, el río, que no soporta este metal, se hubiera levantado en terribles olas devorándonos al bote y a mí, ¡y quién sabe cómo os hubiera ido! ¡Tomad de nuevo vuestro dinero!

—No podemos tomar nada de lo que nos hemos desprendido —respondieron ellos.

—Entonces, encima me dais el trabajo de tener que recogerlas y llevarlas a enterrar bajo tierra —dijo el viejo, inclinándose para recoger las piezas de oro dentro de su gorra.


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35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 280 visitas.

Publicado el 25 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.

El Cuento del Cid

Víctor Balaguer


Cuento, leyenda


A seis kilómetros de Burgos próximamente, pasado el pueblo de Villatoro, y a la derecha de la carretera, se ve asomar por entre un grupo de chopos lombardos, álamos, olmos y nogales, lo que existe en pie del que fue un día famoso monasterio de Fres del Val: su triste, viuda y solitaria espadaña, los robustos muros de la que fue su grandiosa iglesia y las viejas paredes que resguardan su claustro gótico-florido, resto admirable de su antigua majestad.

Se levanta el monasterio en la falda de un monte que se parte en dos, como para darle abrigo y grato asiento. Parece abrirse en dos brazos, que extiende por uno y otro lado cual si quisiera protegerlo y estrecharlo en ellos, o mejor, como si los abriera prolongándolos a uno y otro lado por el valle, para que desde las ventanas del edificio se pueda gozar del soberbio panorama que ante él se despliega.

Fres del Val es hoy una verdadera ruina que, por fortuna, parece haber encontrado quien se ocupe en ella para restaurarla.

Muy cerca de Fres del Val está el Vivar del Cid, que recuerda las mocedades de aquel héroe legendario; y a muy cortas distancias tiene también otros sitios de honradas y memorables tradiciones en los anales de la vieja Castilla.

Junto a la puerta de la que fue iglesia, a la derecha, hay el monte, al que se sube por una cuesta que se llama de la Reina, y acerca de la cual existe una dramática leyenda que contaré otro día.

A su izquierda se halla el otro monte, a cuya cima conduce otra cuesta, que se llama de los Grillos. La meseta de este monte tiene una vasta extensión, llana, fácil, cómoda, especie de paseo enyerbado que se prolonga tres o cuatro kilómetros al menos, sin que el menor accidente ni la menor ondulación del terreno pueda interrumpir ni alterar el paso tranquilo del caminante o el soberbio galope del caballo.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 56 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2023 por Edu Robsy.

El Cumpleaños

Juan José Morosoli


Cuento


Arce, el dueño de la fiesta, era un hombre "bárbaro para la plata". Todo el año explotaba a aquellos pobres infelices que le vendían huesos, papeles, botellas y chatarra. Todo el año, menos el día de su cumpleaños. Ese día los convidaba a comer y tomar y se conmovía por cualquier cosa. Una fraternidad y una generosidad sin límites lo desbordaba. Era un día en que se sentía bueno y le tenía lástima a todo el mundo.

Ya habían dado cuenta —él y los miserables proveedores de su negocio— de dos botellas de caña y habían acercado el cordero a las brasas, cuando llegaron con la noticia: Juancito, el hijo de Doña Rosa la lavandera, que vivía del otro lado del cerco de tunas, había muerto.

La noticia los llenó de tristeza. El niño era amigo de todos ellos. Siempre andaba por allí y los días de la celebración del cumpleaños de Arce, solía quedarse largo rato, hasta que éste le regalaba un buen pedazo de asado.

Eran momentos en que algo angélico les ponía discreción en lo que decían, obligándoles a medir las palabras, para no herir la inocencia del niño. Se sentían todos ellos un poco padres de él.


* * *


Un silencio largo les alejó de la fiesta, hasta que el ciego dejó caer estas palabras:

—Mire usted, tantos que estamos de más en el mundo, y muere este angelito...

Arce se paró entonces y dijo:

—Vamos a dejar la fiesta por un rato. Tenemos que acompañar a la madre...

Ordenó después a Luis Pedro que cortara un costillarcito con riñón y todo y se lo llevara a doña Rosa.

Luis Pedro cortó la carne, desparramó las brasas, levantó el resto del asado que quedaba, lo guardó en el galpón, y luego partieron todos para el velorio.


* * *


Aldama, que según don Pedro Correa "estaba medio borracho desde el año que salió el cometa", trataba de consolar a la madre:


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 24 visitas.

Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Cura de Romeral

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Parroquia de cordillera chilena, por consiguiente pobre. Gran casa de un piso aparragada en la tierra y muy cerca del cerro. Rincón de huerto asoleado, poético, mezcla de la arboleda umbrosa del llano, con el monte criollo de maquis y quillayes. Una fila de enormes perales en el fondo, completamente nevados de albas flores, deja caer en vago espiral la plumilla caliente de las corolas que ya se marchitan. En el suelo, de la blanquísima alfombra que tiende toda esta florescencia moribunda, surgen centenares de retoños que el fruto caído y no levantado del suelo sembró y fecunda sin intervención de nadie. Arbolillos que levantan una sola varilla con hojas tiernas, van a suplir con los años los viejos perales apolillados y estériles, que lloran su savia por la agrietada corteza. ¡Así debía renovarse el bosque por sí solo! Otra fila de cerezos aún más floridos, alargan sus ramas sin hojas, solamente envueltas en abiertos copos que parecen de luna blanca. Al amanecer, antes de salir el sol, este follaje blanco destella con luz propia mirándolo contra el cielo de frío azul, y parece que cada flor es una estrella. En este pobre huerto hay diseminadas diversas plantas con que cada cura marcó su paso. Hubo uno aristocrático, un viejito delgado, de gran nombre, enviado a la cordillera por salud, que dejó algunos rosales finos. Le siguieron dos buenos curas campesinos y humildes que marcaron su pasada en algunas matas de pelargonia, dengues, artemisas, flor de la pluma.


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8 págs. / 14 minutos / 51 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Delincuente Honrado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes —nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 112 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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