El auto avanzaba velozmente por la hermosa carretera bordeada de
altos y ramosos eucaliptus, que en partes formaban finas cejas del
camino y en partes se espesaban en tupidos bosques.
De trecho en trecho abríanse como puertas en la arboleda, permitiendo
observar hacia la izquierda, los grandes rectángulos verdes cubiertos
de alfalfa, de cebada y de hortalizas; los hornos ladrilleros, los
plantíos de frutales, las alegres casitas blancas, de techo de hierro y
amparadas por acacias y paraísos. En otros sitios los arados mecánicos
roturaban, desmenuzándola, la tierra negra y gorda. Todo, hasta los
prolijos cercos de alambre tejido que limitan los pequeños predios,
pregona el avance del trabajo civilizado.
A la derecha vense bosquecillos de jóvenes pinares, regeneradores del
suelo, encargados de detener el avance de las estériles arenas del
mar... Más hacia el sur, los médanos, ya casi vencidos, adustos,
muestran sus lomos bayos sobre los cuales reverbera el intenso sol
otoñal; y más allá todavía, brilla, como un espejo etrusco, la inmensa
lámina azul de acero del río-mar...
El auto vuela, entre nubes de polvo, por la nueva carretera, y aquí
se ve un chalet moderno, rodeado de jardines, y luego un tambo modelo, y
después una huerta y más lejos una fábrica, cuya negra humaza
desaparece en la diafanidad de la atmósfera apenas salida de la garganta
de las chimeneas; y en seguida otras tierras labrantías y más
eucaliptos y más pinos, y de lejos en lejos, como único testimonio del
pasado semibárbaro, uno que otro añoso ombú, milagrosamente respetado
por un resto de piedad nativa.
El amigo que nos conduce a su auto,—un santanderino acriollado,—me
dice,—descuidando el volante para dibujar en el aire un gran gesto
entusiasta:
—¡Esto es progreso! ¡Esto es grandeza!... ¡Esto es hermosura!
Mi compañero, Lucho, contrae los labios en mueca desdeñosa y responde:
Leer / Descargar texto 'La Estancia de Don Tiburcio'