¿Ves aquella negra estatua de bronce entre
las dos lámparas? Pues bien, ha sido la causa de todas mis extrañas
experiencias en los últimos años.
Como eslabones se relacionan estas inquietudes espectrales que me
chupan la fuerza vital y, si sigo la cadena hacia el pasado, el punto de
partida siempre es el mismo: ese bronce.
Si me miento a mí mismo y me imagino otras causas, una y otra vez vuelve a emerger como un indicador en el camino.
Y no quiero saber hacia dónde puede conducir este camino, si a la luz
del conocimiento o a un espanto creciente, así que me aferraré a los
breves días de descanso que me deje mi sino hasta el próximo
estremecimiento.
Encontré la estatuilla en Tebas, en la arena del desierto, de donde
la desenterré casualmente con el bastón y, desde el primer momento en
que la contemplé, me asaltó la obsesiva curiosidad de averiguar qué
significa en realidad. ¡Nunca he tenido semejante sed de saber!
Al principio pregunté a todos los investigadores que encontraba, pero
sin éxito. Tan sólo un coleccionista árabe pareció sospechar de qué se
trataba.
«La imitación de un jeroglífico egipcio», opinó; la extraña posición
de los brazos debía indicar algún desconocido estado extático.
Traje conmigo la estatua a Europa, y apenas pasó una noche en la que
no me perdiera en los pensamientos más audaces sobre su enigmático
significado. Me invadió un sentimiento siniestro, pensaba en algo
venenoso, maligno, que con taimado placer se desprendía a mi costa del
conjuro de su inanidad, para después succionarme como una enfermedad
incurable ser para siempre el oscuro tirano de mi vida. Y un día, en una
actividad sin importancia, me vino a la mente la idea que resolvía el
enigma, con tal fuerza y de manera tan inesperada que me estremecí hasta
lo más hondo.
Información texto 'Las Plantas del Doctor Cinderella'