Al señor don Sinforoso Quintanilla
Bien saben los que a usted y a mí nos conocen, que de este pecado no tenemos, gracias a Dios, que arrepentirnos.
No van, pues, conmigo ni con usted los presentes Rasguños,
aunque mi pluma los trace y a usted se los dedique; ni van tampoco con
los que tengan, en el particular, la conciencia menos tranquila que la
nuestra, porque los pecadores de este jaez ni se arrepienten ni se
enmiendan; además de que a mí no me da el naipe para convertir infieles.
Son, por tanto, las presentes líneas, un inofensivo desahogo entre
usted y yo, en el seno de la intimidad y bajo la mayor reserva. Vamos,
como quien dice, a echar un párrafo, en confianza, en este
rinconcito del libro, como pudiéramos echarle dando un paseo por las
soledades de Puerto-Chico a las altas horas de la noche. El asunto no es
de transcendencia; pero sí de perenne actualidad, como ahora se dice, y se presta, como ningún otro, a la salsa de una murmuración lícita, sin ofensa para nadie, como las que a usted le gustan, y de cuya rayano pasa aunque le desuellen vivo.
Ya sabe usted, por lo que nos cuentan los que de allá vienen, lo que se llama en la Isla de Cuba un ¡ataja! Un quidam toma
de una tienda un pañuelo... o una oblea; le sorprende el tendero, huye
el delincuente, sale aquél tras éste, plántase en la acera, y grita ¡ataja!,
y de la tienda inmediata, y de todas las demás, por cuyos frentes va
pasando a escape el fugitivo, le salen al encuentro banquetas, palos,
pesas, ladrillos y cuanto Dios o el arte formaron de más duro y
contundente. El atajado así, según su estrella, muere, unas
veces en el acto, y otras al día siguiente, o sale con vida del apuro;
pero, por bien que le vaya en él, no se libra de una tunda que le balda.
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