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La Torre de las Ratas

Victor Hugo


Cuento


Desde que había empezado a anochecer, sólo tenía un pensamiento. Sabía que, antes de llegar a Bingen, un poco antes de la confluencia con el Nahe, encontraría un extraño edificio, una lúgubre morada ruinosa, de pie entre los juncos, en medio del río y entre dos altas montañas. Aquella morada ruinosa era la Maüsethurm.

Cuando era niño, por encima de mi cama tenía un pequeño cuadro rodeado de un marco negro que no sé qué criada alemana había colgado en la pared. Representaba una vieja torre aislada, enmohecida, destartalada, rodeada de aguas profundas y oscuras que la cubrían de vapores, y de montañas que la cubrían de sombras. El cielo por encima de aquella torre era sombrío y cubierto de nubes horrendas.

Por la noche, después de haber rezado a Dios y antes de dormirme, miraba siempre aquel cuadro. Lo volvía a ver en mis sueños y me parecía terrible. La torre aumentaba, el agua hervía, un relámpago caía de las nubes, el viento soplaba en las montañas y, por momentos, parecía lanzar clamores.

Un día le pregunté a la criada cómo se llamaba aquella torre. Santiguándose, me respondió que se llamaba la Maüsethurm. Y luego me contó una historia. Que en otros tiempos, en Maguncia, en su país, había habido un malvado arzobispo llamado Hatto, que era también abad de Fuld, sacerdote avaro, según ella, que «abría la mano más para bendecir que para dar». Que un mal año compró todo el trigo de las cosechas para revendérselo muy caro al pueblo, pues aquel cura quería ser muy rico. La hambruna fue tal que los campesinos morían de hambre en los pueblos del Rin. Que entonces el pueblo se reunió alrededor del burgo de Maguncia, llorando y solicitando pan. Que el arzobispo se lo negó.


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4 págs. / 7 minutos / 1.094 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Torre

H.P. Lovecraft


Cuento


Desde esa esquina se puede ver la torre. Si el testigo abandona por un segundo el ruido de la vida porteña, descubrirá tras las paredes circulares un aquelarre. El eco del mismo lugar que la humanidad resguarda en la penumbra bajo diferentes disfraces. La esencia de los cimientos de construcciones tan antiguas como las pirámides y Stonehenge. Allí se suceden acontecimientos —incluso próximos a lo cotidiano— que atraen a hados y demonios.

Fue lupanar y fumadero de opio. Acaso alguno de sus visitantes haya dejado el alma allí preso del puñal de un malevo. Pero fue cuando llegó aquella artista pálida, María Krum, que su esencia brotó al fin. Recuerdo que apenas salía para hacer visitas a la universidad. Fue en su biblioteca donde hojeó las páginas del prohibido Necronomicón. Mortal fue su curiosidad por la que recitó aquel hechizo. Quizá creyó que las paredes sin ángulos la protegerían de los sabuesos. Pero esas criaturas son hábiles, impetuosas, insaciables. Los vecinos oyeron el grito del día en que murió. Ahora forma parte de la superstición barrial. Pero yo sigo oyendo su sufrimiento y el jadeo de los Perros de Tíndalos que olfatean, hurgan y rastrean en la torre.


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1 pág. / 1 minuto / 3.080 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Tienda de Antigüedades

Charles Dickens


Novela


Al señor don Samuel Rogers

Estimado señor.

Permítame que asocie mis «placeres de la memoria» a este libro dedicándolo a un poeta cuyos escritos (como todo el mundo sabe) rebosan sentimientos generosos y sinceros, y a un hombre cuya vida cotidiana (como no todo el mundo sabe) es igualmente pródiga en simpatía y compasión hacia los más pobres y humildes de su especie.

Su siempre fiel amigo,

Charles Dickens

Prólogo de 1841

Un autor —dice Fielding en su introducción a Tom Jones— no debería compararse con quien ofrece un banquete con fines benéficos, sino con quien regenta una fonda en la que es bien recibida cualquier persona dispuesta a pagar. Quien paga por lo que come puede exigir que se gratifique su paladar, por exquisito y antojadizo que este sea; y si lo ofrecido no le resulta agradable, tendrá derecho a censurar, quejarse y maldecir la comida cuanto se le antoje.

»Para impedir, pues, que los clientes se sientan ofendidos ante semejante decepción, es costumbre entre los hospederos honrados y juiciosos ofrecer una minuta que todos puedan consultar al entrar en la fonda. Enterados, así, de lo que les espera, pueden o bien quedarse y ser obsequiados con lo que se les ofrece o bien marcharse a algún otro lugar más acorde con su gusto».


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691 págs. / 20 horas, 9 minutos / 514 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Tía Sauvage

Guy de Maupassant


Cuento


I

Quince años habían pasado desde mi última visita a Virelogne. Esta vez fui durante el otoño, para cazar, y me hospedé en el palacio de mi amigo Serval, que los prusianos echaron abajo y que él acababa de reconstruir.

Me gustaba extraordinariamente aquel lugar. Existen en el mundo rincones encantadores que proporcionan una delicia sensual a nuestros ojos. Los queremos con amor carnal. Cuantos sentimos la seducción del campo conservamos un recuerdo emocionado de tal o cual fuente, de este o el otro bosque, de algunas lagunas, de colinas determinadas, que hemos tenido ocasión de ver muchas veces y que siempre nos han enternecido, como un acontecimiento feliz. En ocasiones vuela nuestro pensamiento hacia un trozo de bosque, un ribazo o un vergel salpicado de flores, que hemos visto una sola vez en un día gozoso y que se grabaron en nuestro corazón como ciertas figuras de mujeres ataviadas de vestidos claros y trasparentes, con las que nos cruzamos en la calle una mañana de primavera y que nos dejan en el alma y en la carne un anhelo insatisfecho e inolvidable, la sensación de que la dicha se ha rozado con nosotros.

Me gustaba todo el campo de Virelogne, sembrado de bosquecillos y surcado por arroyuelos que parecen venas que corren por el suelo llevando la sangre a la tierra. ¡Qué cangrejos, truchas y anguilas se pescaban en ellos! Era una suprema felicidad. Había sitios con profundidad para poder bañarme, y en las orillas de las minúsculas corrientes crecían altas hierbas de las que solían levantarse algunas becadas.

Iba yo caminando con la soltura de una cabra, observando a mis dos perros que avanzaban en descubierta delante de mí. Serval iba por mi derecha, a cien metros de distancia, ojeando un alfalfar. Al dar vuelta a los arbustos que sirven de límite al bosque de Saudres, distinguí una casucha campesina en ruinas.


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8 págs. / 14 minutos / 55 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Terrible Venganza

Nikolái Gógol


Cuento


En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.

El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel.

Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!

En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre… Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote… Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.

De pronto alguien aparece en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo está desierto… Al rato ve que alguien baja a lo lejos… El viento agita su manto verde, una cofia dorada arde en su cabeza… ¡Es ella!

Él se aprieta aún más contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca…

—Katerina, hija mía, ¡ten piedad! ¡Dame una limosna!


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9 págs. / 16 minutos / 204 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Tercera Persona

Henry James


Cuento


Capítulo I

Cuando, hace unos pocos años, dos buenas señoras, que nunca habían sido íntimas, ni más que simples conocidas en realidad, se encontraron compartiendo domicilio en la pequeña pero antigua ciudad de Marr, las consecuencias fueron dignas, naturalmente, de mención aparte. Llevaban el mismo apellido y eran primas hermanas; pero hasta entonces sus caminos no se habían cruzado; no había habido coincidencia de edad que las uniera; y la señorita Frush, la más madura, había pasado gran parte de su vida en el extranjero. Era una mujer dócil, reservada, que hacía bocetos, y a quien el destino había condenado a una monotonía —triunfante sobre la variedad— de pensions suizas e italianas; en cualquiera de las cuales, con su sombrero bien atado, sus guantes y sus botas resistentes, su sillita de campo, su cuaderno de dibujo, su novela de Tauchnitz, habría servido con singular propiedad para ilustrar la portada de una historia natural de la vieja solterona inglesa. Lo cierto es, pobre señorita Frush, que les habría dado a ustedes la impresión de ser una tan afortunada representación de su tipo que difícilmente habrían podido equiparla con la dignidad de un ser individual. Esto era lo que ella, sin embargo, prefería según sus allegados: una identidad harto contumaz, que alguna vez hasta pudo ser hermosa, pero que ahora, descolorida y en los huesos, tímida y desproporcionadamente rara, capaz de pronunciar sólo interjecciones vagas, y con una apariencia en la que sólo se veían el monóculo y los dientes, podía ser reconocida sin dificultad y lamentada sin reparo.


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43 págs. / 1 hora, 15 minutos / 104 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

La Tempestad de Nieve

Aleksandr Pushkin


Cuento


A finales de 1811, en tiempos de grata memoria, vivía en su propiedad de Nenarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R**. Era famoso en toda la región por su hospitalidad y carácter afable; los vecinos visitaban constantemente su casa, unos para comer, beber, o jugar al boston a cinco kopeks con su esposa, y otros para ver a su hija, María Gavrílovna, una muchacha esbelta, pálida y de diecisiete años. Se la consideraba una novia rica y muchos la deseaban para sí o para sus hijos.

María Gavrílovna se había educado en las novelas francesas y, por consiguiente, estaba enamorada. El elegido de su amor era un pobre alférez del ejército que se encontraba de permiso en su aldea. Sobra decir que el joven ardía en igual pasión y que los padres de su amada, al descubrir la mutua inclinación, prohibieron a la hija pensar siquiera en él, y en cuanto al propio joven, lo recibían peor que a un asesor retirado.

Nuestros enamorados se carteaban y todos los días se veían a solas en un pinar o junto a una vieja capilla. Allí se juraban amor eterno, se lamentaban de su suerte y hacían todo género de proyectos. En sus cartas y conversaciones llegaron a la siguiente (y muy natural) conclusión: si no podemos ni respirar el uno sin el otro y si la voluntad de los crueles padres entorpece nuestra dicha, ¿no podríamos prescindir de este obstáculo? Por supuesto que la feliz idea se le ocurrió primero al joven y agradó muchísimo a la imaginación romántica de María Gavrílovna.

Llegó el invierno y puso término a sus citas, pero la correspondencia se hizo más viva. En cada carta Vladímir Nikoláyevich suplicaba a su amada que confiara en él, que se casaran en secreto, se escondieran durante un tiempo y luego se postraran a los pies de sus padres, quienes, claro está, al fin se sentirían conmovidos ante la heroica constancia y la desdicha de los enamorados y les dirían sin falta:


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14 págs. / 25 minutos / 194 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Tema del Reducto

Prosper Mérimée


Cuento


Un militar amigo mío, muerto de fiebre en Grecia hace unos años, me narró un día la primera acción de guerra en que tomó parte. Su relato me interesó en grado tal que lo reproduje de memoria, en cuanto tuve oportunidad para ello. Helo aquí:

—Me incorporé a mi regimiento el 4 de septiembre por la tarde. Di con el coronel en el cuerpo de guardia: en el primer momento me recibió con cierta hosquedad; pero después de leer la carta de presentación que me había dado el general B., cambió de modales y me dirigió algunas palabras corteses.

Fui presentado por él a mi capitán en el mismo instante en que este último volvía de un reconocimiento. El capitán, a quien no tuve en verdad tiempo de conocer, era un hombre alto, moreno, de fisonomía dura y repulsiva. De soldado raso había ido ganando galones y la cruz en los diversos campos de batalla. La voz, ronca y débil, contrastaba singularmente con su estatura casi gigantesca. Me dijeron que le había quedado esa voz rara después de que un balazo lo atravesara de parte a parte en la batalla de Jena.

Al enterarse de que yo venía de la escuela de Fontainebleau, torció el gesto y dijo:

—Mi teniente murió ayer.

Comprendí que quería decir: «Usted es quien ha de reemplazarlo y no tiene capacidad para ello». Un comentario burlón asomó a mis labios; pero me contuve.

La luna se alzó por detrás del reducto de Cheverino, situado a dos tiros de cañón de nuestro vivac. Era una luna grande y roja, como se presenta siempre al levantarse. Pero esa tarde me pareció de dimensiones extraordinarias. Por un momento, el reducto se destacó, negro, en el disco brillante de la luna. Parecía el cono de un volcán en el instante en que se produce la erupción.

Un viejo soldado junto al que me encontraba advirtió el color de la luna.

—¡Está muy roja —dijo—, eso es señal que ha de costar mucho el famoso reducto!


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6 págs. / 10 minutos / 51 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Telaraña

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


La cocina de la granja quizás estaba donde estaba por azar o accidente. Sin embargo, la ubicación bien podía haber sido proyectada por un experto estratega en arquitectura campesina. La lechería, el corral, el huerto y los demás lugares de trajín de la granja parecían tener fácil acceso a aquel refugio con piso de anchas losas, en donde había espacio para todo y en donde un par de botas embarradas dejaban huellas fáciles de barrer. Y aún así, a pesar de lo bien emplazada que estaba en el centro del tráfago humano, su única ventana, larga, enrejada, con un amplio asiento empotrado y enmarcada en un alféizar más allá de la enorme chimenea, dominaba un dilatado paisaje silvestre de colinas, brezales y boscosas cañadas. El hueco de la ventana era casi un cuartito de por sí, en realidad el más agradable de la granja en cuanto a situación y posibilidades. La joven señora Ladbruk, cuyo marido acababa de recibir la granja por herencia, había puesto los ojos en el cálido rinconcito; y los dedos le picaban por volverlo claro y acogedor con cortinas de zaraza, vasos llenos de flores y una repisa o dos con viejos platos de porcelana. La mohosa sala de la casa, que daba a un jardín adusto, melancólico y encerrado por tapias lisas y altas, no era un cuarto que se prestara con facilidad para el confort o la decoración.

—Cuando estemos más instalados voy a hacer maravillas en la cocina para que sea habitable —decía la joven mujer a las contadas visitas.

En aquellas palabras había un deseo callado, un deseo que además de callado era inconfesable. Emma Ladbruk era la señora de la granja. Junto con su marido podía tener derecho a opinar y hasta cierto punto a decidir en la conducción de sus asuntos. Pero no era la señora de la cocina.


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6 págs. / 11 minutos / 171 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Tarasca

Alejandro Dumas


Cuento


El viejo castillo que domina a Beaucaire y que fue famoso en el siglo XII por sus máquinas de guerra y en el siglo XVI por sus cañones, se construyó sobre restos de murallas romanas; sus distintas obras de fortificación se construyeron en los siglos XI, XIII y XIV. De la cumbre de sus murallas se aprecia un espléndido paisaje, con vista de las ciudades de Tarascón y Beaucaire, separadas por el río Ródano y unidas ambas por un puente. Más al fondo, Arles, la primera ciudad romana fundada fuera de Italia.

Descendimos de nuestro viejo castillo, del cual sólo queda una encantadora torre del tiempo de Luis XIII; cruzamos el puente levadizo de unos ciento quince pies y entramos en la iglesia, una construcción del siglo XII, restaurada dos siglos después. Esta iglesia tiene como patrona a santa Marta, la seguidora de Cristo, una mujer piadosa y santa que está muy vinculada a nuestra historia. Historia que la ciencia niega, pero la fe consagra, y en esta lucha del alma que cree y del espíritu que duda, es la ciencia la que pierde.

Marta nació en Jerusalén. Su padre, Syrus, y su madre, Eucharia, eran de sangre real. Tenia un hermano mayor que se llamaba Lázaro y una hermana más pequeña que se llamaba Magdalena.

Lázaro era un jinete muy apuesto, que como no pudo emplearse como guerrero, ya que Octavio había hecho la paz, se dedicaba a la caza y a los placeres. Tenia jóvenes esclavos comprados en Grecia, bonitos caballos árabes y un hermoso coche de cuatro ruedas, adornado de marfil y bronce, en el que más de una vez había cruzado por el camino al hijo de Dios, que con sus pies descalzos caminaba con una multitud de pobres.


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9 págs. / 16 minutos / 73 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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