Había dado la orden de que se dijese que no estaba en casa
para nadie: uno de mis amigos forzó la consigna.
Mi criado me anunció al señor Antony R... Descubrí, detrás de la librea de José,
el cuerpo de una levita negra. Era probable, por lo tanto, que el que la llevaba
hubiese visto, por su parte, la falda de mi bata de casa. Siendo imposible
ocultarme:
—¡Muy bien! Que entre —dije en alta voz.
¡Que se vaya al diablo!", dije en voz baja.
Cuando se trabaja, sólo la mujer que se ama puede
interrumpir a uno impunemente; pues, hasta cierto punto, siempre está ella de
algún modo en el fondo de lo que se hace.
Me fui, pues, hacia él con el aspecto medio irritado de
un autor interrumpido en uno de los momentos en que más teme serlo, cuando le vi
tan pálido y tan descompuesto que las primeras palabras que le dirigí fueron
éstas:
—¿Qué tenéis? ¿Qué os ha ocurrido?
—¡Oh! Dejadme respirar —dijo—. Voy a contároslo; pero,
¡qué digo!, esto es un sueño o sin duda, estoy loco.
Se arrojó sobre un sofá y dejó caer la cabeza entre sus
manos.
Le miré asombrado: sus cabellos estaban mojados por la
lluvia; sus botas, sus rodillas y la parte baja de su pantalón, estaban
cubiertos de barro. Me asomé a la ventana y vi a la puerta a su criado con el
cabriolé: nada comprendía de aquello.
Él vio mi sorpresa.
—He estado en el cementerio del Pére-Lachaise —me dijo.
—¿A las diez de la mañana?
—Estaba allí a las siete... ¡Maldito baile de máscaras!
Yo no podía adivinar la relación que podía tener un
baile de máscaras con el Pére-Lachaise. Así es que me resigné, y volviendo la
espalda a la chimenea, empecé a envolver un cigarrillo entre mis dedos, con la
flema y paciencia de un español.
Cuando terminé de hacerlo, se lo ofrecí a Antony, el
cual sabía yo que de ordinario agradecía mucho esta clase de atención.
Información texto 'Un Baile de Máscaras'