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La Felicidad Doméstica

Antonio de Trueba


Novela corta


I

Permítaseme empezar este cuento con algunos detalles topográficos, y en el hecho de pedir que se me permitan estos detalles, confieso que no están del todo en su lugar.

Donde los cuentos dan á su autor mucha gloria y mucho dinero, la crítica debo tener la manga muy estrecha; pero en España, donde poco ó nada de eso dan, la crítica debo tener la manga tan ancha, tan ancha, que puedan pasar por ella los extravíos que para nuestro particular solaz nos permitimos, los cuentistas.

—Cuentista—me dice el público,—ven acá y cuéntame un cuento.

—¡Allá voy, señor mío!—le contesto.

Pero cato usted que apenas empiezo el cuento veo pasar á una personita que me gusta, y por ir á charlar con ella un rato dejo al público con un palmo de narices.

—¡Cómo se entiende!—me grita indignado el público—Me falta usted al respeto, olvidando que las leyes del arte niegan la autonomía á los cuentistas.

—Vamos á cuentas, señor público. Cuando va usted á un teatro de aficionados, ¿silba usted á los actores?

—No, señor.

—¿Y por qué?

—Porque son aficionados.

—¿Y por qué razón son aficionados?

—Porque no ganan dinero.

—Pues mire usted, por esa razón somos también aficionados los cuentistas españoles; y porque somos aficionados no se nos debe silbar, aunque nos tomemos libertades como las que yo me tomo.

El Oriento es la región de la luz y el Ocaso la de la sombra. Vámonos hacia el Oriente, saliendo por la puerta de Alcalá.

Siguiendo la carretera de Aragón, caminamos por espacio de un cuarto de hora dominando con la vista las llanuras que cercan á la capital.

Descendemos á un vallecito donde hay un puente sobre un arroyo nominal y emprendemos la subida de una cuesta, agradable por lo corta y desagradable por lo pendiente.


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Dominio público
81 págs. / 2 horas, 22 minutos / 61 visitas.

Publicado el 23 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

La Feria de Mairena

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


Sus visos y alcores llena
por los floridos abriles
con sus feriantes Mairena,
cubriendo la rubia arena
yeguas y potros por miles.

Va en manada el bravo toro;
más nada cual la serrana
que linda, pomposa, ufana,
lloviendo cairel de oro,
va a la feria en la mañana.

Breve el pie como andaluz,
los ojos de matadora,
mucho negro y mucha luz;
cada mirada traidora
deja un muerto y una cruz.

(Cántiga popular)


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 57 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Fiesta de Baile

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


1

Esto fue en la noche del día tres de noviembre del año 19 de Meiji.

Akiko, hija de la familia XX, de 17 años de edad, subía en compañía de su padre, hombre calvo, la escalera de la Casa Rokumei, donde se celebraba la fiesta de baile. Alumbradas por la fuerte luz de la lámpara, las grandes flores de crisantemo, que parecían artificiales, formaban una barrera de tres hileras en ambos lados de los pasamanos; los pétalos se revolvían en desorden como hojas flotantes en cada una de las tres filas, de color rosado en la última, de amarillo intenso en la del medio y de blanco puro en la más cercana. Al cabo de la barrera de crisantemos la escalera desembocaba en la sala de baile, de donde ya desbordaba sin cesar la música alegre de la orquesta, como un suspiro de felicidad incontenible.

A Akiko ya le habían inculcado el idioma francés y el baile occidental, pero era la primera vez que asistía a una ceremonia formal. Estaba tan nerviosa y distraída que apenas le contestaba a su padre, que le hablaba de cuando en cuando mientras viajaban en un coche tirado por caballos; se sentía carcomida desde el interior por una extraña sensación inestable, que se podría llamar inquietud placentera. Desde la ventana alzó con insistencia la mirada nerviosa para contemplar la ciudad de Tokio iluminada por escasos faroles que dejaban atrás a medida que avanzaba el coche, hasta estacionarse al fin delante de la Casa Rokumei.


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7 págs. / 12 minutos / 122 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Fiesta de las Espigas

Norberto Torcal


Cuento


La alondra mañanera había alzado ya su vuelo por encimado los campos silenciosos y con su dulce canción saludaba la vuelta del día que sobre la cima de los lejanos montes anunciábase con una débil franja de luz blanquecina y suave, amortiguando el brillo de estrellas y luceros.

Tío Antón saltó del lecho, se vistió en un santiamén, empuñó las hoces, echó so bre el hombro la pequeña alforja de frugal desayuno portadora, y andando sobre las puntas de los pies para no despertar á la familia, que á pierna suelta descansaba y dormía á aquella hora, abrió quedamente la puerta de casa y salió al campo, envuelto aun en una semioscuridad deliciosa. Había que ganar la delantera á su vecino y rival tío Cosme, por mal nombre matarranas, con quien la tarde anterior había sostenido acalorada disputa por si es tuyo ó es mío el rinconcito de campo intermedio entre las heredades de ambos, cuyos linderos, al cabo de los años mil, estaban aún sin precisar, constituyendo un eterno tema de discordias, enemistades y riñas, que de año en año se renovaban llegada la época de la siega, porque cada uno de los dos labradores creíase con derecho para añadir á su cosecha respectiva el puñado de espigas que en aquel palmo de terreno ondulaban lozanas y graciosas.

La mañana era deliciosa. En los anchos trigales, bajo la fronda rumorosa de los árboles, sobre las matas de tomillos y floridos cantuesos de los ribazos, la brisa pasaba acariciadora y susurrante.

Tan madrugadores como el día, como las alondras, como el tío Antón, muchos campesinos cruzaban por el largo sendero á emprender las faenas de la siega.

—Buenos días, tío Antón...

—Buenos días, Juan... Buenos días, tío

Lucas...


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 28 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Fiesta de Némesis

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Es una suerte que haya dejado de estar de moda el Día de San Valentín —dijo la señora Thackenbury—. Con Navidad, Año Nuevo y Pascua, por no hablar de los cumpleaños, hay ya bastantes días para el recuerdo. Estas últimas Navidades traté de evitarme problemas enviándoles flores a todos mis amigos, pero no sirvió de nada; Gertrude tiene once invernaderos y unos treinta jardineros, por lo que habría sido ridículo enviarle flores, y Milly acaba de inaugurar una floristería, por lo que resultaba también fuera de cuestión. La tensión de tener que decidir precipitadamente qué les regalaba a Gertrude y a Milly cuando creía tener toda la cuestión solucionada me arruinó totalmente las Navidades, por no hablar de la terrible monotonía de las cartas de agradecimiento: «Te agradezco mucho tus encantadoras flores. Fuiste tan amable al pensar en mí». Desde luego que en la mayoría de los casos ni siquiera había pensado en los receptores; sus nombres estaban en mi lista de «personas a las que no hay que olvidar». De haber tenido que confiar en mi memoria se hubieran producido terribles pecados de omisión.

—Lo malo es que todos estos días en los que se entromete el recuerdo persisten en referirse a un aspecto de la naturaleza humana e ignoran totalmente el otro —le comentó Clovis a su tía—. Por eso se han hecho tan superficiales y artificiales. En Navidad y Año Nuevo la convención te estimula a enviar efusivos mensajes de optimista buena voluntad y afecto servil a personas a las que apenas te atreverías a invitar a almorzar a menos que no te hubiera fallado un comensal en el último momento; si estas cenando en un restaurante en la víspera de Año Nuevo se espera que, cantando «For Auld Land Syne», estreches la mano de desconocidos a los que nunca habías visto y no deseas volver a ver. Pero no se permite licencia alguna en la dirección opuesta.


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4 págs. / 8 minutos / 79 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Fiesta de Nuestro Señor

Gabriel Miró


Cuento


Acabado el enjalbiego, dijo la señora tía, ya doblada por senectud, al sobrinico huérfano:

—Anda, Ramonete, anda; anda, hijo, y acuéstate, como a buen seguro hicieron ya todos los muchachos, que muy de mañana se ha de ir a la parroquia.

—¿Qué hay entierro o casamiento, señora tía?

—Pues, descabezado, ¿que no recuerdas el día que es? ¿Qué dijo el señor maestro?

—¡Que no había escuela!

—¿Y no paró en hablar de la grande fiesta de Nuestro Señor?

—Sí dijo de fiesta, señora tía, sí dijo.

—¿Y no entendiste que había de ser la del Corpus la más preciosa y bendita, hijo Ramonete?

—Sí que podrá ser, señora tía; que Damián y Javierico, los de la «Corrionera», y Luis y «Gabiel» y Barberá hablaron que estrenaban botas de cordones y gorras de visera reluciente y trajes de...

—Anda, Ramonete, hijo; anda y acuéstate, que bien supiste las fantasías de los rapaces... Corpus es mañana y el señor rector predica, con que...

Y el sobrinico huérfano bebió de una cántara sacada al sereno; besó la mano sequiza y rugosa de la señora tía y entrose muy despacio por la negrura del portal.

Desde lo hondo llamó tímidamente:

—¡Señora tía! ¡Señora tía!

—¡Ay, Ramonete, ay, hijo! ¿Qué antojo es ése?

—¿Ha de venir pronto, señora tía? ¡Mire que todo está fosco, y en «lo» corral sentí ruido y pasó como una fantasma, señora tía!

—¡Ay, hijo Ramonete! Encomiéndate al buen Ángel; mira que recelo que todo eso es el Enemigo que te lo hace ver...


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 45 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Figura en el Tapiz

Henry James


Cuento


I

He hecho unas pocas cosas y ganado un poco de dinero. Quizás incluso haya tenido tiempo para empezar a pensar que soy mejor de lo que podrían sugerir los beneficios que recibo, pero cuando estimo el alcance de mi pequeña carrera (un hábito apresurado, pues de ninguna manera ha terminado) sitúo mi verdadero punto de partida en la noche en que George Corvick, sin aliento y afligido, vino a pedirme un favor. El había hecho más cosas que yo, y ganado más dinero, aunque había oportunidades para la inteligencia que, según mi opinión, a veces desaprovechaba.


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Protegido por copyright
48 págs. / 1 hora, 25 minutos / 107 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Flecha de Oro

Joseph Conrad


Novela


Celui qui n’a connu que des hommes
polis et raisonnables, ou ne connait pas
l’homme, ou né le connait qu’á demi.

Caractères

Dedicatoria

A Richard Curle

Nota del autor

Habiendo llamado «Nota del Autor» a todos los breves prefacios escritos para mis libros, éste ha de tener ese mismo encabezamiento en aras de la uniformidad y aun a riesgo de sembrar cierta confusión. Como su subtítulo indica, La flecha de oro es un relato entre dos notas. Pero esas notas forman parte de su estructura, de su textura, y su papel consiste en preparar y en cerrar la historia. Son material pertinente para la comprensión de las experiencias que aparecen en la narración y tienen por objeto concretar su tiempo y su lugar, además de precisar ciertas circunstancias históricas que condicionan la existencia de las personas a las que conciernen los acontecimientos de los doce meses que abarca el relato. Era el modo más breve de dar cuenta de los preliminares de una obra que no podía adquirir naturaleza de crónica.

La flecha de oro es mi primera publicación de posguerra. Comencé su redacción en el otoño de 1917 y la concluí en el verano de 1918. Su recuerdo está asociado a los momentos más oscuros de la guerra, que, de acuerdo con el conocido proverbio, precedieron al alba, al alba de la paz.

Cuando ahora pienso en ellas, creo que estas páginas, escritas en días de tensión y pavor, tienen un aire de extraña serenidad. Fueron redactadas con calma, pero no a sangre fría, y son, quizá, las únicas que podría haber escrito en aquel tiempo lleno de amenazas pero también de fe.


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Protegido por copyright
350 págs. / 10 horas, 12 minutos / 310 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2018 por Edu Robsy.

La Flor de la Maravilla

Arturo Reyes


Cuento


I

Cuando, ya ordenados, sobre el pequeño mostrador, los cacharros de flores, disponíase Rosario la Pinturera á confeccionar las coronas y ramilletes que en el día anterior le encargaran sus numerosos parroquianos:

—¿Me pudiera usté decir, mi morena, cuanto es lo que vale la flor de la maravilla?—le preguntó con acento zalamero, deteniéndose delante del mostrador y mirándola con amartelada pupila, Antoñico Vidondo, más conocido por el Niño del Altozaiio, mozo de no más de veinte y cinco abriles y de regular estatura, de cuerpo fino, nervioso, flexible, de movimientos sueltos y elásticos y de rostro que pregonaba de manera elocuentísima, que algunas gotas debían correr por sus venas, de la sangre más gitana.

Contempló Rosario con desdeñosa indiferencia al que flor tan preciada pretendía y

—Esa flor—le repuso con acento aun más desdeñoso que su mirar—no nace en estos jardines.

—¿Que no nace en estos jardines? pos si ahora mismito la estoy viendo yo de cimbrearse en su tallo, prenda mia.

Y después, y siempre mirando á la gentil ramilletera con mirada codiciosa, medío canturreó, medío recitó, con ritmo dulce y quejumbroso como el de una canturía oriental.


Porque aromas cual las flores
y cómo las flores brillas,
á tí te deben llamar
la Flor de la Maravilla,


Rosario sonrió ligeramente, pero después, como arrepentida, exclamó anulando el efecto de su sonrisa con lo desabrido de su voz:

—Vamos, hombre, no me venga usté á mi con coplitas, que se pone usté siete veces más pesao que los chopos en cazuela.

No se desconcertó el Niño por la poco galante salida de Rosario, y después de poner en libertad un suspiro, patente de la robustez de sus pulmones.


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Dominio público
18 págs. / 33 minutos / 46 visitas.

Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

La Flor de la Salud

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No lo dude usted —declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda—. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método... sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza... y proponerle un acertijo...

—¿Higiénico?

—¡Botánico!

—¿Y quién era el enfermo?

—El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.

—¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo.

—El mismo efecto me produjo a mí —repuso el doctor—. Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 43 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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