Al señor Coquelin, el joven
Ut declaratio fiat
Aquella noche yo estaba invitado, oficialmente, a tomar parte en una
cena de autores dramáticos, reunidos para festejar el éxito de un
colega. Era en B…, el restaurante de moda entre la gente de la pluma.
Al principio, la cena fue naturalmente triste.
Sin embargo, tras haber bebido algunas copas de un Léoville añejo, la
conversación se animó. Tanto más cuanto que giraba en torno a los
incesantes duelos que ocupaban un gran número de las conversaciones
parisinas del momento. Cada uno recordaba, con obligada desenvoltura,
haber empleado la espada y trataban de insinuar, descuidadamente, vagas
ideas de intimidación bajo sabias teorías y guiños sobreentendidos
acerca de la esgrima y la pistola. El más ingenuo, un poco achispado,
parecía absorto en la combinación de una parada en segunda que imitaba,
por encima del plato, con su tenedor y su cuchillo.
Bruscamente, uno de los convidados, el señor D… (hombre experto en
los entresijos del teatro, una lumbrera en cuanto a la armazón de
cualquier situación dramática, en fin, quien, de todos los presentes,
mejor había demostrado entender eso de «provocar un éxito»), exclamó:
—¡Ah!, ¿qué dirían, señores, si les hubiera sucedido mi aventura del otro día?
—¡Cierto! —respondieron los invitados—. ¿No eras el testigo del señor de Saint Sever?
—¡Vamos! ¿Si nos contaras (pero eso sí, francamente) lo que pasó?
—Encantado —respondió D…—, aunque aún se me encoge el corazón al pensar en ello.
Tras algunas silenciosas caladas al cigarrillo, D… comenzó en estos términos [Le dejo, estrictamente, la palabra]:
Información texto 'Sombrío Relato, Narrador Aún Más Sombrío'