En un París bloqueado, hambriento,
agonizante, los gorriones escaseaban en los tejados y las
alcantarillas se despoblaban. Se comía cualquier cosa.
Mientras se paseaba tristemente una
clara mañana de enero por el bulevar exterior, con las manos
en los bolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre
vacío, el señor Morissot, relojero de profesión y alma casera
a ratos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció a
un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillas del
río.
Todos los domingos, antes de la
guerra, Morissot salía con el alba, con una caña de bambú en
la mano y una caja de hojalata a la espalda. Tomaba el
ferrocarril de Argenteuil, bajaba en Colombes, y después
llegaba a pie a la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel
lugar de sus sueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la
noche.
Todos los domingos encontraba allí a
un hombrecillo regordete y jovial, el señor Sauvage, un
mercero de la calle Notre Dame de Lorette, otro pescador
fanático. A menudo pasaban medio día uno junto al otro, con la
caña en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y se
habían hecho amigos.
Ciertos días ni siquiera hablaban. A
veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir
nada, al tener gustos similares y sensaciones idénticas.
En primavera, por la mañana, hacia
las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el
tranquilo río ese pequeño vaho que corre con el agua, y
derramaba sobre las espaldas de los dos empedernidos
pescadores el grato calor de la nueva estación, Morissot decía
a veces a su vecino: «¡Ah! ¡qué agradable!» y el señor Sauvage
respondía: «No conozco nada mejor.» Y eso les bastaba para
comprenderse y estimarse.
Información texto 'Dos Amigos'