—Ande con cuidado —gritó mi guía—. ¡Hay un escalón!
Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me
informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores
reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo
único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.
¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin
respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se
abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se
internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra… No podía
recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.
—Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo —dijo mi guía—.
El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos,
en Boston… en una estación.
—¿Una estación?
—Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.
Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de
hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del
suelo, a pocos pasos de distancia.
Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de
mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas
tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se
empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo
esto.
¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico
norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto
para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos
submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba
cumplido. Y ese inventor —el coronel Pierce— estaba ahora frente a mí.
Información texto 'Un Expreso del Futuro'