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La Arlesiana

Alphonse Daudet


Cuento


Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…

¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.

Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Partida de Billar

Alphonse Daudet


Cuento


Como combaten desde hace dos días y han pasado la noche con el petate al hombro bajo una lluvia torrencial, los soldados están extenuados. Sin embargo, hace ya tres mortales horas que se les tiene aquí pudriéndose, con el arma a los pies, en los charcos de las carreteras, en el barro de los campos inundados.

Abatidos por la fatiga, por las noches pasadas, por los uniformes empapados, se aprietan unos contra otros para calentarse y sostenerse. Algunos duermen de pie, apoyados en el petate del vecino, y la lasitud, las privaciones se ven mejor en esos rostros distendidos, abandonados en el sueño. La lluvia…, el barro…, sin fuego…, sin sopa…, el cielo bajo y oscuro…, el enemigo que se presiente alrededor… ¡Qué lúgubre es todo!

¿Qué hacen ahí? ¿Qué ocurre?

Los cañones, con la boca dirigida hacia el bosque, parecen acechar algo. Las ametralladoras emboscadas miran fijamente al horizonte. Todo parece listo para un ataque. Pero ¿por qué no se ataca? ¿Qué esperan?

Esperan órdenes, y el cuartel general no las envía.

Sin embargo, el cuartel general no está lejos. Está en ese hermoso castillo de estilo Luis XIII, cuyos rojos ladrillos, lavados por la lluvia, brillan en la ladera entre los macizos. Verdadera morada principesca, muy digna de ostentar la enseña de un mariscal de Francia. Detrás de una gran una zanja y de una rampa de piedra que los separan de la carretera, los céspedes suben hasta la escalinata, densos y verdes, bordeados de jarrones floridos. Del otro lado, del lado íntimo de la casa, los viales abren boquetes luminosos, el estanque, donde nadan los cisnes se extiende como un espejo; y bajo el tejado en forma de pagoda de una inmensa pajarera, lanzando gritos agudos entre el follaje, los pavos reales, los faisanes dorados baten las alas y hacen la rueda. Aunque los dueños se han marchado, no se percibe el abandono, el gran «¡Sálvese quien pueda!» de la guerra.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Las Tres Misas

Alphonse Daudet


Cuento


I

—¿Dos pavos trufados, Garrigú?

—Sí, mi reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufas, y puedo decirlo porque yo mismo ayudé a rellenarlos. Parecía que el pellejo iba a reventar al asarse, tan estirado estaba…

—¡Jesús María, y a mí que me gustan tanto las trufas! Dame pronto la sobrepelliz, Garrigú. Y ¿qué más has visto en la cocina, fuera de los pavos?

—¡Oh, una porción de cosas buenas! Desde mediodía no hemos hecho otra cosa que pelar faisanes, abubillas, ortegas, gallos silvestres. Las plumas volaban por todas partes… Después, trajeron del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…

—¿De qué tamaño eran las truchas, Garrigú?

—De este tamaño, mi reverendo. ¡Enormes!

—¡Oh, Dios mío, me parece estarlas viendo! ¿Pusiste el vino en las vinajeras?

—Sí, mi reverendo, he puesto vino en las vinajeras… ¡Pero, caramba!, no se parece al que beberá usted después de la misa de medianoche. Si viera en el comedor del castillo los botellones que resplandecen llenos de vino de todos colores… Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, los candelabros, las flores… ¡Nunca se ha visto una cena de nochebuena semejante! El señor Marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. En la mesa habrá cuarenta personas, sin contar al juez ni al escribano… ¡Ah, qué suerte tiene usted, que es de la partida, mi reverendo!. Sólo con haber olfateado los hermosos pavos, el perfume me sigue a todas partes… ¡Ah!

—Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de la gula, sobre todo en la noche de Navidad. Ve pronto a encender los cirios y a dar el primer toque para la misa, porque las doce se acercan y no hay que retrasarse…


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Panes de Centeno

Anatole France


Cuento


En aquel tiempo, Nicolas Nerli era banquero en la noble ciudad de Florencia. A la hora de tercia se encontraba ya sentado ante su pupitre, y a la hora de nona aún estaba allí sentado, haciendo cuentas todo el día en sus tablillas. Nicolas Nerli prestaba dinero al Emperador y al Papa. Era audaz y desconfiado. Había adquirido grandes riquezas y despojado a mucha gente. Por ello era respetado en la ciudad de Florencia. Vivía en un palacio en el que la luz que Dios creó no entraba sino por estrechas ventanas; eso era por prudencia, pues la mansión de un rico debe ser como una ciudadela y los que poseen grandes bienes hacen bien en defender por la fuerza lo que han adquirido por la astucia.

El palacio de Nicolas Nerli se encontraba pues provisto de rejas y cadenas. En su interior, los muros estaban decorados con pinturas de expertos maestros que habían representado en ellas las Virtudes, los patriarcas, los profetas y los reyes de Israel. Los tapices expuestos en las habitaciones ofrecían a la vista las historias de Alejandro y de César. Nicolas Nerli hacía brillar su riqueza por toda la ciudad por medio de fundaciones piadosas.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Wood'stown

Alphonse Daudet


Cuento


El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas del mar.

En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Metido en el centro de todas las lianas, de todas las raíces, cuando talaban por un lado renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.

Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Bonaparte en San Miniato

Anatole France


Cuento


Tras haber ocupado Livorno y haber cerrado su puerto a los navíos ingleses, el general Bonaparte se dirigió a Florencia para visitar a Fernando III, gran duque de Toscana que, entre todos los príncipes de Europa era el único que había mantenido de buena fe sus compromisos para con la República. Como prueba de estima y confianza, fue sin escolta, con su Estado Mayor. Se le mostró el escudo de armas de los Buonaparte esculpido sobre el dintel de una antigua casa. Él sabía que una rama de su familia había vivido antaño en Florencia y que aún existía un último vástago. Era un canónigo de San Miniato, de ochenta años. Pese a los asuntos urgentes, deseaba hacerle una visita. Los sentimientos naturales eran muy fuertes en Napoleón Bonaparte.

La víspera de su partida, por la tarde, fue con algunos de sus oficiales a San Miniato, cuya colina coronada por torres y murallas se yergue a una media legua al sur de Florencia.

El anciano canónigo Bonaparte acogió con noble amenidad a su joven pariente y a los franceses que le acompañaban. Eran Berthier, Junot, el oficial de pagos Chauvet y el teniente Thézard. Les ofreció una cena a la italiana en la que no faltaron ni las grullas de Peretola, ni el lechón a las hierbas aromáticas, ni los mejores vinos de Toscana, de Nápoles y de Sicilia. Él mismo brindó por el éxito de sus ejércitos. Republicanos como Bruto, bebieron por la patria y por la libertad. Su anfitrión les dejó hacer puesto que no podía impedirlo. Luego, volviéndose hacia el general que había colocado a su derecha:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Crimen Invisible

Catherine Crowe


Cuento


En 1842 en el barrio de Marylebone, se derribó una casa a la que ya no acudía ningún huésped desde hacía ya muchos años, y cuyos propietarios no estaban dispuestos a gastar más dinero en reparaciones.

Sus últimos habitantes fueron el mayor W…, su esposa, sus tres hijos y su sirviente.

El mayor W…, que desempeñaba un digno cargo en la Intendencia, había insistido innumerables veces a sus superiores para que le permitieran cambiar de vivienda (el alquiler del inmueble estaba a cargo de la Intendencia). Como esta autorización demoraba, alegó para justificar su repetida insistencia que la casa estaba embrujada “del modo más desagradable”.

Todas las noches, la puerta del salón se abría violentamente, se oía un ruido de pasos precipitados, una respiración ronca y luego dos o tres gritos horribles y la pesada caída de un cuerpo contra el piso.

A menudo encontraban los muebles volcados, sobre todo cuando estaban situados en el ángulo norte de la sala.

Luego se restablecía el silencio, pero alrededor de un cuarto de hora más tarde, se oía algo semejante a un pataleo, un sollozo y al fin un espantoso estertor.

El mayor W… acabó por prohibir a sus familiares la entrada a este salón. Incluso clausuró la puerta. Pero antes hizo constatar estos hechos por varios de sus compañeros del ejército. En efecto, el informe que presentó estaba firmado por el lugarteniente de Intendencia E…, el capitán S… y el comisario de víveres E…

Se procedió a una búsqueda de datos y muy pronto descubrieron una trágica historia.

En el año 1825, la casa estaba habitada por el corredor de joyas C… y su esposa. Esta última, mucho más joven que su marido, llevaba una vida desordenada y malgastaba enormes sumas de dinero.

Aunque el desgraciado C… le perdonó muchas veces sus caprichos, no parecía querer enmendarse; al contrario, su vida era progresivamente escandalosa.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Huevo Rojo

Anatole France


Cuento


El doctor N. depositó su taza de café sobre la chimenea, arrojó su cigarro al fuego y me dijo:

—Querido amigo, hace tiempo contó usted el extraño suicidio de una mujer atormentada por el terror y los remordimientos. Su naturaleza era fina y su cultura exquisita. Sospechosa de complicidad en un crimen del que había sido testigo mudo, desesperada por su irreparable cobardía, agitada por continuas pesadillas en las que veía a su marido muerto y descompuesto señalándola con el dedo a los curiosos magistrados, era la víctima inerte de su exacerbada sensibilidad. En este estado, una circunstancia insignificante y fortuita decidió su suerte. Su sobrino pequeño vivía con ella. Una mañana, como de costumbre, estaba haciendo sus deberes en el comedor. Ella estaba presente. El chiquillo se puso a traducir palabra por palabra unos versos de Sófocles. Iba pronunciando en voz alta los términos griegos y franceses a medida que los iba escribiendo: «La cabeza divina de Yocasta está muerta… arrancándose la cabellera, llama a Laïs muerto… vimos a la mujer ahorcada». Hizo una rúbrica con tal fuerza que agujereó el papel, sacó la lengua manchada de tinta y luego cantó: «Ahorcada, ahorcada, ahorcada». La desgraciada, cuya voluntad estaba destruida, obedeció sin defensa a la sugestión de la palabra que había escuchado por tres veces. Se levantó, sin voz, sin mirada, y entró en su habitación. Varias horas después, el comisario de policía requerido para constatar la muerte violenta, hizo esta reflexión: «He visto a bastantes mujeres suicidadas, pero es la primera vez que veo a una ahorcada».


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Prusiano de Belisario

Alphonse Daudet


Cuento


Voy a contarles una historia que oí narrar hace unos días en un cabaret de Montmartre. Para que el relato conservara todo su valor necesitaría poseer el vocabulario pintoresco del señor Belisario, su gran mandil de carpintero, y haberme tomado dos o tres sorbos de ese vino blanco de Montmartre, capaz de proporcionarle acento parisino incluso a un marsellés. Sólo así lograría hacer correr por sus venas el estremecimiento que yo sentí al escuchar a Belisario contando en una tertulia de amigos esta historia lúgubre y auténtica.

«Era el día de la amnistía —Belisario se refería al armisticio—. Mi mujer me había pedido que fuera con el niño a Villeneuve—la—Garenne, a ver cómo se encontraba una casilla que teníamos allí, a orillas del río, de la que no teníamos noticias desde el sitio. Yo iba resoplando al verme obligado a tirar del niño. Estaba seguro de que me toparía con los prusianos y, como nunca los había visto de cerca, tenía miedo de que ocurriera algo. ¡Pero cuando mi mujer se empeña en algo! “Anda, ve —me dijo—, de esa manera el chico tomará un poco el aire.”


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Señor Achille

Alphonse Daudet


Cuento


Las campanas de las fábricas dan las doce; los grandes patios silenciosos se inundan de ruido y movimiento. La señora Achille deja su labor, se separa de la ventana junto a la que estaba sentada y se dispone a poner la mesa. El hombre va a subir a almorzar. Trabaja ahí al lado en los grandes talleres acristalados que se ven repletos de piezas de madera, y donde cruje de la mañana a la noche la maquinaria de los serradores… La mujer va y viene de la habitación a la cocina. Todo está limpio, todo reluce en este interior de obrero. Pero la desnudez de aquellas dos pequeñas habitaciones es más patente en la inmensa claridad de la quinta planta. Se ven las copas de los árboles, las colinas de Chaumont en lo más alto y, aquí y allá, largas chimeneas de ladrillo ennegrecidas en los bordes, siempre activas. Los muebles están encerados, pulidos. Datan de la fecha de su boda, como aquellos dos racimos de fruta de cristal que adornan la chimenea. No han comprado nada después porque, mientras que la mujer le daba valientemente a la aguja, el hombre derrochaba su jornal fuera. Todo lo que ella ha podido hacer, ha sido cuidar, conservar lo poco que tenían.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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